Omnis Amans Militat (Todo amante es un soldado)

Desde Montevideo, tierra de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont

A propósito del dossier de Replicante dedicado al amor y otros sentimientos, nuestra columnista recurre a la lectura de un clásico de Ovidio y a su propia experiencia para ofrecernos algunas pistas en caso de enamoramiento de hospital.

Venus del espejo, Diego Velázquez

El holograma de Ovidio, con sus más que atendibles consejos en materia de desamor, se plantó frente a mí cuando leí el tema central de Replicante de febrero: “El amor, el odio y otros sentimientos”. Entonces recordé un añoso texto perdido por mis cajones que se centra precisamente en (la excusa disparadora de) este subversivo poeta latino, caído en desgracia por su afición literaria a la seducción y el erotismo. Seguramente para tratar de congraciarse nuevamente con el emperador y poder volver a Roma —algo que nunca ocurrió, pues el pobre murió en el exilio— fue que escribió su Remedium Amoris… lo que no puede faltar en la bolsa de la dama o la cartera del caballero, aunque hayan pasado como dos mil años.

Otros dos numeritos de aquel viejo proyecto de columna que tuve, Desde el barril, se publicaron aquí en El otro monte: Esconderse/Revelarse y Elogio de la luz. Este texto es el último de la colección.

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En un pequeño manual con el que trató de contener el escandaloso recibimiento que su más famoso libro, El arte de amar, tuviera en la Roma de Augusto (y que, como todo cuadro fidedigno de las costumbres de la época, termina siempre valiéndole al autor algún tipo de escarmiento, en este caso el destierro), Publio Ovidio Nasón, poeta ingenioso y preceptor del amor lascivo, compadecido de quienes sufren a causa de amores despechados, dijo así:

Si se está obligado a permanecer en Roma, diversos remedios pueden ser buenos: 1) pensar continuamente en los defectos de la amiga… Todo cuanto puedas, desfigura las cualidades de tu querida, y engaña por este medio tu juicio. Llámala gordinflona, si es fornida; negra, si es morena. A la de fino talle, puede achacársele la falta de que es seca. Ten por petulante a la que es cumplida, y por pusilánime a la que sea modesta… Bueno será también que la sorprendas, por la mañana, en su alcoba o en el tocador, cuando todavía no está arreglada y en disposición de agradar.¹

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Hoy en día, el recurso que me parece más remarcable es precisamente el citado arriba: convencerse, necedad mediante, de los múltiples defectos de nuestro provocador de desvelos. No hay forma de perder con este método.

Reafirmemos que en la desesperada lucha por recobrar los estribos cuando de asuntos del corazón se trata se debería recurrir a todo; incluso y muy especialmente a este práctico compendio con que Ovidio nos ampara a las generaciones posteriores. Los Remedios para el amor conforman con mucho decoro —hasta para los que nos bamboleamos con un pie sobre el mismísimo siglo veintiuno²— un verdadero manual de primeros auxilios contra las quemaduras del amor desafortunado.

Hoy en día, el recurso que me parece más remarcable es precisamente el citado arriba: convencerse, necedad mediante, de los múltiples defectos de nuestro provocador de desvelos. No hay forma de perder con este método (excepto, claro está, topándonos por azar con nuestro objeto de deseo frente a frente: por algún motivo, esa imprevista circunstancia tira abajo cualquier estrategia militar hasta el cansancio bosquejada).

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Sería lógico suponer que cada vez que nos encontremos enredados entre los hilos de una pasión desafortunada (o que sabemos que irremediablemente nos llevará al infortunio, lo cual, para el caso, es lo mismo) vamos a intentar buscar, si somos razonables, el modo de apartarnos de ella y de olvidar a esa persona. Lamentablemente, nunca somos razonables: casi ninguno termina con sus pasiones sino hasta que se ha convertido en un maltrecho ciudadano, presto candidato para la lectura de Ovidio (el suicidio sería demasiado pedir después de cierta edad). En el fondo, sentimos un cierto regodeo en el sufrimiento amoroso, una deliciosa herida que nos hace sentir vivos y a la que muchas personas no están dispuestas a renunciar bajo ningún concepto.

Este inconsciente manifiesto de principios se da con mayor frecuencia, como es de suponer, durante la primera juventud. Después, por desgracia, nos volvemos más prácticos y tontos.

