México: crónica de un viaje

Un país excesivo

Centro-periferia, blancos-indios. Clasismo. En un país como México el peronismo adquiere toda su dimensión. Me avergüenza pasar a una sala VIP para subirme a un autobús de lujo, pero los mexicanos parecen tener la cosa completamente naturalizada.

La superficie pura es, quizá, lo que el otro nos oculta.
—Gilles Deleuze

A la salida de la estación Zócalo del metro. Foto © Francisco Mata Rosas.

A la salida de la estación Zócalo del metro. Foto © Francisco Mata Rosas.

Por razones que desconozco, México ha estado en mi imaginario desde siempre, pero el primer encuentro que recuerdo con mexicanos tuvo lugar a mis veinte años.

Durante un viaje a París en tren hubo un enorme temporal. Era 1999 y yo iba a alojarme en la banlieue con unos amigos. Pero la banlieue había quedado, luego del temporal, completamente inaccesible. En medio de la espera en Burdeos, entre caras de aburrimiento y frío, conocí a unas chicas mexicanas. Eran estudiantes de doctorado, unos años más grandes que yo, y nos caímos bien. Me contaron que iban a casa de un amigo, también mexicano, y que si quería podía quedarme con ellos esa noche. Así lo hice. Mi primera comida en París fueron frijoles y huevos revueltos de desayuno. Aprendí entonces de la calidez de los mexicanos, quienes lejos de su país se refugiaban en los clichés de las canciones populares de Tabasco y los discos de Dora María.

En 2011 viajé a Guatemala y pasé fugazmente por Palenque y San Cristóbal de las Casas. Pero no fue sino hasta 2014 cuando llegué al Distrito Federal.

Mi primera comida en París fueron frijoles y huevos revueltos de desayuno. Aprendí entonces de la calidez de los mexicanos, quienes lejos de su país se refugiaban en los clichés de las canciones populares de Tabasco y los discos de Dora María.

Me he resistido desde siempre a viajar a la Ciudad de México porque sabía que la nostalgia se volvería después un mundo. Más bien he pretendido, aun sin conocerla, irme a vivir en ella. Si voy ahora es porque tengo la excusa de un premio literario ganado que va a pagar el viaje y la estadía, de manera que este viaje es un extra. Un regalo.

Mi compañero de viaje, el editor de mi libro de poemas, se enfermó pocos días antes de la partida. Lo llamé el día antes de irme.

—Es mi primera enfermedad grave —me dijo—. Ahora soy un hombre finito.

Le contesté que era inmortal, y se rió. Y yo recordé mi operación de apéndice y mis accesos alérgicos que terminaron en el hospital, y no supe qué decir con respecto a la finitud, porque hasta ahora nunca creí morir.

Pienso en todo eso en el aeropuerto de Panamá, mientras espero mi segundo avión. “¿Por qué le pasan cosas malas a la gente buena?”, reza el título de un libro en una vitrina. La gran desgracia de buena parte de la humanidad es no haber leído a Séneca a tiempo.

El problema de la muerte es la del género que yo llamo inexplicable: la tortura, el asesinato: la muerte violenta, en definitiva. “No soy un juguete”, dicen los carteles contra la trata infantil en el aeropuerto.

Y uno que piensa que lo bueno de viajar es olvidar la realidad cotidiana. Aunque Buenos Aires sorprende cada día con una desgracia nueva. Tal vez mi abuelo tenía realidad cotidiana. Mi generación ya no sabe qué es eso.

D.F.

“Feliz Año Nuevo”, me dijo el taxista que me llevó del aeropuerto al hotel. “Y que sea feliz”, agregó, “que para eso hemos venido a este mundo, a ser felices”.

Hace poco, en Brasil, una profesora de historia ya jubilada me dijo: “El hombre ha venido al mundo para ser feliz, pero los gobiernos no lo dejan”.

Sacrificio azteca.

Sacrificio azteca.

Si le preguntáramos a un argentino para qué hemos nacido, ¿qué respondería? Seguramente no “para ser felices”. Haría una respuesta entre lacaniana y existencialista, en el mejor de los casos. A las claras se ve que México está lejos de la idiosincrasia argentina.

