PIGALLE

Calle desierta en la noche © Pedro Martínez Alhambra, www.fotoaleph.com

Me he alejado del suburbio de Galliani. Se ha ido el día. Todos los días se han ido en ese momento. Alguien me ha encerrado en la boca de una loba que de repente se ha hecho presente. La calle se llama Pigalle. Húmedo. El peatón que camina entra en el primer infiernillo que mira. Lo que ve lo vuelve a ver y quizá lo sigue viendo a esta hora. Por fin se aparece como si supiera que la estaban esperando. Me dice algo en francés y sonríe como si fuera feliz. Se desnuda antes de que sea la medianoche y ya no se sabe si es la puta más conservadora o una liberal en ciernes. Goza pensando en que el cliente es un pintor que retrata a la niña que lleva adentro. El enamorado acaricia su pelo como si fuera un arpa. Se han ido todos por fin y en los Campos Elíseos se festeja la llegada del año nuevo. Veo cómo sus senos reposan mansos tras la blusa blanca y un aire proveniente de ningún lado entra por su espalda hasta perderse en el fin del mundo. Ella sonríe. Él se excita. Otros gritan Bone année. Ella se excita. Él sonríe. Todos gimen. Hace calor y las ventanas comienzan a sudar. Oigo un grito de auxilio dentro del grito de placer que lanzan sus caderas. La noche traga las mariposas negras que vuelan encima del peatón que hace el amor pensando que la que se desnudó es una mujer que está pensando que él es lo mejor que le ha pasado en esa cama que da morada a un tipo que para fin de cuentas imagina que es feliz. Yo los veo tocarse el cuerpo. Ella muestra sus piernas blancas de ser tan bellas. Él las toca. Les da besos. Se las devora. De repente hay una tribu de hormigas salvajes recorriéndolo a él. El cliente compra un recuerdo de París. Turcos, italianos y mexicanos beben un vino caliente para amainar el frío que hace en La Bastilla. Los otros dos están cogiéndose como nunca lo han hecho, como nunca lo imaginaron siquiera, como nunca lo volverán a hacer en lo que les quede de vida. Son felices envueltos en esa extensión territorial que suma la distancia total de sus cuerpos. Gritan de tanto. Nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres dos, uno… Llegó el año nuevo. Me pierdo en el metro buscando Saint Michel. Ella sigue gimiendo con angustia y busca que sus cuerpos no se despeguen ni un centímetro, que la fusión sea eterna. Él se ha convertido en Zeus. Anda a caballo hasta la finca donde se crió. La habitación del hotel parece la madriguera de dos animales despiertos. Se sufre estando solos. La mujer que se desnuda abre sus piernas. La niña que lleva adentro intenta esconderse debajo de la cama antes de que la encuentren los amigos con los que juega a las escondidas. El cliente se desespera y la toma por la fuerza esperando que el amor aparezca en cualquier momento. Los dos están quebrándose. Todos estamos calientes. Febril. Ritmo de las carnes. Ritmo de las carnes. Ah. Un homicidio paulatino. Ella lo recibe con rosas y él entra a un palacio recién levantado. El peatón sigue caminando por Pigalle. A la niña que llevaba adentro aquella mujer la he encontrado yo. El enamorado se enamora de alguien que conoció hace mucho tiempo pero hasta ese momento lo sabe como si supiera también quién es él. El sigue moviéndose como una salamandra perseguida. Ella sigue dormida en ese largo sueño de la feliz realidad. Nadie se cansa. Borrachos recorren las calles de París esperando encontrarse a sí mismos. La mujer que se desnuda también sabe bailar y mueve su cuerpo escuchando la música que compone la orquesta del cuarto de al lado. El cliente lo ha estropeado todo. Él se acomoda. Ahora yo camino por Pigalle y sudo de nervios. Él se balancea como el trapecista de un circo de Lisboa. Doy vuelta en la primer calle. Ella dice: Ay. ®

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Publicado en: Enero 2011, Narrativa

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