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Una vez, cuando tenía diecisiete o dieciocho años apenas, me encontré en una playa perdida con un sujeto que años atrás había sido mi amor platónico, mi muso inspirador, mis ruborizadas taquicardias de la Prepa, mi tabula rasa para toda clase de fantasías románticas. El mar rugía, frenético; las palmeras se doblaban con la brisa tropical; la laguna ocultaba hambrientos cocodrilos; las tortugas gigantes parían huevos en la orilla; las hamacas hacían un desesperante ruidito como de paso del tiempo. En fin: haré corta la historia. Volvimos a la ciudad en el mismo autobús; era de noche y teníamos como ocho horas por delante. Toda una jornada laboral, digamos, pero de besos y manoseos varios.

Me agarré un insomnio que todavía hoy, de vez en cuando, me aparece.

Estaba frita y lo sabía. Pese a que esa conciencia de fiera acorralada era inédita para mí, me daba cuenta perfectamente de que había quedado en las manos de ese hombre: perdida para mí misma, por los siglos de los siglos.

Él, sin embargo, durmió durante un rato. A mí me subían y bajaban las endorfinas, adrenalinas, feniletilaminas y otras pócimas que mi metabolismo ya no registra ni remotamente. A través de la ventanilla vagué con la mirada por el paisaje buscando un tiempo de reacción: que el alma me aterrizara en el cuerpo, o al revés. A mi lado dormía el hombre más misterioso, más peligroso, más inolvidable, más terrorífico de la tierra, creía yo. De pronto, empecé a sospechar que mi libertad y mi vida misma estaban bajo una amenaza desconocida a causa de ese individuo. Que había contraído una enfermedad mortal, un mal que emanaba de su cara y de su cuerpo, y en la que ya mi voluntad no intervenía en lo más mínimo.

Estaba frita y lo sabía. Pese a que esa conciencia de fiera acorralada era inédita para mí, me daba cuenta perfectamente de que había quedado en las manos de ese hombre: perdida para mí misma, por los siglos de los siglos.

Entonces algo sucedió.

El misterioso, peligroso, inolvidable y terrorífico amante empezó a roncar. Ahí, en el autobús, cada vez más fuerte.

Yo seguía mirando para afuera por la ventanilla. Algo —quizás el fantasma de Ovidio— me advirtió en mi interior que, si yo lo miraba en aquel momento, si yo lograba presenciar con mis propios ojos la caricaturesca escena en la que mi bello durmiente gruñía a sus anchas con la boca abierta, ya sin ningún misterio (porque hasta las amígdalas se le exhibían impúdicamente),quedaría curada para siempre de su embrujo. Volvería a ser libre, lo vería como a un hombre ordinario, regresaría a mi propio ser como si aquel encuentro jamás hubiese sucedido.

* * *

Pero yo, por supuesto, no lo quise ver así, desarmado y humano, roncando como un patán cualquiera. Me quedé insomne y aterrada, mirando por la ventanilla de aquel autobús. Porque Ovidio será un sabio, ciertamente, pero los remedios solo sirven para aquellos que han sufrido hasta el fondo las enfermedades. ®

Notas
1 Cita tomada de Los remedios contra el amor (Remedium Amoris), Publio Ovidio Nasón, año 2 o 3 de nuestra era.
2 El artículo fue escrito originalmente en 1997.

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Publicado en: El otro monte, Febrero 2012

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  1. Lo bueno es que, con la receta de Ovidio, no hace falta esconderse ni huir: con defenestrar interiormente alcanza, ja ja!
    Aunque, para ser justa con Borges, debo confesar que ANTES de este consejo él recomienda irse de Roma, poner tierra de por medio. Este consejo es en caso de que uno se vea obligado a permanecer en Roma (es decir, en el mismo país, el mismo trabajo, el Facebook, etc) ;-)

  2. Grandioso Onetto. Me encanta este de Ovidio, es hilarante.

    Muy cierta la receta -con tono de secreto quitamanchas y todo!- a la hora de desenamorarse. Es un paso más allá de El Amenazado de Borges: deberé esconderme o huir.

    Aunque lo que me preocupa es que, según el revés de su hipótesis, uno debería aconsejar consultante, desesperado, por el fin de la pasión: «tengo el remedio para vos, conviértete en ciego sordo y mudo a los defectos de tu amada». Funcionaría, siempre y en todo caso, rogando que funcione el músculo de la autosugestión y que el otro, también sea más ciego que un topo.

    saludos ;)

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