Richard Valentino: huellas de un fantasma

Una leyenda del desierto

No era posible que hubiera encontrado a Valentino. Lo buscamos durante cuatro años en treinta bases de datos en internet y una docena de catálogos de importación. No existía registro sobre Ricardo Valentino, alias Richard Valentino, músico que, según la leyenda, nació en el Bolsón de Mapimí.

Ritos de la Frontera1978Podría afirmar que encontré a Richard Valentino en mi último viaje a la Ciudad de México, pero este inicio es impreciso y desmerece la anécdota. En realidad, quiero decir que volví a saber de Richard Valentino en mi último viaje a la capital y a quien en realidad encontré fue al arquitecto Guerra, un viejo cliente de mi época de dependiente en una tienda de música en Chihuahua. Por aquellos años el arquitecto no escatimaba gastos en ejercer su mayor afición: conseguir vinilos de Frank Zappa, Ornette Coleman, The Residents y Jandek, entre otros. Este último era su favorito, según decía cada vez que un nuevo disco del texano llegaba a las vitrinas de la tienda: “¡Maravilloso, maravilloso!”, repetía como si en sus manos tuviera una piedra preciosa recién extraída del inframundo. Nunca supe si su familia estaba de acuerdo o no con su pasatiempo monomaniaco.

Nos encontramos en el metro, de frente, en ese pequeño laberinto de la línea amarilla que es La Raza, justo en un túnel acondicionado como galería que presentaba imágenes del cosmos. “¿Cómo estás, mi cabroncito? Hace como diez años que no te veía”. Las profundas comisuras al final de su sonrisa confirmaron el cálculo del tiempo.

—Creo que el último disco que te compré fue… espera, no me digas… ¡el Moondog de Moondog!

—Muy cerca, arquitecto. Fue Mooondog & His Honking Geese Playing Moondog’s Music. Pero buen intento.

—Ah, eres un cabrón, como toda la vida —el arquitecto vio su reloj de muñeca y convulsionó en un gesto de premura—. Mira, ya voy tardísimo. Tenía que decirte algo desde que te vi cuando bajé del vagón. ¿Recuerdas a Valentino?

—Claro, nunca pudimos conseguirle nada, arquitecto. Disculpe que se lo reitere, aquí, apenas encontrándonos, pero para mí Valentino sigue siendo una sombra.

—¡Lo encontré! ¡Maravilloso, no tienes idea!

Al escuchar al arquitecto hablar con tanta seguridad, la sangre se me volvió témpano. No era posible que hubiera encontrado a Valentino. Lo buscamos para él durante cuatro años por lo menos en treinta bases de datos en internet y una docena de catálogos de importación. No existía registro sobre Ricardo Valentino, alias Richard Valentino, músico que, según la leyenda, nació en el Bolsón de Mapimí, ese lugar casi olvidado por los cartógrafos del norte de México. Su vida también fue una historia olvidada en un libro terroso. Sus padres murieron en un incendio, otros dicen que fueron asesinados por ladrones cuando la familia se dirigía hacia el norte de Chihuahua y que sólo Valentino sobrevivió. Los más arriesgados con la leyenda aseguran que Ricardo se convirtió en parricida en su juventud temprana, debido a su agudizada esquizofrenia paranoide, en el éxtasis de una crisis provocada por tanto ver el desierto sin horizonte. Estas experiencias habrían sido el punto de partida para la primera etapa de su música, allá por 1965, la cual era una forma primigenia del hardcore más sucio que llegaría con los años ochenta.

Ricardo Valentino se ha camuflado con las dunas, el polvo, el adobe, las grietas de tierra seca, el rayo del sol al mediodía… no se sabe si aún permanece en alguna frontera de México, vagando por carreteras o acompañado por su compañero musical y espiritual Jason Guadalupe o si finalmente murió en una mala racha; preferíamos inclinarnos por la primera opción, porque el norte siempre ha sido un nido de fantasmas.

No es ilógico pensar que las leyendas quizá tengan sus correlatos en la proximidad de Valentino con la frontera, en especial su estadía en Ciudad Juárez, donde precisamente formó su sello Sucio Records con el que editó gran parte de su obra hasta ahora incierta. De esto no hay constancia, sólo esa conciencia de ironía que bien podemos rastrear en su nombre, émulo de ese otro músico de origen mexicano reinventor de “La Bamba”; al mismo tiempo, Valentino se sabía puente fronterizo, intuyendo que las fronteras no forman parte de ningún país: Juárez no es México, El Paso no es Estados Unidos.

No es ilógico pensar que las leyendas quizá tengan sus correlatos en la proximidad de Valentino con la frontera, en especial su estadía en Ciudad Juárez, donde precisamente formó su sello Sucio Records con el que editó gran parte de su obra hasta ahora incierta.

