Sobre el programa de la filosofía venidera

La filosofía como ciencia

Por encima de la conciencia de que el conocimiento filosófico es absolutamente determinado y apriorístico, por encima de la conciencia de los sectores de la filosofía de igual extracción que las matemáticas, está para Kant el hecho de que el conocimiento filosófico encuentra su única expresión en el lenguaje y no en fórmulas o números.

Walter Benjamin

La tarea central de la filosofía venidera es la de extraer y hacer patentes las más profundas nociones de contemporaneidad y los presentimientos del gran futuro que sea capaz de crear, en relación con el sistema kantiano. La continuidad histórica asegurada por la integración al sistema kantiano es la única de decisivo alcance sistemático. Esto puede afirmarse pues Kant es el más reciente, y con Platón, el único filósofo ante todo abocado a la justificación del conocimiento, entre todos aquellos no inmediatamente centrados en cuestiones de perímetro y profundidad. Ambos comparten el convencimiento de que el conocimiento sostenido por una justificación más pura es también el más profundo. No desterraron la exigencia de profundidad fuera de la filosofía, sino que le hicieron justicia de un modo especial al identificarla con la exigencia de justificación. Cuanto más imprevisible y audaz se nos anuncie el despliegue de la filosofía venidera, tanto más profundamente deberá producir certeza, certeza cuyo criterio es la unidad sistemática o la verdad.

El impedimento más significativo para la integración de una filosofía verdaderamente consciente de tiempo y eternidad en Kant es el siguiente: la realidad, a partir de cuyo conocimiento Kant quiso fundar el conocimiento en general sobre certeza y verdad, es una realidad de rango inferior, si no la más inferior de todas. El problema de la teoría del conocimiento kantiana, como sucede con toda teoría del conocimiento, tiene dos aspectos y sólo uno de éstos supo aclarar. En primer lugar, existe la cuestión de la certeza del conocimiento duradero; en segundo lugar, se plantea la cuestión de la dignidad de una experiencia pasajera. Y es que el interés filosófico universal está centrado simultáneamente en la vigencia intemporal del conocimiento, así como en la certeza de una experiencia temporal que es percibida como objeto más cercano, si no único. Pero los filósofos, y Kant entre ellos, no fueron conscientes de la estructura global de semejante experiencia en su singularidad temporal. Dado que Kant quiso extraer al principio de la experiencia de las ciencias, y en especial de la física matemática, sobre todo en los Prolegómenos, también en la Crítica de la razón pura, la experiencia dejaba de ser idéntica al mundo de los objetos de la ciencia. Y aun si la experiencia hubiese sido para Kant lo que terminó siendo para los pensadores neokantianos, el concepto así identificado y determinado continuaría siendo el viejo concepto de experiencia, cuyo sello característico se refiere no sólo a la conciencia pura sino igualmente a la empírica. Y de eso mismo se trata; de la presentación de la experiencia llanamente primitiva y autoevidente que a Kant, como ser humano que compartió de alguna manera el horizonte de su época, pareció la única dada y posible. Esta experiencia singular era pues, como ya se insinuó, temporalmente limitada, y desde esa forma que de cierto modo comparte con toda experiencia, y que podemos en el sentido más pleno llamar concepción del mundo, fue la experiencia de la Ilustración. Se diferencia de la de los precedentes siglos de la era moderna en lo que son aquí rasgos esenciales, y aun así, no tanto como pudiera parecer. Fue además una de las experiencias o concepciones de mundo de más bajo rango. El que Kant hubo de acometer su obra extraordinaria, precisamente bajo la constelación de la Ilustración, indica que lo estudiado fue una experiencia reducida a un punto cero, a un mínimo de significación. Puede en efecto decirse que precisamente la grandeza de su intento sólo se debe al grado de certeza alcanzado, dado que en su propio radicalismo sólo contó con una experiencia de valor cercano a la nulidad y de, digámoslo, triste significado. Ningún filósofo anterior a Kant se vio enfrentado a la tarea teorético-cognitiva de esta manera; ninguno gozó de igual libertad de movimientos si consideramos la previamente recia y tiránica sujeción de la experiencia, en lo mejor de su quintaesencia, a manos de una cierta física newtoniana que castigaba toda desviación. La Ilustración careció de autoridades, no en el sentido de algo a lo cual hay que someterse sin derecho a crítica, sino en el de potencias espirituales que otorguen un gran contenido a la experiencia. La consecuencia de la pobre experiencia de esa época, la razón del sorprendentemente ínfimo peso específico metafísico, sólo se deja entrever al comprobar cómo este ruin concepto de experiencia llegó a pesar en un sentido reductivo sobre el propio pensamiento kantiano. Se trata de ese estado de cosas frecuentemente recalcado como de ceguera histórica y religiosa de la Ilustración, sin llegar a reconocer en qué sentido estas características de la Ilustración corresponden igualmente a toda la época moderna.

