Tricky y la farsa del Padre Quezada

Tricky

4th & B, San Diego, CA, 14 de agosto de 1998. Una semilla de sésamo cae y tu fe se viene abajo. Tan sencillo. Pero no te confundas: para que nazca, para erguir tu fe se requiere un esfuerzo institucional, mucha costumbre (el acto ciego de varias generaciones), efectos sobrenaturales y el pimpollo de un sermón o dos. Luego queda ahí, suspendida en un soplo, un himen fragilísimo que los predicadores se afanarán en sostener con muletas de horquilla. La fe resiste vendavales, piojos y hachazos seculares, pero se viene abajo con una simple broma, un doblez fuera de sitio, una semilla de sésamo.

En mi caso, fueron las tres cosas.

En agosto de 1998 la Iglesia del Palomo Ladrón, religión que venía enarbolando y de la que estaban por nombrarme pastor, entró en la segunda etapa de expansión, con la mayor tasa de crecimiento posible en estos días. Tijuana fue el caldo de cultivo perfecto. Con el primer millar de fieles el Palomo Ladrón ya movía las extremidades; lo suyo no era la pleitesía ni las dádivas, sino un virus más bien torpe, movido a tientas. El ideario carecía de intérpretes pero también circulaba por las arterias de una ciudad propensa a todo.

Empecemos por el Padre Quezada, su fundador.

Matemático, psicólogo Gestalt, alérgico a la obediencia y experto en temas tan solemnes como la cartografía de la Antigua Judea y la porosidad del pan ácimo (del que se obtiene la hostia), Quezada logró amasar un pequeño grupo de voluntarios, entre los que estábamos Memo, Arturo, Calico y yo. Si Quezada recibe voluntarios entrega apóstoles. Muy pronto consiguió que la toxina de su pregón espolvoreara los campos de refugiados de Tijuana, sobre todo en el Oriente, las Granjas y la zona en disputa con el Condado de Otay. El hambre de sus seguidores era explícita: pronto incomodó a la curia en ambos lados de la frontera. El Palomo Ladrón se propagó al resto de la urbanidad, luego a Tecate, Ensenada y los campos jornaleros de San Quintín, donde prendió con bencina. A poco significó una amenaza para los barriales de San Diego, Santa Bárbara y Yuma. Días antes de que me desentendiera del padre Quezada —profundamente decepcionado por la broma, conmovido por el doblez, tocado por el sésamo— le escuché apuntar la torcida curvatura de su plegaria a varios homólogos suyos del Bajío mexicano, Veracruz, la Sierra Gorda de Querétaro, Puerto Rico, las Dakotas y una respetable fracción de las naciones del Commonwealth.

Pero todo fue una broma, según develó Quezada a un reportero de Milenio. Un cabús para joder al obispo y a no sé cuántos monseñores. Vaya si lo logró; también nos jodió a nosotros, que le entregamos nuestra confianza y buena parte de nuestro patrimonio. Me arde recordar cómo me engatusó, con esa sonrisa endémica en momentos de incertidumbre (de “persecución”, dice él) y un carisma papalotero que lo habría hecho millonario en la disquera Stax/Volt.

Inmune a su discurso, hoy me provoca, digamos, ternura.

No he vuelto a verlo. Jamás lo buscaré.

Quizá debería hacerlo, al menos para recuperar algo de lo que gasté en material y mano de obra para los siete templos. Nos manejó, dominó nuestro lenguaje; el embuste duró lo que duró y cuando previó una desbandada templó la causa, marcó el dique para no desbordar. Conseguí no odiarlo, que ya es bastante.

Lo último que conservo de él —además del disgusto y la absurda casualidad que lo hermana con Tricky— es un gesto indeleble, que lo fosilizó en mi memoria. En el pináculo de cada liturgia el Padre Quezada juntaba las manos entrelazadas sobre el pecho, declinaba el mentón y sólo entonces hablaba, primero en secrecía, con recia certidumbre, después a todo pulmón, pregonando su corpus teórico en volúmenes patriarcales. Sus palabras revoloteaban fuera del templo como aves decrépitas, rapiñando Tijuana.