Durante muchos años dejé de lado la leyenda de Valentino, la cual conocí sólo por las historias del arquitecto Guerra y ese par de copias de un fanzine llamado El Mandril de Hojalata, fechado en marzo de 1987, que me mostró en una de sus siempre esporádicas y breves visitas. El arquitecto aseguraba que lo había conseguido en un viaje a Tijuana de manos del mismísimo Rafa Saavedra —que en reverberante paz descanse—, quien a su vez lo habría obtenido en Los Ángeles. A pesar de sus pruebas, en apariencia fidedignas, llegamos a bromear sobre la cordura de Guerra, ya entrado en años para ese entonces. Parte de esa información desplegada en una miserable página de tamaño media carta, en blanco y negro, con un diseño deplorable, aparece actualmente en la entrada de Wikipedia sobre Valentino, aumentada quizá por el movimiento natural de un mito.

Bajo la luz negra acondicionada en el pasillo del metro, que simulaba un mapa estelar, el arquitecto parecía tener veinte años menos de los que en realidad había vivido. Eso me hizo intuir la veracidad de su relato.

—Arquitecto, ¿dónde lo encontró? No se puede ir así nomás sin decirme los detalles.

—Sólo te puedo decir que Sucio Records tuvo presencia efímera en El Chopo, ¿dónde más, no? Pero no fue ahí donde lo conseguí, tuve que seguirle el rastro a un coleccionista chilango que murió hace poco más de un año. Al parecer fue amigo cercano de Jason Guadalupe, lo que explicaría en parte la relación con Valentino. La esposa de este coleccionista organizó una serie de subastas que tuve que seguir puntualmente una por una hasta que lo gané: un doce pulgadas de “Luz de Lumbre” con el lado B de “Chorizo para mi padre ausente”. Mira, aquí está la foto —el arquitecto desembolsó su iPhone y digitó rápido hasta la fotografía que mostraba un disco sin funda ni protector, sólo la mano de Guerra sosteniéndolo, acaso trémula. En la etiqueta, la leyenda:

Luz de Lumbre-Chorizo para mi padre ausente / Sucio Records / SR-01 / 1971

—¡No mame, arqui! Tiene que decirme cómo suena eso, tengo que escucharlo.

—No te lo podrías imaginar. Es una alberca de vísceras, fuego y lodo. Totalmente ritual, como si en esa época Ricardo Valentino ya intuyera la etapa espiritual junto a Jason Guadalupe.

Guerra miró nuevamente su reloj y reacomodó la mueca de preocupación.

—En verdad me tengo que ir. Pero te prometo que pronto sabrás de Valentino. Adiós. Fue un gustazo, cabrón.

Jason Guadalupe

Jason Guadalupe

El arquitecto me estrechó la mano, ensayó un apurado abrazo y transbordó con rumbo a la formación de una galaxia en la pared, casi corriendo, casi dando saltos de alegría. Un par de días después, preguntando entre un par de conocidos del arquitecto, supe que ese día iba con rumbo al aeropuerto Benito Juárez para tomar un vuelo a Bogotá. También me enteré de que hasta la fecha no usa celular ni correo electrónico. Ahora me doy cuenta de que él mismo borró las huellas que dibujó para mí, como en un homenaje preciso para Valentino y su leyenda.

De esto hace sólo un par de días. No he podido dejar de pensar en Valentino, en cómo será su rostro. Igual que en la tradición judeocristiana, tengo fe en un fantasma que ronda por ahí con una corona de espinas en la cabeza. Hago ejercicios de imaginación para recrear el sonido de su mexicore pero no alcanzo a delinearlo siquiera. Mi escepticismo —al que nombraré, al menos para esta ocasión, Humbert Humbert— se derrumba cuando la mitificación le coquetea con su sonrisa de lolita humedecida.

Escribo estas últimas líneas esperando mi vuelo a Chihuahua. Estoy orillado a pensar que el Duque Blanco y Sixto Rodríguez sólo —¿sólo?— son artificios, proyectos elaborados en secreto que nadie puede descifrar, sólo perpetuarlos mediante procesiones veladas. No importa, tenemos fe en ambas historias, ora como proyecto multidisciplinario, ora como artificio documental. Según mis cálculos, Richard Valentino hoy tendría más o menos la edad del arquitecto.

Sé que en unos momentos estaré volando cerca del Bolsón de Mapimí. Si pudiera mirar esa zona detenidamente podría otear las huellas de Richard Valentino para dibujar un mapa perfecto de su oscuro trayecto. Sé que la información que existe al respecto adolece de coherencia y en ocasiones de estética como artificio. También sé que el arquitecto siempre fue bueno para confeccionar historias. Aunque también sé que hubo más personas en aquella época que alguna vez preguntaron por el mítico Richard Valentino, acaso como una curiosidad de boca en boca; sé que alguna vez entró a la tienda un autodenominado punk straight edge alardeando que había conseguido una cinta de Valentino y que nombraría a su banda Ratas del Oriente en honor al de Mapimí: le permití pasar al baño y le presté dos monedas para el autobús. También sé que creemos en la materia y en la energía oscura, en un proceso específico y violento para la formación de estrellas, incluso tenemos fe en palabras como “partículas” y “átomos”.

Su pase de abordar, por favor. Decido creer en las huellas invisibles de un fantasma. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Diciembre 2013

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