Es de importancia para la filosofía venidera reconocer y segregar los elementos del pensamiento kantiano para decidir cuáles deben ser conservados y protegidos, y cuáles desechados o reformulados. Toda exigencia de incorporación a Kant depende de la convicción de que este sistema, que se encontró con una experiencia, cuyo aspecto metafísico concurre con Mendelssohn y Garve, pero que creó y desarrolló una genial búsqueda de certeza y justificación del conocimiento, permita la aparición de una nueva y más elevada forma futura de experiencia. De esta manera se le plantea a la filosofía contemporánea una exigencia fundamental y las condiciones de su cristalización; la propuesta de constitución de un concepto de experiencia más elevado, con fundamentación teorético-epistemológica, dentro del marco del pensamiento kantiano. Y éste, precisamente, debe ser el objetivo de la inminente filosofía: que una cierta tipología del sistema kantiano sea resaltada y elevada para hacer justicia a una experiencia de más elevado rango y alcance. Kant jamás negó la posibilidad de la metafísica. Sólo quiso establecer los criterios según los cuales esta posibilidad puede ser comprobada en casos individuales. La experiencia en tiempos de Kant no requería metafísica; las condiciones históricas no hacían más que favorecer la eliminación de sus reclamaciones, ya que lo que sus coetáneos reivindicaban de ella sólo era expresión de debilidad e hipocresía. Se trata, por tanto, de establecer los prolegómenos de una futura metafísica basada en la tipología kantiana, y a través de ella hacer perceptible la ya mencionada experiencia de carácter más elevado.

Hay que encontrar la posibilidad de construir una continuidad sistemática pura de la experiencia en la metafísica, es más, en ello reside su verdadero significado. En el contexto de la rectificación neokantiana se produjo una transformación del concepto de experiencia, y es significativo que, por lo pronto, haya conducido a un extremo desarrollo del lado mecánico del concepto ilustrado y relativamente vacío de experiencia, pero sin afectar las premisas metafísicas fundamentales de Kant.

