Un chiste para variar

El hojalatero en siete actos

En este país todos somos culpables. A continuación una crónica humorística y gruñona protagonizada por vecinos violentos, niños mafiosos y sonrientes estafadores de la calle.

Primer acto: favor de no estacionarse

Presunto retrato de mi vecino

Sin darme cuenta estacioné el coche en la entrada de un vecino. Mi distracción fue correspondida con un rayón del tamaño de mi brazo y una abolladura de las dimensiones de mis nalgas. Lo cual es poco para nalgas, mucho para abolladura: me costaría un brazo y es más de lo que mi culo puede pagar. Caray, ¿qué pasó con la vieja tradición del bajón de llantas?, reflexioné inmediatamente. El percance vino acompañado de una nota, tan ofensiva en su mensaje como en su falta de ingenio: respeta mi espacio y respeto tu carro. Al día siguiente había colgado cuatro letreros de no estacionarse en el mismo árbol y dos más en la pared. En una de las ventanas que dan a la calle alcancé a vislumbrar el rostro de Emilio González, gobernador de Jalisco, en un cartel. Lo consideré un agravante moral.

Me encerré en mi habitación a digerir la bilis y fraguar la justa venganza mientras me cortaba las uñas de los pies. Consideré escribir un elogio a la civilidad, alegar que lo último que necesita el país en estos años violentados son vecinos gilipollas. Titubeé entre la opción de hacerle vudú a su troca o dejarle en la puerta de su casa un hurón en un moisés. Justo cuando me rebanaba un trozo del meñique se me ocurrió una pregunta trascendental. ¿Qué podría dejar en su jardín que fuera discreto, pero apestara por varios meses? Tal vez contratar al jardinero y el pepenador con los que platico a veces (es decir, me alburean y se ríen), pagarles una suma razonable para secuestrar la mascota del infeliz. Repasé sus currículos: se sientan todos los días a beber un tequila que transportan en bolsas y sirven en botellas de plástico partidas a la mitad. Quizás aquel obeso niño arrabalero que patrulla y comanda la cuadra podría hacer el trabajo. Mejor no, así que acudí a mis amigos del Facebook, gente ilustre, pensante, profesionista, sugirieron: “Pártele su madre”, “Quiébralo, quiébralo”, “Échate a su vieja”, “Yo me lo puteo” y “Dale un plomazo en la rodilla”.

Tomando en cuenta que hoy en día el vecino puede ser el pozolero, me resigné a estacionarme siempre a una cuadra de distancia. Subí las escaleras cabizbajo, refunfuñando improperios, prendí la televisión, estaban pasando un reportaje sobre la desnutrición en Centroamérica, luego entrevistaron durante quince minutos a una mujer que se rompió una pierna porque un delfín aterrizó en su yate. Eso me encabronó aún más. Los noticieros, el gobernador de Jalisco, el gordito mafioso, los vecinos y el delfín.

Segundo acto: un gran negociador

Dos días después del incidente un sujeto con sonrisa contagiosa y borracha, sospechosa y malandra, me esperaba afuera del departamento. Era el hojalatero con su diente de hojalata brillando al sol. Nunca lo había visto, ni estaba enterado de que esos servicios pudieran hacerse a domicilio. ¿Pudo ser él quien lo rayó? Le di el beneficio de la duda. Recién pasado el año fiscal, después de que la Secretaría de Hacienda me robó mi inocencia, había decidido ahorrarme el gasto por unos meses.

—Oiga jefe, ¿y en cuánto me saldría el chistecito?

—Trescientos cincuenta y se lo dejo como nuevo.

—Es mucho, para eso lo llevo al taller —declaré mientras me encaminaba a la puerta.

—Bueno, se lo dejo en doscientos cincuenta —insistió afilándose el bigote con los dedos.

—Doscientos y ahorita regreso con el varo.

Soy un gran negociador, me reconforté pensando mientras le entregaba el dinero. Después le conté al amigo con quien vivo de aquel buen hombre y la dichosa casualidad de haberlo encontrado. De vez en cuando me asomaba por la ventana para ver que no se fuera a escapar con el carro a Colima. Afortunadamente estaba demasiado ocupado: su esposa y su hija montaron un campamento vespertino, con papitas, galletas y refrescos, en el estacionamiento de la vecina del seis.

Tercer acto: las piezas

La tarde del día siguiente escuché a un hombre gritando por la ventana: era el hojalatero sonriendo bajo una cachucha del PRI. Gritaba desde la banqueta sin la menor consideración por la pobrecita doña del cinco que no sólo es neurótica, sino que comparte su espacio con tres chihuahuas y dos pubertos. Todavía no sé distinguir cuándo le grita a cuál. El buen hombre venía a terminar el trabajo del día anterior. De nuevo me pidió las llaves del coche, el flanco derecho había sido destartalado por dentro sin que me enterara. Al menos regresó para arreglarlo, pensé. Otra vez se instaló el picnic familiar. Hasta la noche sonó el timbre.

