Palazo de la justicia

¿Debe el Ejército colombiano pedir perdón?

El Ejército Nacional, el mismo que salvó al país del golpe de Estado que querían propiciar unas guerrillas delirantes que entraron a sangre y fuego al viejo palacio de la justicia, tendrá que organizar un acto de desagravio por la forma “criminal” de su proceder en aquella infausta situación.

En medio de la indignación y el subsiguiente desconcierto provocado por el fallo del Tribunal Superior de Bogotá contra el coronel Plazas Vega, no dejo de preguntarme: ¿qué puede haber, más allá de la experticia y de las técnicas procesales, a todas luces violadas por la mayoría del tribunal, que nos permita o nos ayude a comprender, no justificar, la actitud de los dos magistrados que nos sorprendieron con un fallo injusto, además, premiado con dos “ñapas” [propinas] extrajuicio: enviar al expresidente Belisario Betancur a la Corte Penal Internacional y humillar al Ejército Nacional al obligarlo a pedir perdón en acto especial en la Plaza de Bolívar, uno de los espacios simbólicos de la institucionalidad más apreciado por los colombianos?

Mientras buscaba la respuesta a esta inquietud, por mi mente tomó de nuevo cuerpo la visita protocolar realizada por los exjefes del M-19, Gustavo Petro, hoy alcalde de Bogotá, y Antonio Navarro, su secretario de Gobierno y exmiembro del Comando central del M-19 en la época de la cruenta toma del Palacio de Justicia. La visita tuvo lugar unos días antes de que se produjera el fallo, pero el contenido de éste ya se sabía por una filtración hecha por el diario El Tiempo. ¡Grotesca coincidencia! Nunca antes un alcalde de la capital había hecho ese tipo de gestos protocolares con los altos magistrados. Lo que quedará en la memoria y en la retina de los que no damos crédito a las insolencias, es que, mientras los victimarios de la Justicia, aquella de 1985 sí ejemplar y majestuosa, se pasean mondos y lirondos por el nuevo Palacio de Justicia y se dan la mano e intercambian abrazos y sonrisas con los togados de hoy, parcializados, politizados y desvendados; por otro lado, la institución más querida y respetada del país, según encuestas lejanas y recientes, el Ejército Nacional, el mismo que salvó al país del golpe (putsch) de Estado que querían propiciar unas guerrillas delirantes que entraron a sangre y fuego al viejo palacio de la justicia, tendrá que organizar un acto de desagravio por la forma “criminal” de su proceder en aquella infausta situación.

No es de ahora sino de hace buen tiempo que sostengo que un sector de la academia y de los intelectuales, de los generadores de opinión y de la izquierda, pretenden explicar los problemas de violencia política del país en términos de una narrativa simple y burda en el contexto de un pensamiento determinista, historicista y mecanicista.

Pero, tornemos a la pregunta inicial, busquemos la o las razones del extravío en que anda sumida la justicia colombiana, o por lo menos algunos de sus magistrados. No es de ahora sino de hace buen tiempo que sostengo que un sector de la academia y de los intelectuales, de los generadores de opinión y de la izquierda, pretenden explicar los problemas de violencia política del país en términos de una narrativa simple y burda en el contexto de un pensamiento determinista, historicista y mecanicista. Las características sobresalientes de esa forma de ver y explicar las cosas son las siguientes.

En primer lugar, y según ellos, la lucha armada revolucionaria es el producto lógico de la reacción de amplios sectores de las “masas populares” contra un régimen opresivo, una democracia de fachada y unas desigualdades sin par en el mundo. Se omite cualquier referencia al papel de la Guerra Fría, a la manera como los centros revolucionarios de los años sesenta, La Habana, Moscú y Pekín diseminaban su influencia por el mundo y ponían en juego sus proyectos de revolución y de lucha antimperialista. De lo anterior se deduce que la lucha armada tiene raíces sociales, las guerrillas representan a sectores populares oprimidos y desvalidos y sus objetivos son altruistas. De tal suerte que su accionar militar es justo, legítimo, libertario y hasta humanitario. Su guerra tiene una aureola de martirio, heroísmo, sacrificio y respetabilidad innata. Su enemigo, la oligarquía y su ejército títere, apoyados por el imperialismo yanqui, defienden la injusticia y su guerra es, por tanto, una guerra sucia y el Estado es un Estado criminal y terrorista.