Pero la revisión de Kant, aplicada a la filosofía venidera, no debe enfocar solamente aspectos metafísicos y experienciales. Desde el punto de vista metódico, el enfoque, en tanto filosofía propiamente dicha, tendrá que centrarse en el concepto de conocimiento. Los errores decisivos de la enseñanza epistemológica kantiana también se remiten indudablemente a la vacuidad de la experiencia que le es contemporánea. Por lo tanto, la doble tarea será de integrar en el espacio común de la filosofía al nuevo concepto de experiencia creado y una nueva noción del mundo. La debilidad del concepto kantiano de conocimiento a menudo se hace sensible al sentir la falta de radicalidad y consecuencia de su enseñanza. La teoría kantiana del conocimiento no explora el campo de la metafísica, por contener ella misma elementos primitivos de una metafísica estéril que excluyen a todos los otros. En la teoría del conocimiento, cada elemento metafísico es un germen de enfermedad que se declara con toda libertad y profundidad a causa de la exclusión del conocimiento del ámbito de la experiencia. Por ello es de esperar que toda aniquilación de estos elementos metafísicos de la teoría del conocimiento simultáneamente reoriente hacia una experiencia más llena de profundidad metafísica. El germen histórico de la filosofía venidera radica en el reconocimiento de la íntima relación entre esa experiencia, a partir de la cual resultó imposible acceder a las verdades metafísicas, y aquella teoría del conocimiento que aún no logró establecer suficientemente el lugar lógico de la investigación metafísica. Aun así, pareciera que el sentido en el que Kant emplea el término “metafísica de la naturaleza” está en la línea de una investigación de la experiencia basada en principios epistemológicos sólidos. Las deficiencias respecto de experiencia y metafísica se manifiestan en el seno mismo de la teoría del conocimiento en forma de elementos de una metafísica especulativa, es decir, rudimentarizada. Los principales de entre estos elementos son: en primer lugar, la concepción del conocimiento como relación entre algunos sujetos y objetos, o algún sujeto y objeto —concepción ésta que no termina de ser superada definitivamente a pesar de todos los intentos de Kant en ese sentido—, y en segundo lugar, la superación, igualmente sólo preliminar, de la relación entre conocimiento y una experiencia basada en la conciencia empírica humana. Ambos problemas están íntimamente ligados, y si Kant y los neokantianos superaron la naturaleza-objeto de la cosa como origen de las impresiones, no sucede lo mismo con la naturaleza-sujeto de la conciencia cognitiva, que aún hay que eliminar. Esta naturaleza-sujeto de la consciencia cognitiva resulta de una analogía con lo empírico, y por ello tiene objetos delante de sí con que construirse. Todo esto no es más que un rudimento metafísico en la teoría del conocimiento; un pedazo de esa “experiencia” chata de esos siglos que se infiltró en la teoría del conocimiento. No puede ponerse en duda que en el concepto kantiano de conocimiento, un Yo corpóreo e individual que recibe las impresiones mediante los sentidos y que, con base en ellas forma sus representaciones, tiene el papel preponderante, aunque sea sublimadamente. Pero esta concepción es mitología, y en lo que respecta a su contenido de verdad no es más valiosa que toda otra mitología del conocimiento. Sabemos de la existencia de pueblos primitivos en la llamada etapa preanimística que se identificaban con animales y plantas sagrados y se adjudicaban sus nombres. Sabemos de locos que también se identifican con los objetos de sus percepciones, dejando éstos de ser entes objetuales y estar a ellos enfrentados. Sabemos de enfermos que no se atribuyen las sensaciones de sus cuerpos a sí mismos, sino que los proyectan sobre otros seres o criaturas, y sabemos de videntes que, como mínimo, se consideran capaces de hacer suyas las percepciones de otros. La representación colectiva de conocimiento sensible y espiritual, tanto de la época kantiana, de la prekantiana o de la nuestra misma, no deja de ser una mitología como las ejemplificadas más arriba. Desde esta perspectiva, y en lo que se refiere a las nociones ingenuas de recepción y percepción la “experiencia” kantiana es metafísica o mitología, sólo que moderna y particularmente estéril en términos religiosos. La experiencia, referida al hombre de cuerpo espiritual individual y a su conciencia, y entendida apenas como especificación sistemática del conocimiento, no pasa de ser mero objeto del conocimiento verdadero; su rama psicológica. Esta noción de experiencia inserta sistemáticamente a la conciencia empírica entre los tipos de locura. El hombre conocedor, la conciencia empírica conocedora, es un tipo de conciencia demente. Con esto no quiere decirse otra cosa que entre los distintos tipos de conciencia empírica existen sólo diferencias graduales. Estas diferencias son a la vez diferencias de valor cuyo criterio no reside en la justeza de los conocimientos, ya que no de ella tratan las esferas empíricas y psicológicas. Establecer el verdadero criterio de esas diferencias de valor será uno de los más elevados cometidos de la filosofía venidera. A los tipos de conciencia empírica les corresponde una experiencia que, por el hecho mismo de referirse a la conciencia empírica, les confiere, respecto de la verdad, el valor de fantasías o alucinaciones. Es que resulta imposible trazar una relación objetiva entre conciencia empírica y el concepto objetivo de experiencia. Toda experiencia auténtica se basa en una conciencia (trascendental) teórico-cognitiva. Y este término debe satisfacer una condición: de ser aún utilizable una vez librado de todas las vestiduras del sujeto. La experiencia puramente trascendental es de un orden radicalmente distinto que el de toda conciencia empírica, lo que plantea la interrogación de si es justificado emplear la palabra consciencia aquí. La posición del concepto de conciencia psicológica respecto del concepto de la esfera del conocimiento puro continúa siendo un problema central de la filosofía, quizá sólo restituible desde la época escolástica. Aquí está el lugar lógico de muchos problemas que replanteó recientemente la fenomenología. Lo que sostiene a la filosofía es que la estructura de la experiencia se encuentra en la estructura del conocimiento, y que aquélla se despliega desde esta última. Esta experiencia también abarca la religión, que en tanto verdadera, establece que ni Dios ni el hombre son objeto o sujeto de la experiencia, sino que ésta está basada en el conocimiento puro cuya esencia es que sólo la filosofía puede y debe pensar a Dios. Encontrar la esfera de neutralidad total del conocimiento respecto de los conceptos de objeto y sujeto será el cometido de la futura teoría del conocimiento. En otras palabras, habrá que hallar la esfera primordialmente propia del conocimiento, de manera que este concepto ya no señale para nada la relación entre dos entes metafísicos.