Hace frío, llego al hotel; aquí la gente no usa la calefacción. Piensan que no hace falta. Una cantina junto a mi habitación celebra el 2014 con una canción de Miguel Abuelo remixada con cumbia.

Me informan que el 1 de enero está abierto el Museo de Antropología y yo, que siento que vine a México para muchas cosas pero sin duda una de ellas es ver este museo, atravieso el Parque de Chapultepec, lleno de corredores. Luego me dirán que en México se ejercita sólo una minoría. Deben ser los mismos que usan preservativo en sus relaciones sexuales.

Evidentemente nada que tenga que ver con el cuidado de sí cala hondo en este país. Se come y se bebe en exceso, no se hace deporte, la gente se expone a enfermedades de transmisión sexual. Debajo, como una canción macabra, se escucha el murmullo de la muerte. Se la ignora, y a un tiempo se la tiene tan presente que asusta.

Refulge en un pasado glorioso, allí mismo, en ese museo inabarcable, fantástico y desesperante.

Se come y se bebe en exceso, no se hace deporte, la gente se expone a enfermedades de transmisión sexual. Debajo, como una canción macabra, se escucha el murmullo de la muerte.

Por supuesto la sala azteca (o mejor dicho, mexica) ocupa un lugar central en la arquitectura del espacio, y es la que más piezas contiene. Esculturas con corazones de piedra, chac mooles y más chac mooles donde colocar los corazones humanos, punzones de obsidiana y mantarraya con los que ejecutar las automutilaciones. Cultura de la guerra. Pienso en los mayas, y en que todavía no vi la máscara de Pacal, quien gobernó por 67 años sobre uno de los pueblos más avanzados de estas latitudes. Y cuánto de los mexicas en la violencia actual. La sala mexica, como la violencia del narco, me descompone físicamente. Me da náuseas.

Pienso: por fuerza tiene que cambiar el umbral del dolor de un pueblo que se relaciona así con la sangre y el cuerpo. ¿Qué tal si hemos estado leyendo mal y el umbral del dolor no fuera individual sino social? ¿Qué tal si los pueblos guerreros tuvieran un umbral del dolor más alto?

No llevo cámara de fotos. No tendré una sola foto de este viaje. Se trata de saber —como dijo una vez mi amigo Miguel Leache— por qué elegimos una prótesis y no otra.

Tal vez la cámara de fotos no sea capaz de consignar las relaciones tan fáciles que parecen tener aquí los padres con sus hijos. El museo, por ejemplo, al que asisto por segundo día consecutivo, está lleno de padres con hijos de alrededor de ocho o diez años. Los padres explican, leen en voz alta. Los hijos escuchan y preguntan. Algunos gritan, pero son pocos. La megalópolis parece, paradójicamente, llena de gente que se escucha.

Con Lobsang Castañeda en el Salón Corona. Nos sentamos afuera para poder fumar, pero nos dicen que está prohibido. No dicen nada, sin embargo, si uno se levanta de la silla y fuma de pie a su lado.

Los padres explican, leen en voz alta. Los hijos escuchan y preguntan. Algunos gritan, pero son pocos. La megalópolis parece, paradójicamente, llena de gente que se escucha.

Los hombres que venden libros de mesa en mesa, convenimos, venden, seguramente más ejemplares que nosotros.

Rumbo a Oaxaca, con Brenda Ríos, tengo mi primera “conversación de mujeres” en México. Quién me hubiera dicho a mí que ponerme a escribir poesía me iba a hermanar de esta manera con mi género. Mi poesía tiene un componente marcadamente femenino. (Hubo un tiempo en que renegaba de la literatura considerada “femenina”. Pensaba que los textos no tenían género. Dejé de creerlo. No recuerdo cuándo. Creo que fue cuando leí a Clarice Lispector.)

Me alegro de acercarme a las mujeres porque siempre encuentro entre ellas a personas generosas, ordenadas, en busca de algo. Siempre en busca, como Brenda, como yo. En busca de qué, poco importa. Me basta saber que tiene que ver con el orden de la verdad.

