Poética y policía

A propósito de La prueba del ácido, de Élmer Mendoza

¿Para cuántas cosas sirve un hombre? Es la pregunta que no podemos contestar, la prueba del ácido. Si como dice “el Zurdo” Mendieta, vivimos una realidad donde los inocentes nomás sirven para estorbar. Pero antes vayamos a otras preguntas, como las pasiones humanas o los crímenes sin resolver, puertas que nos lleven a otras puertas.

Élmer Mendoza

¿Qué le falta a literatura policiaca para ser artística? La pregunta fue lanzada hace años por un reportero malicioso, sin margen de fáciles escapatorias. Hombre de mucha escritura y pocas palabras, Juan Carlos Onetti sentenció. “No le falta, le sobra esa necesidad de tener atrapado al lector, la novela policial muy a menudo descuida otros elementos como son el cuidado del lenguaje, la concepción de una forma o el planteamiento de la condición humana”. El juicio de Borges no andaba tan lejos del uruguayo, a pesar de haber dejado la luz de sus pupilas en tantas y tantas pesquisas escritas por otros, el hacedor de los laberintos y los espejismo se lamentaba: “Un género ingenioso, pero sin vida”.

El presente texto no pretende responder a interrogaciones tan abismales, más bien sumarse a la infinita serie de conjeturas en torno al fenómeno creativo, una tentativa de mayéutica más allá de la nota roja: ¿Cómo se planta el narrador actual frente a la violencia? Y no hablo de la lucha de clases que antaño fuera pasto de tantas teorías, o de la violencia política que inundara las páginas latinoamericanas del pasado medio siglo con resultados muchas veces desafortunados, me refiero a esa otra, la que muta su rostro: subjetiva, soterrada, atmosférica. La que se esconde detrás de los silencios o de las omisiones, la que articula del pensamiento único, la que manda desde las mayorías, engrana el proceso amoroso o es resultado de la desesperanza.

Insisto: ¿Aspira el narrador a guiñar de luces el abismo o a brillar torpemente a fuerza de vistosos golpes de efecto?

¿Cómo se sustrae quien escribe de la vulgar puesta en escena mediática, de la roja sangre sin consecuencias?

Es entonces cuando pienso que el narrador policiaco debe entender la violencia más allá de la superficie, ir más allá de todo pintoresquismo y derrumbar las mil máscaras de caricatura tras las que muchas veces se esconde el horror. Roberto Bolaño llegó a plantear poco antes de su muerte, en julio de 2003: “La verdad es que lo que solemos llamar ‘policiaco’ recorre toda la literatura desde sus orígenes, y no es otra cosa que la búsqueda del enigma y la posibilidad subsiguiente de descifrar ese enigma. Hasta la poesía religiosa es poesía policaca, la poesía metafísica, la poesía simbolista…”

Resumiendo, las carencias más visibles del género negro en Latinoamérica han sido una visión unidimensional y sin matices de sus personajes, la reincidencia en tópicos y temáticas que tienden a desgastarse para ir dando paso a personajes con un perfil más nebuloso, a medio camino entre la pureza y la oscuridad: al parecer, los tiempos que corren favorecen la proliferación del antihéroe.

Si asumiéramos como válida esta premisa podríamos inferir que mientras autores canónicos del género como Conan Doyle o Chesterton tematizan en sus textos la búsqueda de este enigma de forma subliminal, su búsqueda poética, filosófica o incluso teológica, los representantes de lo conocido como novela negra tematizan o critican abiertamente la realidad visible y la importancia de dar con la verdad subjetiva, y lo que es más grave aún, la imposibilidad real de justicia.

Desde sus orígenes, con sus aportes y taras, el género negro subordinó cuestiones estilísticas a la intención fundamental de atrapar al lector desde un inicio, reincidiendo muchas veces en la denuncia social, más allá de la ejecución de un crimen, de la naturaleza de un culpable o un perseguidor: “El estrangulador es el sistema…”, resumía un desencantado Belascoarán Shayne en Días de combate (1978) de Paco Taibo II.

En América Latina el género ha ido de menos a más: Luna caliente, de Mempo Giardinelli, Luis Sepúlveda con su Diario de un killer sentimental o Ricardo Piglia con su portentosa Plata quemada se suman a autores que profundizan en el fenómeno de la violencia y la naturaleza inabarcable del enigma: en Uruguay, Daniel Chavarría con Allá ellos, en el Salvador, Horacio Castellanos con El arma en el hombre y Baile con serpientes, o el nicaragüense Sergio Ramírez con Castigo divino, sin olvidar al cubano Leonardo Padura, por citar algunos.

Reafirmando lo anterior, podría considerarse como obras policiacas la alucinada investigación sobre el mal consignada en el “Informe sobre ciegos” de Sobre héroes y tumbas de Sábato o la reconstrucción reporteril en clave de tragedia griega de Crónica de una muerte anunciada de García Márquez, o más reciente en el tiempo la multipremiada En busca del Klingsor, del mexicano Jorge Volpi, por no hablar de ese clásico desconocido Morirás lejos, escrito por José Emilio Pacheco en 1967, poeta recurrente a las pesquisas en sus cuentos “Tenga para que se entretenga” y la “Fiesta brava”, el primer cuento mexicano donde aparece el Metro de la Ciudad de México.

