Mickey Rourke: Otra música

La cara destrozada y el alma en pedazos

¿Por qué la necesidad de afearse, de fracasar, de ser otro, de desechar lo conocido para volver a empezar en otra parte? Vuelvo a atender a la naturaleza religiosa del conflicto: parece existir, allí, en ese gesto, una cierta necesidad de purificación.

MIckey Rourke en "El luchador".

MIckey Rourke en «El luchador».

En 1990 Mickey Rourke abandonó Hollywood para dedicarse al boxeo. Aunque ya se había dedicado antes, quería volver. Rechazó papeles en películas como Pelotón, Rain Man o Pulp fiction. Mandó todo a la mierda, incluso su inteligencia, y se fue a vivir como un oso blanco, lejos de las cámaras, los directores y los actores de cine.

Recuerdo a Rourke frente a la cámara dejando una estela de indiscutible belleza. Recuerdo a Rourke en Nueve semanas y media entre la dulzura y el maltrato, una especie de violento contenido con una cara imposible de olvidar, como dicen finalmente que era en la vida real. Y lo recuerdo por uno de sus papeles menos mencionados: el de San Francisco de Asís en la película de Liliana Cavani.

Desde hace un tiempo pienso en Rourke un poco como en Francesco. Al fin y al cabo lo tenía todo, y lo dejó todo. Volvió de la aventura con la cara destrozada y el alma en pedazos —aunque todo indica que, dada su historia, la tenía rota desde mucho antes—. Francesco, que no volvió nunca, quedó marcado para siempre con los estigmas de Cristo.

¿Qué quiso purgar Rourke en este gesto ampuloso, autodestructivo, radical? ¿Por qué no quiso ser un actor de Hollywood y envejecer como Brad Pitt? Me pregunto esto hoy. También me lo pregunto de este modo: ¿Qué nos hace querer destruir aquello que todos envidian?

Desde hace un tiempo pienso en Rourke un poco como en Francesco. Al fin y al cabo lo tenía todo, y lo dejó todo. Volvió de la aventura con la cara destrozada y el alma en pedazos —aunque todo indica que, dada su historia, la tenía rota desde mucho antes—.

Muchos dirán que la respuesta está en la infancia. Rourke, sin ir más lejos, vivió una infancia signada por un clima de pobreza y violencia que lo marcaron para siempre. Rourke estaba quebrado, es cierto, ¿pero acaso no estamos todos quebrados, en uno u otro sentido? A veces las representaciones de la niñez desvían nuestro pensamiento. Con el mismo material pueden hacerse cosas muy diferentes. Algunos decidimos ser Rourke y renunciar a nuestro éxito; otros deciden ser Hugh Hefner y levantar el imperio de la voluntad de una vez y para siempre.

Quizá no deberíamos confundirnos: Rourke no retrocedió en sus decisiones. Si vemos el devenir de sus días hasta ahora la realidad es que saca fuerzas de flaqueza para cualquier cosa. Nos pareció una hazaña loable verlo en El luchador. Quizá hasta nos parece increíble que siga vivo cuando él mismo ha manifestado abiertamente su deseo de morir.

Hay personas que, mientras oyen sonar algo, escuchan otra música.

¿Por qué la necesidad de afearse, de fracasar, de ser otro, de desechar lo conocido para volver a empezar en otra parte? Vuelvo a atender a la naturaleza religiosa del conflicto: parece existir, allí, en ese gesto, una cierta necesidad de purificación.

Este mundo nos dice todo el tiempo, constantemente, cuán importante es estar limpio. Limpio de enfermedades, pero también desintoxicado, depurado, exfoliado. No beber, no fumar, no usar drogas, mantenerse en forma. El siglo XXI remarca una notable necesidad de purga. Por eso lo desgrasamos todo. Y por eso el gesto de Rourke nos resulta aún más monstruoso: su purificación es de otro siglo. Está más cerca de la mendicidad de Francisco de Asís que de los postulados new age.

Dejo este texto por un momento. Voy a mi biblioteca. Me resulta difícil pero al final lo encuentro. Tengo apenas la idea de haberle leído a Luis Cardoza y Aragón un párrafo brillante en un ensayo todavía más brillante. Pero lo encuentro: “Con qué placer cuido mi cuerpo moreno y dorado, más sonoro y firme que el ébano […]. Delirio de mi salud; mi salud rebosante empezó a torturarme como una enfermedad. Necesitaba dilapidarla. Ni la acción, ni la mujer; ni el vino, no me dieron aquel íntimo placer continuado. No fue simple deseo, sino menester de gastar mi fuerza, de tirarla a manos abiertas, de destruirla… La vida transparente ya no me embriagaba. Era un desequilibrio estar colmado de vigor, de entusiasmo, de alegría. Y me agoté con la dulce lima de la mujer y de la droga: relámpago de una espada”.

El ensayo se llama Elogio de la embriaguez. Pienso en estas palabras que para mí tienen el brillo de los rubíes o las esmeraldas. “Mi salud empezó a torturarme como una enfermedad”.

Hay algo épico y bello en la decisión de Rourke de darse un baño de humildad —en sus propias palabras en más de una ocasión—, en dejar un ámbito donde reinaba para ir a otro donde sería un simple aprendiz.

Hay algo temible por su fuerza en el gesto de borrar de una vez el éxito, en la tremenda decisión de dejar a un lado lo mejor, de desviar el camino recto y no volver a él más que tullido. Hay algo épico y bello en la decisión de Rourke de darse un baño de humildad —en sus propias palabras en más de una ocasión—, en dejar un ámbito donde reinaba para ir a otro donde sería un simple aprendiz. Porque lo que se esconde detrás es una persona en el mundo, una sola, ejerciendo su libertad.

Nueve semanas y media es una película muy tonta, llena de clichés sexuales y de escenas demodés. Pero hay un momento que da a entender que quien la hizo no carecía de sensibilidad. Es aquel en que Kim Bassinger va a visitar al pintor para recordarle que tiene la inauguración en la galería donde ella trabaja, y él mira un pez que acaba de pescar y que sujeta entre sus manos y le confiesa que ni siquiera recuerda qué día es hoy.

Rourke atendió al subtexto de esa película. Desechó al galán y se quedó con el viejo que mira el pez. Necesidad de desviar lo obvio, de romper, de tirar la fuerza a manos abiertas, para encontrarnos quizá a nosotros mismos, no en lo que sigue, sino simplemente en el gesto. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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