De tales premisas se desprende la lógica de Comisiones de juristas y de todos los que siguen creyendo que hay un marxismo bueno, una violencia justificada y unas guerrillas altruistas e inimputables, según la cual en Colombia se dio el mismo fenómeno que afectó a los países del Cono Sur: guerra sucia adelantada por el Estado contra el pueblo y sus movimientos sociales y partidistas. La guerra sucia o terrorismo de Estado como política expresa de éste. De ahí que allá como acá se justifiquen tribunales de la verdad, penas contra gobernantes, cárcel para agentes de la Fuerza Pública y amnistías e indultos para los guerrilleros justicieros. Se trata de una narrativa que supone que la reconciliación y la paz devienen siempre y cuando haya acto de contrición de parte del Estado. Una lógica ilógica en cuanto conduce a la inversión de la culpa, de la responsabilidad y a creer que en este conflicto armado se enfrentan unos “malos” contra unos “buenos”.

Ya entenderán, amables lectores, por qué en los hechos del Palacio de Justicia, en el que hubo un enfrentamiento entre dos cuerpos armados, uno que representaba la institucionalidad y otro la revolución putchista, tiene que haber un culpable de los crímenes cometidos, si no puede ser la guerrilla, porque el DIH no los obliga ni lo cubre, entonces, dos por dos son uno, es el Estado.