Nos convenció, me convenció, sin ser profeta.

Vestidura de prócer, tramoya de redentor, letanías ácidas.

—Danos paz, Señor. ¡Danos paz! —vociferaba, y nos sumábamos al pedido.

Y ¿el Señor nos daba paz?

Pregúntale al viento.

Alzamos siete templos sin aval del obispo, ni del ayuntamiento ni de nadie. Bastaba que el padre Quezada moviera un dedo y trinara unos cuantos versículos para que el sitio señalado con la palma abierta se transformara en sede del Palomo Ladrón.

Y ¿cómo se llegó a tal nombre?

Pregúntale al palomo.

Quizá debería hacerlo, al menos para recuperar algo de lo que gasté en material y mano de obra para los siete templos. Nos manejó, dominó nuestro lenguaje; el embuste duró lo que duró y cuando previó una desbandada templó la causa, marcó el dique para no desbordar. Conseguí no odiarlo, que ya es bastante.

El primer templo está en la Ruta Hidalgo. Lo alzamos al amanecer un Domingo de Ramos, entre seis, con muros de triplay que Quezada bendecía conforme quedaban erguidos. El segundo obstruye la lateral del Libramiento, en los flancos del Cañón de las Palmeras; se trata de un pabellón condecorado por una serie de gárgolas (Memo dice que son coyotes, Arturo ve liebres, yo codornices) que observan un alto de disco como si tras éste se ocultara la Heliópolis de Siria.

El tercero es una sacristía, también sobre el Libramiento Sur, en las polleras del Mirador. Ocupa un cascarón dejado por Am/Pm y le distingue un crucifijo de hierro, piso de tucuruguay y campanitas de níquel con las que un niño ordena la genuflexión.

Los vecinos de la Morita han restaurado el cuarto templo no sé cuántas veces. Es una mansión robusta, aunque mal cobijada, cuyo frontis apunta a lo espartano y a lo tudor. Quezada se aferró a que lo edificáramos en una casa incautada a los narcos, que consiguió de algún modo. Quiso también que invadiéramos la avenida: conformes o no, ampliamos el altar con un tinglado de mimbre, cobertores San Marcos en varas de bambú para añadir volumen, hilos de cáñamo donde los fieles tendían estampitas, obituarios y focos.

A media cuadra del Seminario Menor, ocupando carril y medio del bulevar Insurgentes, está el quinto y más grande de los templos. Cierto: todos irrumpen en sendas vialidades para hacer constar que los caminos del hombre no han de interponerse a los de Dios. Caben interpretaciones adversas, como las que esgrime el Cabildo cuando envía oficios preventivos a la Diócesis —no lo entienden: Quezada ya no tiene vela en la Diócesis— y como las que compiló Zeta en una edición especial que el Padre guardó con deleite.

El sexto, más que templo, es un nicho de oración y un scriptorium. Se ubica en el sótano del Auditorio Municipal con salidas subterráneas a la sucursal de HSBC y a la Farmacia Gusher. Quezada no quiere aceptarlo, pero estoy convencido, y se lo dije majaderamente, de que el hecho de llamar “templo” a un local de esta naturaleza, lejos de convertirlo en Reserva de Fe (como él lo llama), terminará por hacer de espuela a grupos separatistas. El tema me pone mal… me ponía mal, ya no me incumbe.

El séptimo y más reciente de los templos, mi favorito, es una réplica en miniatura (Memo dice que no es réplica, sino sátira) de la Basílica de Guadalupe y el Madison Square Garden. Alusión al espíritu integrador, moderno y ecuménico del Palomo Ladrón. Justamente allí, en un montículo bastante transitado de la Maclovio Rojas, participé esa tarde de agosto en mi última liturgia.

La tarde de la semilla y el doblez.

La noche de Tricky.

