Rakowitz y Beerle

Fragmento de Por amor al dólar

Compartimos un fragmento de Por amor al dólar, crónica sobre un escritor que cruza ilegalmente la frontera de Estados Unidos, ahí la aventura irá degenerando en la pesadilla del sueño americano. J.M. Servín, el autor, es uno de los exponentes del periodismo gonzo en México.

Saint Gallen al noreste de Suiza fue sacudido de su alpino sosiego por una nota de agencia magnificada por uno de los periódicos de mayor tiraje en el mundo: el New Zurich News, o nzn. Una joven se había convertido en efectiva pero indeseada publicista de esa villa. Aquella misma noche, los noticieros locales difundieron ampliamente por televisión la imagen de una ambiciosa chica que había partido a Estados Unidos en busca del éxito. La noticia estaba revestida del es­cándalo reservado a los eventos excepcionales. Sin embargo, ni las imágenes ni el tono engolado del locutor en off eran lo que los habitantes de Saint Gallen, famoso por su artesanía de bordado a mano, esperarían para sentirse orgullosos. Los restos de Monika Beerle, de veinticuatro años, habían sido encontrados dentro de una bolsa de plástico en la estación de autobuses del centro de la ciudad de Nueva York.

“¡Dios mío, Monika, lo sabía, no puede ser!”, fue todo lo que acertó a decir su padre, Sorën Beerle, postrado frente al televisor e incapaz de terminar un mantel que con su esposa bordaba para enviarlo a su hija. La señora Beerle recibió la noticia como un golpe en la cabeza que iba su­biendo de intensidad. Su primera reacción fue descolgar el teléfono para evitar llamadas inoportunas y auxiliar a su esposo, quien padecía asma.

La aterradora confirmación a la que llegó el señor Beer­le era el colofón a una serie de advertencias a su hija para que no abandonara la imperturbable rutina de ese pueblo sin niños y que entre sus atractivos cuenta con el presti­gio de ser el retiro favorito de muchos de los hombres más ricos de Europa.

En la estación de trenes de Grand Central, ubicada a unas cuantas calles del lugar del crimen, un sujeto pulcramen­te vestido, sentado en las escaleras que conducen a la Van­derbilt Avenue, intercalaba su mirada protegida tras lentes oscuros entre los cientos de peatones que caminaban en di­rección al metro, los túneles de acceso a los trenes foráneos y su ejemplar del New York Post. El encabezado daba cuenta del homicidio con una foto que en sí misma, en su crudeza, hacía explícita la reputación de la ciudad de Nueva York. Tranquilo, el sujeto se dirigió a una de las ventanillas y compró un boleto de tren. Fue la última vez que Randy Eas­terday se dejó ver en esa ciudad por mucho, mucho tiempo.

Monika Beerle, aspirante a bailarina clásica, partió de Saint Gallen con más entusiasmo que dinero, dispuesta a triun­far en América a costa de lo que fuera.

En la primavera de 1988 llegó al lugar de sus sueños: Nueva York. Monika se movilizó de inmediato para con­seguir un empleo que le permitiera mantenerse y costear sus estudios de ballet. El mercado de trabajo más grande del mundo no tardó en presentarle opciones a esa joven de belleza aria. Renuente a aceptar más empleos como ni­ñera, que la mantenían encerrada y sujeta a los caprichos de niños malcriados y padres arrogantes, luego de ocho meses de estancia en Manhattan, decidió entrar a trabajar en un bar topless. La proposición vino de una joven polaca que también había trabajado como nanny y a quien había conocido mientras paseaba por el corredor arbolado de Riverside, exclusivo barrio a las orillas del río Hudson. En el ofrecimiento había mucho dinero y la emoción de acceder a un mundo diferente y, sin embargo, anónimo a una notoriedad que hiciera de Monika blanco de críticas y sentencias de parte de su familia y la comunidad de su pueblo. Monika arregló una cita para que la presentaran con el gerente del bar en Times Square y al día siguiente hizo su debut como “Sussie”, ante los inhibidos aplausos de una no muy nutrida clientela de oficinistas, turistas y pensionados.

Ni la paga ni el ambiente eran, por mucho, el ideal perse­guido. Sussie quería más. Las muestras de reconocimiento con algunos dólares por delante se oponían diametral­mente a su sueño de éxito.