Oaxaca

Tardé 35 años en llegar a este país. No sé qué hubiera pasado si llego aquí a los veinte. Por fuerza tiene que alterarlo todo el vivir en medio de este exceso, de este desborde. Del mismo modo que me cambiaron para siempre mis años en España.

Pero llego a este lugar cuando entendí que el espacio corresponde de algún modo a un estado emocional. Ya soy un adulto, y tomo del espacio lo que me sirve. ¿Qué es lo que me sirve? Todo lo que responda al impulso de la escritura.

Leo en el Laberinto de la soledad de Paz:

Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de los difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte si no me importa la vida?

Puedo imaginar Monte Albán en su apogeo, mucho más fácilmente que Mitla en su apogeo, que Teotihuacán en su apogeo. Que Palenque, no. Palenque parece siempre en su apogeo. Es como cuando te dicen: la Alhambra es la decadencia de Al-Andalus. Y uno se queda mirando, asombrado. Nunca una ruina o un palacio abandonado tuvieron tanto esplendor.

Me gustaría haber leído algo de Tryno Maldonado cuando me encuentro con él, pero la realidad es que no lo he hecho. Le llevo un ejemplar de mi libro de poemas. ¿Cómo explicar que, contra todo pronóstico, apenas he vuelto a escribir narrativa?

Tryno: un tipo tímido, exitoso. Uno que llegó desde de la periferia y está orgulloso de eso. Probablemente quien más sabe de mezcal de quienes he conocido en este viaje. No habría encontrado la Mezcaloteca de Oaxaca sin él. Le debo los mejores mezcales que he probado en mi vida. Y haber visto a Toledo a la prudente distancia de un metro.

Cholula, la pirámide y la iglesia.

Cholula, la pirámide y la iglesia.

Centro-periferia, blancos-indios. Clasismo. En un país como México el peronismo adquiere toda su dimensión. Me avergüenza pasar a una sala VIP para subirme a un autobús de lujo, pero los mexicanos parecen tener la cosa completamente naturalizada.

En el transporte público del D.F. el paisaje es claro: la clase trabajadora va en metro, los ricos usan sus autos. Basta observar un poco. Brenda Ríos me dice: “Es difícil ser mujer y mestiza en este país”. Tal vez por eso Frida Kahlo, cuando se puso el traje de tehuana, tuvo una iluminación.

Oaxaca

El museo requiere de una preparación física. Ver museos agota más que las caminatas. Si los ves como yo, con una libreta en la mano, ningún museo mexicano puede despacharse en menos de tres horas. Por eso voy sola. No quiero someter a nadie al tormento de ver museos conmigo.

Para ver museos así hace falta gimnasia y elongación, pero por suerte a una cuadra del hostal está el gimnasio Maverick. Los bodybuilders tienen aspecto de pasar ahí toda la noche: a las 20 están los mismos que a las siete de la mañana.

“No azotar las máquinas”, reza un letrero en la pared. Yo salgo a ducharme para ver el tesoro de la tumba 7 en el convento de Santo Domingo.

El tour a Mitla no quiere detenerse más de media hora en las ruinas.

Una pareja de veracruzanos se queja:

—Prefiero ver las ruinas que ir a comer —dice la mujer.

El hombre asiente. Nos quedamos juntos; más tarde me cuentan que viven en Guatemala. Que tienen miedo todo el tiempo.

Tomamos un taxi de motocicleta para ir al restaurante a reencontrar al grupo.

—Nunca les dejan ver Mitla como corresponde —dice el taxista.

—¿Por qué no hay guías locales? —pregunto.

—Porque no nos dejan —dice el hombre—. Porque es todo una mafia, un negocio. Esos guías no saben nada, son ignorantes. Y ninguno es de Mitla.

En el viaje de vuelta la mujer me cuenta que su madre nunca quiso armar un altar de muertos.

—Le parecía macabro y vulgar —me cuenta—. Pero este año, en el cuarto aniversario de su muerte, yo armé un altar para ella, y sentí que la tenía más cerca.