Memo, Calico yo teníamos boletos para ver a Tricky esa noche en el 4th & B, en pleno centro de San Diego, e iríamos en el auto de Memo. La liturgia terminaría pasadas las seis. El compromiso con el Padre Quezada se salda con la liturgia, y si bien estábamos dispuestos a acompañarlo para dar la unción a algún enfermo o reforzar un muro, era poco probable que nos lo pidiera. Además, tuve el acierto de informarle que planeábamos cruzar para un concierto, y hasta lo invité, a sabiendas de que a Quezada le es indiferente cualquier manifestación que no sean las tinajas de Canaán. En su momento, esto generó una broma bastante ácida: Memo sugirió que Tricky firmaría gustoso los orígenes de su fantasmagórico y cifrado vudú en la antesala de Canaán o en las montañas de Arimatea. Esa noche lo comprobaríamos en la furibunda alforza con que nos engulló el hijo de Bristol.

Debí sospechar que algo iba mal, pues ni Memo ni Calico se presentaron.

Ya llegarán, pensé. Si no llegan, no pienso perdérmelo.

Habíamos visto a Tricky meses antes, en la gira de Pre-Millennium Tension. Rara vez volvemos a pagar por un mismo artista en tan poco tiempo. Pero quizá fue el sitio donde lo vimos (un almacén mal acondicionado en el corazón de Pomona; el baño con estuco verde y manijas torneadas), la banda (jamás escuché el teclado, la batería parecía sufrir de inanición, el requintista se afanó en opacar la dulzura silvestre de Martina Topley Bird) o la lejanía (Memo conduce con excesivos nervios más allá de Oceanside), porque la experiencia fue insípida, trunca y fragmentaria. En cambio ahora Tricky forjó una expectativa incendiaria como eje del weird pop. Daba entrevistas inmortales a los medios más lóbregos que uno pudiera encontrar y le buscaban voces tan disímiles como David Bowie y Garbage, PJ Harvey y Grooverider. El punto de quiebre fue enterarnos (Calico lo escuchó en la radio) de que esta pequeña gira, de perfil bajo, trepidaba en torno a Nearly God, un álbum turbulento y rarísimo, provocador de raza, de los que contaminan el día, ensucian la temporada, nublan la vida. “Poems” es una inyección con burbujas de regaliz. “I be the prophet” fustiga un letargo que destartala el Trópico. Si “Bubbles” es una canción, me temo que la música está indiscutiblemente desahuciada. “Tatoo” no transcurre ni fluye, repta desde un cosmos extraído de Tokio ya no nos quiere de Ray Loriga.

A las seis veinte, en el último lapso de la liturgia, apareció el reportero. Se aproximó por el pasillo central para abordar al Padre Quezada. Arturo y Memo generalmente contenían a quienes solían entorpecer la ceremonia —reporteros, espirituados, disidentes— pero esa tarde, como se ve, Memo no estaba y Arturo no llegó. Me anticipé; sostuve con una mano el chándal del reportero, frenándolo, y con la otra el clériman del Padre Quezada para ponerlo sobre aviso. Quezada comprendió mi intención y dirigió una apacible sonrisa al reportero —entonces vi el gafete de Milenio, un tal Meléndez— prometiéndole que al término de la liturgia respondería tres o cuatro preguntas. Sin duda, a Quezada le atrajo que no fuera prensa local. Asunto arreglado.

De pronto recordé que Memo quedó en llevar a su novia a comer a su casa, para presentarle a sus papás. Memo, tan propio como siempre. Almidonado punk, amigo infinito, hijo de la sequedad y las figuras azules, hosco por naturaleza y fiel a una grosera década donde la estética se sentó a esperar a la coherencia con una pierna cruzada sobre la otra, tenía arrebatos de señorito. Llevaba un considerable tiempo sin novia, y ahora, recién flechado por una chica que conoció en los médanos de Copy Pronto, era un novio absoluto y profesional, preciso en cumplir cada etapa, novio by-the-book.

Adelante, llévala pues.

Pero tú tienes los boletos, tú tienes el carro.

Estaba en un extremo de la ciudad, sin auto, con el horario encima y nada más que un suéter, algo de dinero y el libro de Karl Groos del que tenía que elaborar un reporte para Ricardo “Oso” Morales. Llévala, pero te espero en la Maclovio Rojas.

Quería marcar a casa de Memo, averiguar qué sucedía, pero no tuve más remedio que aguardar el final de la liturgia.