Aquel ambiente sombrío y de pretendida elegancia dis­creta la obligaba a ser cautelosa; sin embargo, un hom­bre poco a poco atrajo su atención, Ron Rakowitz. Cliente habitual, se pasaba horas observándola desde alguna de las mesas más cercanas a la pasarela o de las butacas ater­ciopeladas en los cuartos para exhibiciones privadas. Era alto y corpulento. Vestía impecablemente traje y corbata y encendía Benson & Hedges que dejaba consumir en el cenicero sin darles una sola calada. Pocas veces termina­ba su vaso de vino tinto. Otras tantas, abandonaba el lu­gar dejando en la mesa nada más que humo y la cajetilla a medias. Su actitud más bien era de quien se pregunta por qué un ser tan bello se escondía desnudándose a ritmo de música disco.

A fuerza de costumbre se hicieron amigos, encontran­do sus miradas, intercambiando sonrisas escrutadoras de parte de Ron al momento de deslizar un billete de veinte dólares en la tanga de Sussie. Después de todo, la gerencia no toleraba la descortesía con la clientela y menos cuando alguien dejaba en promedio cien dólares entre admisión, consumo y gratificaciones a la bailarina. Rakowitz aparen­taba ser solvente y refinado, en su actitud había un aire de rechazo comprensivo a los ofrecimientos de Sussie de hacerle un lap dance en su mesa. Parecía estar ahí por un mero requisito de su condición de solitario. Por eso, luego de unas semanas, quizá meses, la invitó a salir, y Sussie, pese al reglamento que prohibía ese tipo de acuerdos den­tro del local, se dio tiempo para llamarlo al teléfono ano­tado con caligrafía elegante en un pedazo de envoltura de cigarros que encontró dentro de los dobleces de un billete de veinte dólares que Ron deslizó en la tanga la última vez que se dejó ver en el Hot Lips.

La compañía de Rakowitz, llena de metáforas y dó­lares, se convirtió para la joven en una alternativa dentro de ese embotellamiento de espectros trémulos y carne sudorosa que la alejaban cada vez más de sus propósitos. Meses después compartían un búngalo en Queens. Ron Rakowitz jamás le pidió algo más que fe en el Ser Supremo.

Monika trabajaba duro. Dormía hasta muy entrada la mañana y en su tiempo libre ejercitaba su cuerpo en una de las recámaras acondicionada para ello. Poco a poco fue aumentando su dosis de cocaína. Había encontrado por “casualidad” una bolsa con por lo menos cinco gra­mos en un cajón del armario de Ron. Nunca se preguntó por qué la mantenía ahí, fácil de descubrir, ni por qué, pese a que diario inhalaba un poco, Ron jamás le había reclamado la merma.

Las coreografías de Monika reflejaron con el paso de las semanas y los meses un sueño interrumpido para sa­ciar fantasías de solitarios.

Rakowitz iba poco al búngalo. Era retraído y no duda­ba en alejarse de la gente, a la que consideraba “perversa e ignorante”. “¿No miras frente a todos los espejos lan­guidecer tus gracias?, ¿en los viejos triunfos del mal en que te crees experta no retrocedes nunca de horror yerta, cuando de ti Natura se ha servido para amasar un genio aborrecido?” Esas preguntas, memorizadas de una vieja edición de obras de Baudelaire, Rakowitz se las repetía a Monika cada vez con menos dulzura. A sus vecinos no les dirigía el saludo y nunca nadie lo vio comprando nada en las tiendas del barrio. En presencia de Ron, la música estaba prohibida y el televisor apagado. La única distrac­ción posible para él y luego forzadamente para Monika, era la lectura de una Biblia mormona y pasajes de Bau­delaire. Poco a poco Ron terminó de desdoblar su perso­nalidad. Manifestaba una indiferencia total por el mundo exterior y por las caricias de Monika, a quien observaba inmerso en su silencio plomizo. Ante cualquier intento de perturbarlo respondía con gritos y reproches a Monika por no memorizar salmos y versos. Sin embargo, jamás le prohibió su actividad como stripper y en ocasiones le pe­día dulcemente que se desnudara bailando “Angel Face”, la pieza que Monika utilizaba en su rutina, mientras él la mi­raba recargado contra la ventana de su recámara. Monika no sabía nada de él: quiénes eran sus amistades, cuál era su pasado o qué sitios frecuentaba a no ser una iglesia en el East Village, rodeada de edificios habitados por puerto­rriqueños, punks, bohemios proletarios que imitaban a los Beat y a Amiri Baraka, y heroinómanos y clubes after hours. Su tarjeta de salud lo señalaba como originario de Texas.