Me pregunto qué pensaría la difunta si se enterara de la afrenta.

Oaxaca

Soñé que iba a encontrarme con Brenda en la estación Taxqueña, pero no la veía. Entonces preguntaba a alguien que yo creía que la conocía. Me señalaba a una chica rubia.

—Esa es Brenda —me decía.

—No es —decía yo—. La conozco, no es así.

—Pero sí —me insistía el hombre.

Yo pensaba: ¿en verdad podemos hacernos una idea tan equivocada acerca del otro?

D.F.

De paseo con Carlos Nóhpal, me señala el Claustro de Sor Juana.

—Ahí se volvió loca Juana —dice—. Allí vivió.

Yo pienso que debe seguir queriendo montar su obra sobre sor Juana, aquella que ganó el premio de dramaturgia. Y de repente, pienso que la obra sería un éxito si un hombre representara a sor Juana. Un actor hombre debería prestarle a Juana sus atributos masculinos. Y ahora que lo escribo, hasta suena como un acto de justicia.

Ninguna ruina me ha hecho estremecer nunca como las pirámides hundidas del Museo del Templo Mayor. Cómo no va a ser excesivo un pueblo que vive encima de ese pasado en su pleno centro.

Pienso que la obra sería un éxito si un hombre representara a sor Juana. Un actor hombre debería prestarle a Juana sus atributos masculinos. Y ahora que lo escribo, hasta suena como un acto de justicia.

A veces, en la noche, chateo con Rafael Toriz. Le digo que es mi Cicerone en este viaje, papel que siempre le fascina. Le digo que su país es demasiado todo, que tal potencia puede transformar a cualquiera, que no quiero volver. “Acá son mezquinos”, me dice, “los argentinos están enfermos de sus pequeñas muertes de clase media”.

Juan Patricio Riveroll es de esos poquísimos ejemplos de belleza masculina ante la que se rinden hombres y mujeres. Director de dos películas, todo indicaría que su deseo es más literario que cinematográfico. Porque lo que él considera la superficie —creo— es en realidad el fondo. Tal vez, como le gustaba citar a Josep Pla, sí sea cierto que lo más profundo de un hombre está en su superficie.

Puebla

En Tonanzintla, Gabriela Puente señala el campanario y le dice a Brenda:

—Hazle ojitos a los que están ahí arriba, a ver si nos dejan subir.

-Sí, para que nos violen —digo yo.

Los hombres del campanario ni nos miran: siguen tomando cerveza.

—Se van a caer, por borrachos —digo yo.

Gabriela se ríe y se toma un trago del anís con fernet que le preparó su padre para la atroz resaca que lleva encima.

Un niño de rulos dorados pasa corriendo.

—Mira, un querubín —dice Brenda.

—A juzgar por los padres, a ése se lo cambiaron por su hijo de verdad en el hospital —dice Gabriela.

—A lo mejor es un gen recesivo —digo yo.

Nos reímos y entramos en la Iglesia.

Puebla

Si yo fuera hombre, querría tener las manos de mujer de Federico Vite.

D.F.

A juzgar por sus fotos a lo Isabel Sarli, Dolores Olmedo debía creerse una sex symbol indiscutida.

D.F. (Coyoacán)

El pintor, el dueño de la técnica y el arte, era Diego. Pero Frida fue la mujer que miró al pasado y al futuro al mismo tiempo.

D.F.

Mujer que sabe latín, ni encuentra marido ni tiene buen fin. ®

—Dedico estas páginas a quienes acompañaron mi estadía en México: a Brenda Ríos, a Lobsang Castañeda, a Carlos Nóhpal, a Daniela, a Abraham, a Federico Vite y al Kamarada, a Tryno Maldonado, a JP Riveroll, a Gabriela Puente y a Sandra, a Isabel, a Mariana, a Leo. A Jorge Posada. Y a los que siguieron el viaje en la distancia: a Rafael Toriz, a Alix, a Dalí Corona, a Lorena Méndez, a Martín Cagide. A todos ellos, gracias por las recomendaciones y los cuidados.

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Marzo 2014

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