A las siete terminó. El Padre Quezada dedicaba siempre unos minutos a la indumentaria, desde la distensión del alzacuellos hasta el corrimiento de la llavecita que resguarda el Pan. Limpiaba cariñosamente el hisopo. Guarecía el cáliz. Cubría la patena con un lienzo. Esto tenía suma relevancia para él: lo forjaba a solas, con cuidados de madre… El reportero no sería capaz de aproximarse hasta que el Padre saliera del templo, así que aproveché.

Corrí al teléfono público más cercano, a una cuadra de ahí.

En la esquina me topé con un perro en situación de calle. Parecía tener un gen alienado de pit-bull, un pleito casado con el invierno y códigos de pandillero. El perro bajó tímidamente la cabeza cuando corrí hacia él y se hizo a un lado, acurrucándose a unos pasos de ahí. Olisqueaba el aire.

Memo contestó.

No iba a venir. Ni carro, ni boletos.

Valiéndome un pepino si sus padres habían congeniado con la novia o si a ésta se le había botado el támpax en la sobremesa, me encabrité. Órale, lo entiendo, nos vemos. Me alejé corriendo de la cabina de teléfono. El perro se incorporó, implacable, como un farolero de carne, hueso y matemáticas vivas.

Poco me duró la furia, cuando me enteré de una noticia peor. La farsa del Padre Quezada. Los últimos fieles se desperdigaban en el empedrado del acotamiento, santiguándose, y los vehículos que venían de Tecate derrapaban, sorprendidos por la multitud apiñonada en torno a aquella improvisada construcción. Nada nuevo. Me acerqué por detrás del padre, quien quizá supuso que yo me había ido. Una mujer de edad avanzada lo envolvía con brazos macilentos —ha de verse con cuánta devoción— y cuando lo soltó pidió turno el reportero. Quezada inclinó el rostro suavemente, como él sabe, y escuchó las preguntas. No quise interrumpir; me mantuve a sus espaldas.

Cómo ha logrado usted que la gente vuelva a creer en algo. Qué les da, qué les dice. Tengo testimonios grabados en las cacarizas faldas de la Manuel Paredes y en la canaleta polvorosa de Camino Verde; en los dedos huesudos de la Nacozari y en las estrías de la Morita. La gente confiesa un vigoroso entusiasmo por la doctrina del Palomo Ladrón, un apego ferviente por llevarlo a sus pueblos de origen. Pero si les pido una definición, un porqué, responden florituras, no logró cosechar dos iguales. El Padre Quezada razonó con el reportero, con ánimo insondable. Pero estaba cansado. Y el cansancio mata. Cuando el reportero decidió atacar y subió el tono, antipático y hostil, al acecho de su interpelado, logró que éste balbuceara figuras retóricas que carecían de la chupada inicial. Hasta que lo venció.

—¡Sólo dígame por qué! —atajó Meléndez.

—La verdad, aquí entre nos —confesó Quezada, aproximándose al oído del azorado reportero, a la misma distancia que el mío—, esto es una locura. Sólo quería ponerme chucho. Desquiciar al obispo, ¿sabe? Chingármelo. Plantarle un bulbo.

El cañón penetrado por calles divergentes y oblicuas reverberó. Mi cabeza se sumergió en una celeridad verde. El aire era helado. Quise sentir mi alma y coloqué la palma de mi mano sobre el pecho, donde uno sabe que late el corazón y se despejan esa clase de dudas, pero en su lugar palpitaba el estado de Tennessee infestado de negros e ilegales.

—Que su madre muera en un campo de cirios —dije al padre Quezada, sin que me escuchara.

Mi fe quedó con el hocico abierto en un riachuelo de aguas negras.

No estoy seguro si Quezada me vio salir de ahí, si intentó alcanzarme para explicar las cosas. No le di oportunidad. Tomé un taxi con dirección al poniente. Me abstuve de cualquier reflexión más elaborada que conjugar monedas de uno y dos pesos, listo para bajar en la Cinco y Diez. Hojeé con rancio interés las primeras páginas del libro de Karl Groos, sopesándolo. Me sentía dolido. También me sentía liberado. Mordiéndome el labio, recorrí el puente peatonal que sobrevuela el bulevar Díaz Ordaz, de obscena parábola.