Immanuel Kant

La filosofía venidera deberá asumir como imperativo programático que, una vez purificada, esa teoría del conocimiento que Kant hizo necesaria e instaló como problema radical no sólo establezca un nuevo concepto de conocimiento, sino que también uno de experiencia, conforme a la relación que Kant encontró entre ambos. Es obvio que, de acuerdo con lo dicho, ni la experiencia ni el conocimiento deben ser deducidos de la conciencia empírica. No variará entonces la convicción, de hecho cobrará todo su sentido de que las condiciones del conocimiento son las de la experiencia. Este nuevo concepto de la experiencia fundado sobre nuevas condiciones del conocimiento sería de por sí el lugar lógico y la posibilidad lógica de la metafísica. ¿Qué otra razón pudo haber tenido Kant para ver repetidamente a la metafísica como problema y para erigir a la experiencia en único fundamento del conocimiento, que no fuera que a partir de su concepto de experiencia no cabía concebir la posibilidad de una metafísica (por supuesto, no una metafísica en general) con la significación de otras precedentes? Por lo tanto, lo destacable no reside en el concepto de metafísica o en la ilegitimidad de sus conocimientos, o por lo menos no para Kant, que de serlo no le hubiera dedicado los Prolegómenos, sino en su poder universal de ligar inmediatamente toda la experiencia con el concepto de Dios a través de las ideas. Por lo tanto, la tarea de la filosofía venidera es concebible como hallazgo o creación de un objeto de conocimiento que se remita simultáneamente a un concepto de experiencia exclusivamente derivado de la conciencia trascendental y que permita no sólo una experiencia lógica sino también una religiosa. Ello no infiere el conocimiento de Dios, pero sí posibilitar la experiencia y enseñanza de Dios.

El neokantismo deja entrever un indicio de la evolución filosófica concreta aquí promulgada. Un problema central para el neokantismo fue la eliminación de la distinción entre concepción y entendimiento —un rudimento metafísico— equivalente a la totalidad de la doctrina de la facultad, tal como Kant la concibe. Semejante transformación del concepto de conocimiento trajo aparejada una transformación paralela del concepto de experiencia. No puede ponerse en duda que la reducción de toda la experiencia a la meramente científica no fue, con este rigor exclusivo, fiel a la intención de Kant, a pesar de reflejar en cierto sentido la formación del Kant histórico. Sin duda existía en Kant la tendencia a evitar el desmembramiento y división de la experiencia de acuerdo con los distintos campos específicos de la ciencia. La posterior teoría del conocimiento le retira a la experiencia el recurso de referirse a su sentido corriente tal como aparece en Kant. Sin embargo, y en el mejor interés de la continuidad de la experiencia, su representación como sistema de ciencias, tal como aparece en los neokantianos, adolece de grandes carencias. Hay que encontrar la posibilidad de construir una continuidad sistemática pura de la experiencia en la metafísica, es más, en ello reside su verdadero significado. En el contexto de la rectificación neokantiana se produjo una transformación del concepto de experiencia, y es significativo que, por lo pronto, haya conducido a un extremo desarrollo del lado mecánico del concepto ilustrado y relativamente vacío de experiencia, pero sin afectar las premisas metafísicas fundamentales de Kant. No puede, empero, pasarse por alto que el concepto de libertad guarda una particular correlación con el concepto mecánico de experiencia, y que por lo tanto, fue, en esos términos, ulteriormente desarrollado por los neokantianos. Pero también aquí hay que insistir en que todo el contexto ético contenido en el concepto de moralidad que la Ilustración prestó a Kant y a los kantianos despega tan poco como la metafísica en relación con la experiencia antes mencionada. Con un concepto nuevo de conocimiento experimentaremos el replanteamiento decisivo no sólo de la experiencia sino también de la libertad.