—Ya quedó, jefe, hubo que cambiarle unas piezas, fui a comprarlas con mi hermano, por eso me tardé. Van a ser cuatrocientos pesitos.

La tarde del día siguiente escuché a un hombre gritando por la ventana: era el hojalatero sonriendo bajo una cachucha del PRI. Gritaba desde la banqueta sin la menor consideración por la pobrecita doña del cinco que no sólo es neurótica, sino que comparte su espacio con tres chihuahuas y dos pubertos. Todavía no sé distinguir cuándo le grita a cuál.

¿Piezas? ¿Qué piezas? Hasta ahora no sé cuáles piezas eran, para qué servían o dónde las puso. Las piezas, el vecino, los chihuahuas, las filas en Hacienda, el delfín. Mi coche no tenía daños en sus interiores antes de que el sujeto lo interviniera. Mis conocimientos automovilísticos son limitados, por no decir nulos o contraproducentes, el buen hombre pudo haberme dicho que cambió las balatas para arreglar la puerta y se lo hubiera creído. Logré rebajar el precio a la mitad y acordamos que regresaría al día siguiente para maquillar lo que quedaba del rayón. Tuve que bajar una calculadora de internet para poder concluir que me habían cobrado lo mismo por reparar el aluminio de afuera que por descomponer el plástico de adentro. Comencé a sospechar que mis habilidades para negociar no eran tan buenas como pensaba.

Cuarto acto: los pedazos

El hojalatero regresó tres días después, estaba tan sonriente que casi le sonrío de vuelta. Desde que se entrometió en la historia todo había ido de mal en peor. Me pidió que le prestara una cubeta. Le puso una franja de masking tape a la puerta del coche, estuvo sentado en la cubeta por varias horas. Volvió a timbrar, me dijo que necesitaba comprar pintura y le deseé suerte, pero él quería dinero. Ochenta por la pintura chida o cincuenta por la chafa. Me negué todo lo que pude, aunque terminé pagando treinta por la chida. Pasaron semanas, la cubeta se quedó tirada tres días y el sol derritió la cinta en el aluminio.

Al día siguiente acomodé algunas bolsas del súper en la parte trasera del auto. Escuché un ruido estridente y opaco. Cuando eché un vistazo atrás encontré la bocina en la bolsa de los quesos y la manija de la ventana infiltrada entre los jitomates.

Quinto acto: misa de siete

Por 300 pesos más me ofrecían dejar mi carro así

Pasó más de un mes antes de que volviera a encontrarlo. Iba manejando a unas cuadras de mi casa cuando alcancé a vislumbrarlo a lo lejos, caminando con su esposa. Estacioné el coche en medio de la calle, corrí hasta alcanzarlo. Palabras más, palabras menos, le dije que era un estafador y que le hubiera costado lo mismo hacer el trabajo bien que mal. Me respondió que tenían prisa porque iban camino a la iglesia, pero regresaría en la semana para saldar sus cuentas. Por supuesto, no lo he vuelto a ver.

Sexto acto: cosmos

Vecina, balatas, chihuahuas; delfín, noticiarios, impuestos; neuróticos, estafadores, pubertos; iglesias, no estacionarse, gorra del PRI; terremoto, cubeta, Emilio González; el gordito, la misa, mis nalgas.

Séptimo acto: tetris

Vecina, balatas, chihuahuas; delfín, noticiarios, impuestos; neuróticos, estafadores, pubertos; iglesias, no estacionarse, gorra del PRI; terremoto, cubeta, Emilio González; el gordito, la misa, mis nalgas.

La gracia del estacionamiento de mi edificio es que hay siete lugares para ocho departamentos. Ayer conducía de regreso a mi casa, atarantado por los terremotos y los delfines, el atardecer me cegó justo cuando intentaba estacionarme a cinco centímetros de una reja, quince de los botes de basura, y treinta del carro de la vecina. La antena parabólica cubrió el sol por un instante: un pepenador pescaba una sandwichera del bote orgánico y una anciana de la casa de al lado me observaba bajo juiciosas gafas. Crash y recontracrash y un largo crijjj. Me estrellé contra la reja. Lo vi y me vi viéndolo en cámara lenta: el golpe, la sandwichera, la anciana poniendo gesto sacerdotal, escabulléndose, subiendo las escaleras como si tuviera cincuenta años menos. Me bajé para constatar los daños. Rayé la parte frontal izquierda y quebré un faro.

—Órale, que buen chingadazo, ahora sí le diste en su madre —dijo el pepenador mientras me daba una palmada en la espalda.

Sí, bueno, jmmm. Gracias por la información. Disculpe las molestias. Que tenga un gran emparedado. Me voy a gruñir a un lugar mejor. ®

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Publicado en: Abril 2011, Todos los puentes quemados

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  1. Genial, tu cronica esta chida, es una especie de panorama general de la vida moderna, chido en verdad, por el otro lado hubieras juntado banda para partirle su madre a tu vecino.

  2. Joaquín Peón Iñiguez

    Ostias, tío, es que no encontré una palabra en mexicano que le quedara mejor.

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