No estoy seguro si Quezada me vio salir de ahí, si intentó alcanzarme para explicar las cosas. No le di oportunidad. Tomé un taxi con dirección al poniente. Me abstuve de cualquier reflexión más elaborada que conjugar monedas de uno y dos pesos, listo para bajar en la Cinco y Diez.

Abordé otro taxi rumbo al Centro. En el asiento del copiloto leí seis páginas. No alcanzaba a comprender qué pretendía el “Oso” Morales con esa clase de lecturas. En la muñeca del taxista tildaba un Quartz: las ocho cuarenta. Ya sobre la Madero, entre Tercera y Cuarta, alcancé un solitario taxi de bandas púrpura que gorgoreaba con destino a la Línea. Calculé que el concierto empezaría pronto e hice un gesto contrito para tranquilizarme, pues aún estaba lejos, muy lejos.

Un tristísimo aleluya me ronroneaba el páncreas.

Memo, chinga tu madre. Padre Quezada, chinga a la tuya tres veces.

No, que sean siete. Chíngala siete veces, Padre. Si un palomo se cruza en mi camino (en la Línea Internacional hay bastantes) seguro le quito lo ladrón y me ensaño con él.

Soporté la fila peatonal en densa romería, emperifollándome las ideas. Por favor, pensé, que me pregunten qué trae usted, señor Fernández. Qué lleva, dígame, a dónde va. Y no en qué cree usted, señor Fernández. La noche se adivinaba entre los detectores de metal. A las diez quince entré a San Ysidro.

El trolley es un medio de transporte genial, pero estaba por cerrar, y además es lento. Sin opciones, decidí pagar un taxi que me llevara directo al 4th & B. Última opción para alcanzar el concierto; una parte del concierto. Nunca he gastado tanto en taxis.

Veintisiete minutos después culminé el Capítulo I de Kroos, fascinado con el texto, aunque sin atinar a qué iba el comportamiento animal con la asignatura del “Oso” Morales.

—Está por terminar —me dijeron en la ventanilla del 4th & B, abierta de pura suerte—. Le cobraré boleto completo, ¿de acuerdo?

—¿Cuánto es? —dije, sintiéndome estúpido.

El lugar estaba repleto. Había bastante gente en el recibidor, comprando botellas de agua y playeras. Me dio la impresión de que, en efecto, el concierto había terminado. Pero no era así, porque avancé hasta al salón y noté que las luces del escenario seguían apagadas. La oleada persistente de aplausos, aunada a algunos gritos, significaban que finalizó el set inicial y la audiencia llamaba de nuevo. En un rincón encontré a Luis, que me dirigió una sonrisa artera. A Jimmy lo hallé al pie de una gran bocina, escoltado por Tolo y Max. También vi a Carlos al borde del escenario. Por supuesto, estos y rostros conocidos de la escena tijuanense sucumbieron ante la misma expectativa; lucían satisfechos.

El hambre me pinchó. Volví al recibidor y hallé un pequeño cubículo donde vendían té de huerta y unas hogazas duras de Knäcköbrod, pan escandinavo, espolvoreadas con sal y semillas de sésamo. Pagué y di el primer mordisco… Apenas percibí el crunch una semilla de sésamo salió expulsada y se elevó ante mis ojos, recibiendo en minúsculos giros la descarga de una guitarra tosca y vulgar que provenía del salón. La audiencia respondió inmediatamente. Con el trozo de pan seco en la boca seguí la caída del sésamo, de elegancia imposible y fortuita, hasta el piso lleno de escupitajos. Volví al salón y como pude me abrí paso a saltos y jalones iracundos, quedando a tres metros del escenario.

Los músicos aflojaban la musculatura. Aguardaban la orden.

