Moshi moshi?

El mito del sushi japonés

Para nadie es un misterio que Japón es una isla que ocupa el lugar 21 entre las 36 economías más poderosas del planeta, en donde supuestamente se come sushi, se idolatra el manga, en donde la tasa mundial de suicidios es de las más altas del mundo y en donde supuestamente todo tiene una connotación sexual.

Me fui a la cama —26 de febrero de 2010— justo cuando en la televisión transmitían imágenes en vivo desde la prefectura de Miyagi; intentaban construir la narración de la que ha sido una de las catástrofes más complejas en la historia moderna: de tsunami a terremoto a emergencia radiológica.

Poco antes de las seis de la mañana del día siguiente me notificaban que había sido nombrado jefe de la Misión Humanitaria de Búsqueda y Rescate que enviaría el gobierno mexicano a petición del japonés para ayudar en la atención de la emergencia. Fue así como se inició mi aventura.

En otra ocasión compartiré con ustedes lo que significa la atención de una emergencia de tal calibre, pero por ahora permítanme algunas libertades narrativas.

Para nadie es un misterio que Japón es una isla que ocupa el lugar 21 entre las 36 economías más poderosas del planeta, en donde supuestamente se come sushi, se idolatra el manga, en donde la tasa mundial de suicidios es de las más altas del mundo y en donde supuestamente todo tiene una connotación sexual.

Nada más lejos de la realidad: ni comen sushi, ni andan vestidos como personajes de comic, ni hay japoneses tirándose de las ventanas de los rascacielos más altos cada cinco minutos y en donde el sexo es lo que es: sólo sexo.

Después de algunos días de haber estado en la zona caliente de la emergencia fuimos trasladados a Tokio en espera de un avión que pudiera sacarnos del territorio japonés. Los pocos días que viví ahí los dediqué a caminar y caminar, entre queriendo conocer y disminuir el estrés que me provocaba la emergencia radiológica y el ya avanzado desabastecimiento de bienes. Solo había de dos: o caminaba o abordaba el Metro, ya que las pocas bicicletas que había en renta ya estaban siendo utilizadas como un perfecto sustituto del automóvil. Recordemos que había escasez, especialmente de gasolina. Así que decidí hacer uso del conocimiento que sólo los chilangos tenemos cuando se es un pasajero frecuente o furtivo del Sistema Colectivo Metro, con una pequeña diferencia: yo no sabía a dónde ir.

El único dato con que contaba es que me encontraba hospedado en un hotel del distrito de Jimbocho, el lugar de los libros viejos, ya sin mi traductor oficial ni mi guía. El equipo decidió pedir pizzas o jugar cartas o de plano surfear por la red en búsqueda de alguna buena noticia, yo no podía con el encierro y salí a caminar.

En la estación del Metro me di cuenta de que todo ciudadano japonés camina por la izquierda, así que me vi en la necesidad de integrarme al grupo que bajaba las escaleras; de otra forma es normal que te lleves uno que otro codazo o empellón accidental o de mala fe y no puedes reclamar. Me acerqué a la taquilla, que es más bien una maquina de self service, inserté unos yenes y me proporcionó un boleto que supuestamente me daba el derecho de viajar en el Metro. Pero, cuidado, cada viaje tiene un precio distinto y el boleto es necesario presentarlo en el torniquete de destino para poder salir; si no, tienes que pagar la diferencia.

Recuerdo haberme sentado en un restaurante a comer onigiris —sin pudor: era lo más barato y el presupuesto era poco—, y los había de todos sabores: de erizo, pulpo, atún fresco, pez globo, pepino de mar, res y avellanas —sí, de avellanas en almíbar.

Mi primer viaje en Metro fue a la estación de Sugamo —todavía tengo mi mapa— en donde, a sugerencia de un policía bien intencionado, aborde la línea Yamanote, que, si mal no recuerdo, es la única línea elevada —algo así como la línea dos del Metro que sale en Tlalpan—, lo cual le da al visitante la posibilidad de recorrer y observar prácticamente todo Tokio. La experiencia fue sorprendente: no hay vendedores, todo está limpio, los asientos para mujeres, mujeres embarazadas, niños y ancianos se respetan, y todavía recuerdo cómo una voz femenina va dictando los nombres de las próximas estaciones.