La soledad del héroe

Resumiendo, las carencias más visibles del género negro en Latinoamérica han sido una visión unidimensional y sin matices de sus personajes, la reincidencia en tópicos y temáticas que tienden a desgastarse para ir dando paso a personajes con un perfil más nebuloso, a medio camino entre la pureza y la oscuridad: al parecer, los tiempos que corren favorecen la proliferación del antihéroe.

Caso emblemático en nuestro país, Filiberto García, protagonista de El complot mongol, de Rafael Bernal, en donde el verdugo villista vuelto pistolero a sueldo se ve de pronto en el vórtice de la Guerra Fría con el agravante de un amor contrariado. O más reciente, de 1995, el cínico Evaristo Reyes, que en El miedo a los animales, de un agudísimo Enrique Serna, personifica a un pérfido agente judicial con tendencias cultistas, luchando infructuosamente contra las tortuosa maquinaria de las mafias culturales.

La prueba del ácido es una novela contradictoria en su aspecto formal; dentro de esa velocidad de plomo y sangre, esa caída libre a lo largo de historias que casi siempre terminan mal, hay un sosiego y una parsimonia del lenguaje que se demora amorosamente en imágenes que resultan poesía pura.

En nuestro país, paraíso de la impunidad y el equívoco (“Puro Shakespeare”, describió Octavio Paz al clan Salinas), el género negro goza de una salud de hierro: desde Vida y milagros de Pancho Reyes, escrito en 1920 por un autor anónimo, pasando por el gran dramaturgo Rodolfo Usigli con El gesticulador, de 1937, o el Ensayo de un crimen. La intriga política se consolida en el género con La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, le seguirán El complot mongol, de 1969, para renovarse el género a principios de la siguiente década con la obra de Taibo II.

A esta corriente se irían sumando nombres como el de Rafael Ramírez Heredia (Al calor de Campeche), una desabrida Cabeza de la hidra de Carlos Fuentes, o un bizarro Juan Hernández Luna con Quizás otros labios, y Un asesino solitario, de Élmer Mendoza ya entrando el 2000, además de Eduardo Antonio Parra con Nostalgia de la sombra. Curiosamente, muchas de las mejores páginas escritas en los torcidos renglones de lo policiaco no han sido vertidas con este propósito. Se encuentran en este inexplicable limbo de la crítica un puñado de los mejores narradores contemporáneos: Jorge Ibargüengoitia con Dos crímenes, Francisco Hinojosa con su Informe negro, El miedo a los animales de Enrique Serna y Javier Garía-Galiano con Confesiones de Benito Souza, vendedor de muñecas. Sumaría a estos nombres los de jóvenes narradores inmersos en este delirio, Orfa Alarcón con Perra brava, Yuri Herrera con Trabajos del reino y Señales que precederán el fin del mundo, y, para mí, el mejor de la camada, Albaro Sandoval, con Lodo en tierra santa.

Volvamos a las preguntas: ¿Qué es La prueba del ácido? Uno de sus personajes afirma que es una prueba de solvencia “donde los hombres tienen qué probar lo que son”. Una obra que se prueba a sí misma en su vértigo como el rencor de una bala mordiendo por dentro el cuerpo. Personajes enfrentados al dilema de sucumbir a la barbarie o transformarse en otros.

La prueba del ácido es una novela contradictoria en su aspecto formal; dentro de esa velocidad de plomo y sangre, esa caída libre a lo largo de historias que casi siempre terminan mal, hay un sosiego y una parsimonia del lenguaje que se demora amorosamente en imágenes que resultan poesía pura. Todo contado con un lenguaje fluido, natural, que denota un oído finísimo a la hora de atrapar aquellas voces. Cito: “La ciudad era un frío ciclorama a su espalda” o “Quemó su juventud como una nave llena de serpientes”.

Élmer Mendoza derrumba a mazazos la faz dorada de los héroes, (los nuevos héroes hacen rounds de sombra contra la locura, padecen a una mujer o empuñan sin saber bien a bien un cuerno…). Leo la obra de Élmer Mendoza, ojo con las mismas iniciales de su detective zurdo, Édgar Mendieta, y me lo describe Roberto Saviano, aquel joven autor amenazado por la mafia italiana, luego de publicar Gomorra, su maravilloso libro:

Yo sé y tengo pruebas. Yo sé cómo se originan las economías y dónde toman su olor. El olor del éxito y el de la victoria. Yo sé qué rezuman las ganancias. Yo sé. Y la verdad de la palabra no hace prisioneros porque todo lo devora y de todo es prueba. Y no debe arrastrar contrapruebas ni tramar sumarios. Observa, sopesa, mira, escucha. Sabe. No condena a ninguna celda y sus testigos no se retractan. Nadie se arrepiente. Yo sé y tengo las pruebas. Yo sé dónde se desvanecen los manuales de economía transformando sus fractales en materia, cosas, hierro, tiempo y contratos. Yo veo, intuyo, miro, hablo, y así testifico, fea palabra que todavía puede valer cuando susurra: “Es falso” al oído de quien escucha cantilenas rimadas y acariciadas por los mecanismos de poder. La verdad es parcial; en el fondo, si se pudiera reducir a una fórmula objetiva, sería química. Yo sé y tengo las pruebas. Luego cuento. Cuento estas verdades.Yo sé cuál es la verdadera constitución de mi tiempo, cuál la riqueza de las empresas. Yo sé en qué medida cada pilar es la sangre de los demás. Yo sé y tengo las pruebas. La verdad no hace prisioneros. ®

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Publicado en: Ensayo, Junio 2012

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