Podría entonces pensarse que una vez hallado el concepto de experiencia que facilite el lugar lógico de la metafísica se superaría la distinción entre los ámbitos de naturaleza y libertad. Dado que no se trata aquí de demostrar nada sino de discutir un programa de investigación, cabe decir lo siguiente: a pesar de que la reconstrucción del ámbito de la dialéctica y del pasaje entre la doctrina de la experiencia y la de la libertad se hace necesaria e inevitable, de ningún modo debe desembocar en una confusión de libertad y experiencia, aunque el concepto de experiencia se diferencie en lo metafísico del de libertad en un sentido que nos es aún desconocido. Por más que los cambios introducidos por la investigación sean imprevisibles, la tricotomía del sistema kantiano es parte de los grandes elementos fundamentales de esa tipología que se preservaría, es más, que debe a toda costa preservarse. Podrá cuestionarse si la segunda parte del sistema, para no mencionar las dificultades de la tercera, debe seguir refiriéndose a la ética, o si la categoría de causalidad tiene, en relación con la libertad, otra significación. No obstante, esta tricotomía, cuyas implicaciones metafísicas más profundas no han sido aún descubiertas, está decisivamente fundada en el sistema kantiano por la trilogía de las categorías de relación. Precisamente en la absoluta tricotomía del sistema que extiende su división tripartita sobre la totalidad del espacio cultural radica una de las ventajas del sistema kantiano sobre sus predecesores en la historia mundial. La dialéctica formalista de los sistemas postkantianos no está fundada en la determinación de la tesis como relación categórica, la antítesis como hipotética y la síntesis como disyuntiva. A pesar de ello, fuera del concepto de síntesis, será de la mayor importancia sistemática que una cierta no-síntesis de un par de conceptos conduzca a otro, porque entre tesis y antítesis es posible otra relación que no sea la de síntesis. Pero esto difícilmente podrá llevamos a una cuadrilateralidad de categorías de relación.

La filosofía moderna, como otrora sucedió con la kantiana, deberá definirse como ciencia que busca sus propios principios constitutivos. La gran corrección a emprender sobre la experiencia unilateral matemático-mecánica sólo puede realizarse mediante la referencia del conocimiento al lenguaje, como ya Hamann lo intentara en tiempos de Kant.