A un extremo del escenario gruesos cables negros se arremolinaban en torno a una selva de machimbres. Era un caldo metálico, bordeado de riesgo y estática, del que vi surgir varios cuerpos gaseosos y vehementes que se agitaban al son la contrariedad. Había una hendidura longitudinal de la que emanaban verdes eyecciones. Tricky apareció, calzándose una camisa negra: parecía una cabeza de alce, un alce sin cabeza. Del cable de su micrófono se desprendían minúsculos líquenes que, velados por una luz mortecina, se animaban y alzaban el vuelo, convirtiéndose en palabras. Con claridad vi irrumpir la palabra collide, seguida por sprout, liaison, blossom…

Hermoseado por el sudor, Tricky alzó las cejas hacia el baterista.

Una percusión maliciosa y atemorizante dividió la audiencia en lóbulos, hurgando en la noche como el azadón hurga en la tierra de siembra. Tricky se aproximó al micrófono, poseído por el diabólico síncope de lo que, según yo, era una atascada versión de “Vent”. Rodeó el micrófono con ambas manos y éstas se deslizaron con nociva lentitud. Tarántulas.

Quise identificar la marca de la playera de Tricky, pues me pareció de lo más cool. Pero cometí el error de buscar en las mangas y entonces me descoloqué. Tragué saliva: el trago me supo horrible. La sequedad del pan escandinavo, que no había probado jamás, me ayudó a concluir que el té y el Knäcköbrod venían a cuento por el verso: “I met a Christian in Christiansands / And a devil in Helsinki”. La manga de Tricky estaba fruncida hacia arriba, de forma totalmente repulsiva, en un doblez que afeaba el antebrazo en horrendos vértices.

Supongo que mi espíritu estaba suficientemente vapuleado.

Supongo que, a esas alturas, mi entereza era un lechuguín a medio hervir.

¿Ante dije azadón, dije tierra de siembra?

Con los primeros diez minutos de “Vent” uno podía jurar que los músicos de Lee “Scratch” Perry se fumaban la Carta de Independencia y violaban a Ian Curtis, entre otros delitos. En el núcleo de aquel estruendo —un verdadero tifón acústico— Tricky entintó las coordenadas de lo posible y lo tangible. Los asistentes nos constreñíamos a un testículo, víctimas de una ceremonia a la que jamás quisimos asistir, menos aún protagonizar, y de la que no había escape.

“Can’t hardly breathe…”, serpenteaba Tricky.

Repitió, trastornó y ultrajó esa frase no menos de cien veces.

Lo que vi no me hizo pensar en música, sino en una entidad primaria que en un momento se alzó, mirándonos. Vino un lapso decididamente atonal. Nadie podría afirmar cuánto tiempo transcurrió, si minutos o años, y daba la malévola impresión de que todo aquello acontecía en silencio. La canción (¡era una canción!) parecía estar de pie y medir cinco metros, con el autoestima del arte subyugado y el cáncer. Tricky la descoyuntó, la volvió a incorporar en caprichosas cumbres y atalayas, juego de notas tenues. “¡Can’t hardly breeeathe…!”El efluvio vocal de Martina Topley Bird —profunda cuando la veo, hermosa cuando no la veo— fue el corolario de una poética lumbar que terminó corroída en membrudas facciones.

El azadón, utilizado a mansalva contra la tierra húmeda —ejercicio antiquísimo, primordial para la civilización— es llamado barbecho, y no soy capaz de explicar de otra manera lo que Tricky hizo con nosotros durante los veinte minutos (¿cuarenta?, ¿sesenta?) de ese maldito encore, hurgando en espera del agua. Y el agua llegó, ponzoñosa.

“¡Can’t… ha-hardly… bre-eeeeathe!”

Hace medio siglo el blues de Chess Records fue colocado en un ataúd de pino y sepultado en tierra limo. Polizonte natural, cavador a la inversa, Tricky nos indujo a una procesión que atemorizó los breñales del Caribe para extraer el hediondo ataúd, desatornillar cada remache entre chillidos de música creole y retozar en su ajuar funerario. La intriga reside en la cola encorvada de un animal bíblico. Lo hicimos por convicción: exhumar un ataúd, levantar siete templos, lo mismo da. Quizá no, quizá nos engañaron pero, si fuimos marionetas, ¿quién tensaba los hilos? ®

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Publicado en: Mayo 2011, Narrativa

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