Piedra caliza

Lo cargó hasta el patio de la casa. Quería enterrarlo donde sembraron palmeras, buganvilias, cedros y pequeños rosales. Sabía que lo que había visto esa mañana era algo personal. El estado del cuerpo no se debía a un accidente, las partes mutiladas eran la huella del asesino, se distinguía la brutalidad del impacto.

Para mi papá.

Tumba

Mira cómo te tienen, compadre, dijo entre susurros. Se le ocurrió que la mañana del hanal pixán era idónea para visitarlo en el cementerio. El Panteón Florido revivía dos días al año, se transformaba en un mar de sombreros y sombrillas, de fotografías análogas carcomidas por el sol y la humedad. Se limpiaban las tumbas, se cambiaban flores y palmas, se rezaban aves marías. Los años le pesaban ya, tres décadas de recuerdos con el compadre se mezclaban entre el sudor de la atmósfera sobre las arrugas de su frente. En los precisos cuarenta grados a la sombra en mediodía, el compadre rezaba balbuceando.

El transporte no fue fácil, con un cuerpo sin vida en la avioneta no se prevé que al llegar a la selva la humedad lo descomponga todo. El aterrizaje fue tropezoso. El olor se escurría por el cierre de la bolsa negra. Tuvo que meterlo a un taxi —que era lancha y colectivo— para cruzar la laguna. Con el motor en marcha y su compadre en brazos cruzó hasta el otro lado, todos esos años después, otra vez entre sus brazos.

Esa mañana tuvo que ir a la capital a recogerlo. Abrieron la puerta del cajón y lo sacaron del refrigerador de la morgue. El rostro desfigurado, sin la mitad del pelo en el cuero, arañazos en los párpados, tres dientes menos, un labio roto, como explotado. Las piernas reducidas a fragmentos, las venas tan podridas que la sangre condensada se veía casi negra a través de la piel. Había que traer el cadáver de vuelta hasta la costa y nadie se atrevió más que el compadre. El transporte no fue fácil, con un cuerpo sin vida en la avioneta no se prevé que al llegar a la selva la humedad lo descomponga todo. El aterrizaje fue tropezoso. El olor se escurría por el cierre de la bolsa negra. Tuvo que meterlo a un taxi —que era lancha y colectivo— para cruzar la laguna. Con el motor en marcha y su compadre en brazos cruzó hasta el otro lado, todos esos años después, otra vez entre sus brazos. Lo cargó hasta el patio de la casa. Quería enterrarlo donde sembraron palmeras, buganvilias, cedros y pequeños rosales.

Sabía que lo que había visto esa mañana era algo personal. El estado del cuerpo no se debía a un accidente, las partes mutiladas eran la huella del asesino, se distinguía la brutalidad del impacto. Una muerte provocada. Había reconocido su rostro saliendo del refrigerador, y tras una larga ausencia ésta era la despedida. El compadre recorría una y otra vez los recuerdos. La brisa llevaba a su cara algunas chispas de agua que saltaban desde el motor de la lancha. Eran definitivamente otros tiempos ahora. “Por el bienestar de todos” lo obligaron a entregar el cuerpo a la familia. Se le trasladó al Panteón Florido. Dónde se le olvidó.

La muerte llegó treinta años después. La mañana en que el compadre se dio cuenta de que debajo de ese montículo de rocas estaba la hierba que crece sobre piedra caliza, y debajo del moho el nombre Roberto Gómez. “Nunca hablamos de la muerte, compadre”, murmuró. “No quedamos en que es un problema posterior a ella misma. La conoce quien se queda, el que presencia a la persona ausente. La muerte es cuando la hierba crece sobre el moho de piedra caliza. Mira cómo te tienen, compadre”. ®

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Publicado en: Febrero 2013, Narrativa

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