J.M. Servín

La noche del 29 de agosto de 1989, Rakowitz regresó al departamento. Había dejado a Monika encerrada bajo llave. También había desconectado el teléfono, desapare­cido la correspondencia y sin que Monika lo supiera, sema­nas atrás mientras ella estaba trabajando, sus padres la habían llamado por teléfono y Ron les dijo que se había mudado a California con una amiga sin dejar la dirección.

Ambos estaban en un estado de trastorno nervioso, pero el de Ron era casi epiléptico, profería sentencias in­comprensibles y la acusaba de “irredimible”. Su mirada en ningún momento se apartó de su “flor del mal”. Dis­cutieron. Hubo gritos, insultos y un rictus de asco en la bailarina cada vez que Ron trataba de sujetarla mientras le escupía “Una carroña” y pasajes bíblicos. Ella intentó huir, y en respuesta Ron la golpeó una y otra vez con un tubo forrado de papel y cinta adhesiva, le incrustó por el ano un cirio nuevo y luego se dejó caer exhausto e in­consciente sobre la alfombra. Habituados a las filtracio­nes de pleitos en las paredes, los vecinos pasaron por alto la riña subiendo el volumen del televisor. Setenta y dos horas después, el cuerpo de Monika Beerle, mejor conoci­da como “Sussie”, apareció descuartizado en un casillero para equipajes de la Penn Station.

Las pesquisas de los detectives tejían nexos con ritos satánicos. Sin embargo, más allá de los datos obtenidos con un testigo ocasional, quien dio las señas particulares de dos sujetos que habían utilizado el casillero, la investiga­ción naufragaba en un mar de datos redundantes y perso­najes sin huella.

Las semanas siguientes al homicidio rompieron con la monotonía de las noticias en tabloides, vespertinos y pro­gramas de True Crime, hartos de reseñar delitos causados por el hacinamiento y la pobreza, y chismes e intrigas de personalidades del deporte y la farándula. Las conjeturas no se hicieron esperar, la muerte de Monika fue relacio­nada con una mafia internacional de prostitución y sir­vió también para apoyar al alcalde David Dinkins en su campaña contra el comercio sexual en Times Square. La prensa no tardó en hablar del surgimiento de un nuevo “hijo de Sam”, asesino serial que desquició a la ciudad durante el verano doce años atrás.

Por tres años el asunto se siguió “por oficio”. Fue hasta el 14 de febrero de 1992, a media tarde, cuando el tenien­te de la policía Robert Nardoza, de padres dominicanos, recibió en su cubículo una larga distancia desde Easton, Pennsylvania:

–Detuvimos a Randy Easterday.

–¿Dónde?

–En una biblioteca. No se resistió al arresto, sólo pidió tiempo para cambiar sus lentes de contacto por anteojos.

–Bien, mantenme informado –dijo Nardoza, displicente.

Después de colgar fue hasta los archivos y buscó el expediente de Monika “Sussie” Beerle. Encontró una foto de ésta enviada por sus padres. Lucía sonriente sujetando unos esquíes para nieve. La recargó sobre su taza de café en el escritorio y mientras revisaba el caso daba largas chupadas a un mentolado. Tomó su agenda y confirmó: “Randy Easterday, sospechoso de homicidio y falsifica­ción de evidencias”.

Desde el inicio de la investigación los agentes habían tendido un cerco alrededor de varias sectas sospechosas de practicar ritos satánicos. Entre las pistas había una ficha de préstamo bibliotecario encontrada en la urna de una de las iglesias vigiladas, estaba a nombre del huidizo Randy Easterday, drogadicto que encubría su personali­dad paranoica bajo la imagen de aficionado a la literatura y cuyo perfil correspondía a los datos obtenidos con el empleado de la terminal de autobuses. Easterday reclu­taba adeptos a su secta en bibliotecas y granjas de reha­bilitación. Algunos de ellos desaparecieron sin que hasta el momento hubiera informes sobre su paradero.