En efecto, es lo que dicen los postulados del Colectivo que está detrás de los grandes procesos judiciales contra gobernantes y jefes del Ejército colombiano, el mismo que aculilla a los jueces y magistrados con despliegue de mítines y campañas publicitarias intimidantes; veamos: “Frente a un levantamiento en armas por parte de grupos que reclaman cambios fundamentales en las estructuras económicas, sociales y políticas, para satisfacer en niveles básicos las necesidades elementales de la población, un Estado tiene dos alternativas: un tratamiento político negociado para buscar soluciones a los reclamos justos, o un tratamiento militar para exterminar la rebelión. La opción fundamental del Estado colombiano ha sido claramente la segunda”(p. 21. Véase el texto completo, documento distribuido en la red). Nótese como a partir de razonamientos de este tipo se invisibiliza a las guerrillas, se omite hacer alusión a su responsabilidad en los crímenes de guerra. Y sigue: “Pero otro eje de no menor importancia ha sido el tomar a la población civil como blanco fundamental de la lucha contrainsurgente… si bien la Estrategia Paramilitar, así como la Estrategia de Culpabilizar a la Poblacion Civil para Reprimirla Indiscriminadamente, son estrategias agenciadas en directo por las fuerzas armadas y los organismos de seguridad del Estado…”, y siguen con estas perlas que hacen pasar por verdades sociológicas, históricas y jurídicas: “En cuanto a los MÉTODOS utilizados por el Estado como actor violento, éstos podrían enumerarse de una manera muy simple: acusaciones falsas, detenciones arbitrarias, montajes judiciales, juicios injustos, torturas, desapariciones forzadas, asesinatos individuales y colectivos, desplazamiento forzado de poblaciones, destrucción de bienes de subsistencia, bombardeos indiscriminados, amenazas, atentados y violencia sexual” [p. 25]. En artículo reciente [véase “El cinismo moral del colectivo” en ventanaabierta 2011] expresé y ahora reafirmo: “La narrativa conduce en sana lógica a ubicar un único responsable de toda la violencia en Colombia: el Estado. Un Estado … que tiene que acudir a la ilegalidad, al paramilitarismo, y cuya fuerza, según el Colectivo, ‘descansa en el poder de la oscuridad, de la ignorancia, del ocultamiento, de la desinformación, de la falsedad y de la mentira’ [p. 33]. Y aquí viene la joya de la corona: ‘Este Proyecto Nunca Más (el del Colectivo Alvear), se fijó, pues, como objetivo, la salvaguarda de la memoria de las violaciones más graves a los derechos humanos fundamentales, en cuanto Crímenes de Estado y Crímenes de Lesa Humanidad. La opción por este campo específico implicaba dejar de lado el registro de los Crímenes de Guerra o infracciones graves al Derecho Internacional Humanitario perpetrados por grupos insurgentes”. O sea, que en su activismo no caben los crímenes de las guerrillas, ¿por qué?, ¡atérrense! porque no están obligadas por las viejas normas de los derechos humanos. Porque quienes pretenden incriminarlas son neoliberales, porque sólo competen al Estado. La cima de su cinismo moral está patentizada en esta afirmación: “El DIH no tuvo en cuenta, pues, la racionalidad propia de la Guerra de Guerrillas, cuyos manuales más elaborados comenzaron a ser conocidos en los años sesentas. Este modelo de guerra, diseñado para dirimir conflictos de legitimidad dentro de un mismo Estado, y desde los intereses del polo más pobre de la población, se sale de los marcos más clásicos de la guerra regular entre Estados, sobre cuyo modelo se redactó el DIH” [p. 77]. Y hablan por las guerrillas pobres: “sin tener acceso a los recursos del Estado, dado que el motivo fundamental de la guerra es justamente el no acceso de las capas empobrecidas a los recursos del Estado. La racionalidad de ese tipo de guerra implica, entonces, adoptar métodos de camuflaje entre la población civil y de acciones ofensivas de sorpresa, y jamás de acciones defensivas, pues estas últimas conllevarían a una desventaja militar evidente frente al enemigo. Este elemento fundamental de la racionalidad propia de la Guerra de Guerrillas entra ya en contradicción con uno de los principios básicos del DIH, como es la distinción neta entre combatientes y no combatientes” [p. 77], y se insiste en validar la guerra de guerrillas como una guerra justa: “Por ello concluimos que frente a conflictos tales, la ‘neutralidad’ no es éticamente sustentable… No es posible ser neutral cuando se es consciente de que un polo de la violencia es mucho más dañino para el conjunto de la sociedad, o acumula en sí mismo mayores perversidades, o representa la oclusión institucional de los caminos que podrían conducir a una sociedad más justa, o acumula en su haber mayor violencia contra los débiles” [pp. 80, 81].

Ya entenderán, amables lectores, por qué en los hechos del Palacio de Justicia, en el que hubo un enfrentamiento entre dos cuerpos armados, uno que representaba la institucionalidad y otro la revolución putchista, tiene que haber un culpable de los crímenes cometidos, si no puede ser la guerrilla, porque el DIH no los obliga ni lo cubre, entonces, dos por dos son uno, es el Estado, a través de sus unidades y mandos, el responsable de todo lo allí ocurrido, incluso hasta de la acción del M-19. Ese es el discurso que se están tragando, enterito, sin masticarlo, buena parte de nuestros jueces y magistrados, el discurso de que aquí lo que ha habido es terrorismo de Estado, de que las guerrillas son inimputables y están al margen del DIH. Por eso es aplicable la retroactividad, en función de salvaguardar la memoria y por eso vale la condena al coronel Plazas, para medio reparar a las víctimas, y por eso la sanción —inédita, improcedente y vulgar— contra la institución del Ejército, y por eso la pretensión exótica de llevar a Belisario a la CPI. Luego vendrán por otros presidentes (¿acaso ya no están detrás de Uribe en cacería inclemente?), también llevarán a Gaviria y a Samper y a Pastrana y por supuesto, a Santos, y entonces habremos naufragado en las aguas pestilentes de la revolución bolivariano-chavista. ¡Pobre Colombia! ®

—Medellín, 5 de febrero de 2012.

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Publicado en: Febrero 2012, Política y sociedad

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