Tres detalles encantadores: primero, de vez en vez los japoneses se ensucian los zapatos ya sea por la nieve o por el lodo en algunas zonas cercanas al mar, y para mantener limpios los vagones y los andenes hay unos pequeños nichos con llaves de agua mezclada con aire y un cepillo de cerdas duras en un balde con agarraderas de madera —que nadie se roba— para que el ciudadano haga lo propio; segundo, todo el Metro es zona WiFi gratuito; tercero, los japoneses parecen salidos de las revistas Vogue o GQ, siempre a la última moda, distinguidos y atentos a sus teléfonos celulares —tan sofisticados que mi BlackBerry me hacía sentir absurdamente mal. Debo de reconocer que en una tienda de curiosidades quise comprar alguna aplicación o gadget para mi teléfono, y el encargado se rió de mí. Salí muy frustrado.

Por las ventanas Tokio luce muy distinta a como se nos presenta en las películas de Godzilla: puede ser tan desafiante como Nueva York o tan encantadora como París. Es una ciudad vertical, plagada de edificios modernos, jardines, pagodas, edificios muy delgados, casas impactantes o muy pequeñitas, pero todo es como una sinfonía, perfectamente sincronizado. Veía en una revista de circulación gratuita entre gaijins —extranjeros— que con dos millones de pesos podía adquirir un estudio de 16 metros cuadrados en una zona no muy residencial, o que por nueve mil dólares podía rentar un bonito apartamento de 35 metros cuadrados en Ginza, la zona más cara y lujosa de la ciudad. Detalle: todo departamento o estudio, por más pequeño que sea, tiene un balcón.

La ciudad es preciosa y cada manzana tiene arterias internas o callejones en donde, si a uno le gusta perderse, se pueden encontrar tiendas sorprendentes de libros, shinai o espadas de bambú para practicar kendo, o mi más grato descubrimiento: unas tiendas pequeñitas —preciosas, eso sí— en donde vendían los míticos kimonos, lienzos de seda vaporosa que sólo se movían por el aire que entraba al abrir la puerta. Grullas, peces, flores, mares, árboles y un sinfín de imágenes finamente estampadas me obligaron a observar atónito por mucho tiempo los aparadores de estas tienditas que todavía recuerdo con gran nitidez.

Justo en estos callejones uno puede encontrar maquinitas expendedoras de todo lo que uno pueda imaginarse, especialmente aquellas en donde venden café enlatado caliente —sí, leyó usted bien: café caliente enlatado y perfectamente endulzado—, o refrescos fríos de diversos y muy raros sabores, como mi favorito, el de rábano. ¿Usted quería comer sushi en Tokio para cerciorarse si el sabor es igual o mejor que el de México? Sorpresa: el sushi es una invención estadounidense que nadie conoce en la tierra del sol naciente; eso sí, si aquí en México algún día probó un triángulo de arroz con algas relleno de algo extraño, siéntase orgulloso pues comió un auténtico platillo japonés de nombre onigiri u omusubi; mi favorito: el de chamoy.

Recuerdo haberme sentado en un restaurante a comer onigiris —sin pudor: era lo más barato y el presupuesto era poco—, y los había de todos sabores: de erizo, pulpo, atún fresco, pez globo, pepino de mar, res y avellanas —sí, de avellanas en almíbar.

¿Le doy un tip? La próxima vez que le sirvan esa masa verde enchilosa que sabe a rayos —wasabi—, mézclela con soya y agréguela a su platillo y acuérdese que yo le di ese tip. ¿Podría usted creer que la repostería japonesa es tan delicada y sofisticada como la parisina o la alemana? Sorpréndase: el mejor pan relleno de chocolate que he probado en el mundo lo probé en una pastelería en las afueras de la estación del metro Ginza.

Como era una época difícil para Japón, los lugares con un alto contenido espiritual estaban atiborrados de ciudadanos que prendían mazos enormes de incienso y escribían sus deseos en papelitos muy blancos que después doblaban como una tira perfecta y que anudaban a algunos arbolitos secos.

Senso-ji fue el templo o matsuri que me dio la bienvenida en mi estresante aventura. Las lámparas de papel gigantescas y el ir y venir de los rickshaws o carruajes jalados por un solo hombre con el típico sombrero de pagoda hecho de arroz me hacían sentirme, ahora sí, en un escenario digno de un manga.

Podría seguir escribiendo horas y horas todo lo que viví en Japón, pero deseo compartir una última vivencia: mi visita a la Residencia Imperial en el distrito de Chiyoda. Así es, visité la casa del Dios Viviente, la casa del Emperador de Japón. El silencio era ya de por sí impactante en un castillo que se encuentra justo en el centro de las avenidas más transitadas de la ciudad, rodeado por fosos y cerezos de un rosa en bulbo espectacular. Semanas después, pese a todo, se celebró el día del Hanami o el arte de observar la belleza de las flores. ®

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Publicado en: Destacados, Noviembre 2012, Oriente vs Occidente

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