El teniente Nardoza solicitó de inmediato una orden de extradición a la ciudad de Nueva York, donde luego de lar­gos interrogatorios y visitas al juez, la corte estatal envió a Easterday a presidio con un veredicto pendiente entre la cadena perpetua y el internamiento en un hospital psiquiá­trico. En su confesión, llena de contradicciones, apareció la figura de Ron Rakowitz, su amante y uno de los líde­res de la secta en la que ambos participaban. Un año atrás Rakowitz había sido consignado como sospechoso del homicidio de la bailarina y luego absuelto al declarársele no responsable de su testimonio por insuficiencia mental. Desde entonces Rakowitz había desaparecido, pero la poli­cía no perdió su rastro.

La captura del literato había ayudado a la policía a obtener valiosos datos que la condujeron hasta la igle­sia de La Fantasía Realizada, en el East Village. Ahí, los miembros de la secta fueron sorprendidos en su ceremo­nial que incluía un sacrificio humano e ingestión de san­gre y alucinógenos. En la redada apareció una vez más Ron Rakowitz, desnudo, con algunos kilos de menos y en estado de éxtasis premonitorio. Catorce de febrero, iró­nica fecha para atrapar a un presunto fanático homicida.

Nardoza declaró a la prensa que Rakowitz seguía siendo el principal sospechoso del crimen. Sus nexos con la muerte de Beerle eran irrebatibles pese a que aquél lo negó todo, inmutable. Un año después el psicópata apeló y fue sometido a nuevos estudios clínicos. Sus de­claraciones junto con pruebas aleatorias encontradas en el búngalo de Queens y en un diario propiedad de Eas­terday donde insertaba el nombre de “Sussie” en versos completos de Baudelaire, lo confirmaron como el autor material de la muerte de tres personas aparte de la bai­larina, además de traficar con drogas. En todo momento, Rakowitz se mostró tranquilo y convencido de que sus crímenes formaban parte de una encomienda divina, ávi­da de sangre impía y de orden. De la misma manera, el 15 de octubre de 1993 aceptó su sentencia a prisión per­petua pendiente a que las leyes del estado de Nueva York derogaran la prohibición de la pena de muerte, lo cual lo haría sujeto a un nuevo juicio y a la probable condena a la cámara de gas. Había dos lugares en la sala del tribu­nal que siempre permanecieron vacíos: los de los padres de Monika, quienes consideraron inútil su presencia en el juicio una vez que los restos de su hija habían sido trasladados a Saint Gallen. Ellos mismos accedieron de buen modo al asedio de los medios, a quienes mostra­ron orgullosos su cabaña alpina y su álbum de familia. Además habían participado en un reality show donde la señora Beerle no se había cansado de llorar mientras re­creaba ante el auditorio entrañables escenas familiares con su hija, doblada por una incipiente actriz local. Una vez dictada la sentencia Rakowitz poetizó el momento en la corte: “Envidio yo a las bestias que pueden sin espan­to dormir su sueño largo y estúpido entre tanto que el tiempo lentamente devana su madeja”.

De camino a su domicilio, al día siguiente del juicio a Rakowitz, el teniente Nardoza iba inmerso en datos y cifras rutinarias sobre criminalidad. Pensaba en técnicas de in­vestigación y prevención así como en las respuestas que debía dar a una prensa sensacionalista. Recordó el exal­tado informe de una comisión del senado que concluía que la criminalidad aumentaba por la fácil adquisición de armas, el narcotráfico y el crecimiento demográfico. “Coño, eso todo mundo lo sabe y no por eso cobro un di­neral como esos buenos para nada.”

Luego, se detuvo frente a un puesto de periódicos y compró el Sport’s Illustrated y la edición vespertina del Post. En la última página del tabloide, en recuadro, ve­nía un montaje fotográfico de Times Square donde su rostro y el de Rakowitz pendían de la balanza de La Jus­ticia con rostro de Monika. Sonrió satisfecho, sabía que parte de su trabajo consistía en llenar un teatro donde había butacas para todos. Prendió un cigarro después de negar limosna a una anciana que de todas maneras lo bendijo y reflexionó sobre tres tipos de fe: en la fama, en Dios y en la justicia. Después de todo, concluyó, unos y otros tienen más en común de lo que en realidad parece. ®

—Fragmento de Por amor al dólar, Oaxaca: Almadía, 2012. Reproducido con autorización de la editorial. Título de Replicante.

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Publicado en: Fragmentaria, Junio 2012

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