Pero si hay que conservar la gran tricotomía del enramado de la filosofía mientras las ramas aún estén a prueba de error, no puede decirse lo mismo de todos los esquemas individuales del sistema. Como ya lo iniciara la escuela de Marburg al eliminar la distinción entre lógica trascendental y estética (aunque no es seguro que no debamos recuperar un análogo de esa distinción una vez alcanzado un plano más elevado), la tabla de categorías, todos lo exigen hoy, debe ser completamente revisada. Justo aquí se anuncia la transformación del concepto de conocimiento con la adquisición de un nuevo concepto de experiencia, ya que las categorías aristotélicas fueron, por una parte, establecidas de forma arbitraria, y por otra, explotadas unilateralmente por Kant desde la perspectiva de una experiencia mecánica. Primero habrá que examinar si la tabla de categorías ha de conservar su presente división y dislocación, y si es posible estructurarla como doctrina de órdenes, sea adjudicándole un lugar en el enramado o bien de por sí constituyendo la trama, basada en conceptos lógicos y primordiales que la anteceden, o que por lo menos están a ligados a ella. En semejante doctrina de órdenes estaría también incluido todo aquello que Kant ventilara en la estética trascendental, y además los respectivos conceptos fundamentales, no sólo de la mecánica, sino también de la geometría, la ciencia lingüística, la psicología, las ciencias naturales descriptivas y muchos otros, en la medida en que tengan una conexión inmediata con las categorías u otros conceptos de máximo orden filosófico. Los conceptos fundamentales de la gramática son extraordinarios ejemplos de lo anterior. Asimismo, habrá que tener presente que, con la supresión radical de todos aquellos componentes que en la teoría del conocimiento dan la respuesta oculta a la pregunta oculta sobre el devenir del conocimiento, se suelta el gran problema de lo falso o del error, cuya estructura lógica y orden debe ser establecida de la misma manera que para lo verdadero. El error ya no deberá ser atribuido al errar ni la verdad al recto entendimiento. Para llevar a cabo también esta investigación de la naturaleza lógica de lo falso y del error será presumiblemente necesario encontrar las categorías en la doctrina de los órdenes: por doquier en la filosofía moderna se anima el conocimiento de que el orden categorial y de parentesco resulta de importancia capital para una experiencia múltiplemente graduada y no mecánica. El arte, la doctrina del derecho y la historia; éstos y otros campos deben orientarse respecto de la doctrina de las categorías con intensidades muy diferentes a las otorgadas por Kant. Aun así se plantea, en relación con la lógica trascendental, uno de los problemas más grandes del sistema todo, a saber, las cuestiones relativas a su tercera parte, es decir, aquellas formas de la experiencia científica, las biológicas, que Kant no trató como parte del fondo lógico-trascendental, y al porqué de esta actitud. Está además la cuestión de la relación entre el arte y esta tercera parte, y la de la ética con la segunda parte del sistema. En el contexto de la lógica trascendental la fijación del concepto de identidad, desconocido para Kant, se promete un papel importante, en la medida en que aun sin aparecer en la tabla de categorías constituirá previsiblemente el concepto trascendental lógico más elevado, y estará quizá capacitado para fundar por sí sólo la esfera del conocimiento más allá de la terminología de sujeto y objeto. Ya en su versión kantiana, la dialéctica trascendental nos orientaba hacia las ideas en que se basa la unidad de la experiencia. Pero para el concepto profundizado de experiencia la continuidad es lo más imprescindible después de la unidad. Y en las ideas deben evidenciarse los fundamentos de unidad y continuidad de una experiencia metafísica y no meramente vulgar o científica. Debería probarse la convergencia de las ideas hacia el concepto supremo de conocimiento.

La filosofía moderna, como otrora sucedió con la kantiana, deberá definirse como ciencia que busca sus propios principios constitutivos. La gran corrección a emprender sobre la experiencia unilateral matemático-mecánica sólo puede realizarse mediante la referencia del conocimiento al lenguaje, como ya Hamann lo intentara en tiempos de Kant. Por encima de la conciencia de que el conocimiento filosófico es absolutamente determinado y apriorístico, por encima de la conciencia de los sectores de la filosofía de igual extracción que las matemáticas, está para Kant el hecho de que el conocimiento filosófico encuentra su única expresión en el lenguaje y no en fórmulas o números. Y este hecho viene a ser decisivo para afirmar en última instancia la supremacía de la filosofía por sobre todas las ciencias, incluidas las matemáticas. El concepto resultante de la reflexión sobre la entidad lingüística del conocimiento creará un correspondiente concepto de experiencia, que convocará además ámbitos cuyo verdadero ordenamiento sistemático Kant no logró establecer. Y la religión es el de mayor envergadura entre estos últimos. Ahora podemos, finalmente, formular las exigencias a la filosofía venidera con las siguientes palabras: Crear sobre la base del sistema kantiano un concepto de conocimiento que corresponda a una experiencia para la cual el conocimiento sirve como doctrina. Tal filosofía se constituiría, a partir de sus componentes generales, de por sí en teología, o presidiría sobre esa teología en caso de contener elementos histórico-filosóficos.

La experiencia es la pluralidad unitaria y continua del conocimiento. ®

Walter Benjamin (1918). Traducción de Roberto Blatt, Madrid: Taurus, 1991.

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Publicado en: Destacados, Filosofía contemporánea, Julio 2012

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