“No creo que todo mundo tenga que hacer poemas, pero sí creo que hay una función del lenguaje que sólo la poesía puede alcanzar», dice Herbert en esta conversación.
Aunque sea la voz de un hombre al que hace muchos años
le arruinaron la sonrisa
aunque sea la voz de un haragán
mi voz también puede tomarte por los hombros
y decir suavemente
“estoy cantando
estoy cantando para ti”
—Julián Herbert
Fade in
“Dejé de escribir poesía hace tres años, más o menos, tres años y medio, cuando mi hijo empezó a hablar. Entonces me dejó de interesar hacer poemas porque todo ese proceso del poema, de la creación del poema, de la rareza del lenguaje, lo experimentaba en mi casa. Cuando los niños están adquiriendo la lengua dicen cosas rarísimas”. Han pasado un par de semanas desde mi encuentro con Julián Herbert, de la entrevista que le hice a las afueras de la Academia de Arte de Berlín. Releo sus respuestas transcritas. Aseveraciones, dudas, titubeos entre dos que charlan como viejos conocidos. Pienso: sus palabras derriban muros de tedio y arrancan de los planes frustrados el misterio.
A las puertas de ese edificio de 1960, ubicado a unos pasos de la estación de trenes Belleveu, en Hanseatenweg, junto a Tiergarten y el Mitte, Herbert se ve sin rastro de jet lag que le tiemble. Estamos sentados en una de las mesas de la terraza. La entrevista ocurre luego de su participación en el foro de este inmueble, sede del 17 Festival de Poesía de Berlín —del 3 al 11 de junio—, y sólo horas después de haber cruzado el Atlántico.
Mientras trato de dar forma a esta entrevista leo un tuit suyo, posteado el 21 de junio: “Hoy escribí un poema, y escribir un poema es como fornicar: es más difícil pelearse con la gente después de hacerlo”. Entre lo dicho en nuestra charla y lo tuiteado en esa fecha han pasado masacres, discusiones férreas, triunfos y derrotas. El embrujo suministrado por su hijo pequeño, parece, se ha roto. Herbert ha vuelto a escribir poesía. Ese poema —infiero— surgió de sus entrañas, porque de eso habló el autor de Algunas estúpidas razones para volver a Berlín (2013): “Los pinches poemas son para tener una experiencia; no son para ser poeta, para que te inviten a un festival. Hacer poemas es tan vital, güey, que no tiene caso hacerlo como por obligación”.
Julián volvió a Berlín —por estúpidas razones o no— para intervenir con sus poemas en este festival, organizado por el Taller de Literatura de esta ciudad y en el cual participaron 150 poetas de 37 países —menciono tres: el estadounidense Charles Simic, la siria Rasha Omra y la rumana Ana Blandiana—. Él, Julián, y el también mexicano Luis Felipe Fabre fueron los únicos poetas en lengua española del festival, cuyo lema fue Kein schöner Land (Ningún país hermoso). Según los organizadores, esta edición ha sido la de mayor carga política. Las mesas redondas, lecturas y charlas giraron en torno a temas actualmente decisivos: crisis de refugiados y crisis migratoria en Europa, violencia y zonas de guerra.
Herbert leyó material escrito hace varios años, aunque vigente. Él y el músico japonés Ryo Fujimoto presentaron un ensamble de palabras, música electrónica y un video rabioso y provocador. Los artistas y poetas de este evento fueron convocados por El Congo Allen. Los otros dos duetos fueron los de Kelvin Sholar y Jessie Kleemann, y Jimi Tenor y El Congo Allen. Pero el de Julián y Ryo fue muy exitoso. Herbert sabe cómo moverse en el escenario, sabe rapear, sabe balbucear sus textos. Gritarlos. Prenderles fuego. Le gustan los escenarios. Incluso recuerda que tiene su banda de rock.
Con una dura discusión arrastrada desde México por la publicación de la “antología oficial” que se presentó —días después de esta entrevista— en el Mercado de Poesía de París, intitulada México 20, nueva poesía mexicana, Herbert recuerda la primera vez que pisó Alemania, en el 2006, cuando participó en el festival Latinale. De forma azarosa, dice, poemas suyos llegaron a manos del poeta argentino Washington Cucurto, quien decidió publicarlo en su editorial Eloísa Cartonera. El argentino le regaló a su amigo periodista y editor alemán Timo Berger, uno de los organizadores del Festival de Poesía Latinoamericana de Berlín (Latinale), un ejemplar de Autorretrato a los 27. Lo demás fue consecuencia y Berger lo invitó al Latinale.
Miro a Herbert, sus rasgos indígenas, duros y suaves. Un rostro mexicano. Ojos oscuros de muchacho que ha dejado de ser muchacho y haragán y que, al contrario, trabaja, se sumerge y debate y, sobre todo, crea. Tras aquella lectura en Latinale, no exenta de performance visual y postura roquera, Herbert fue invitado al festival de poesía de Berlín 2009.
En 2012, gracias a una beca–relámpago, volvió a Berlín para escribir una crónica —“Algunas estúpidas razones…”—. Herbert, nacido en Acapulco, ha publicado cerca de veinte libros entre cuento, novela, poesía, ensayo y crónica, y ha recibido varios permios. No habla alemán, pero le gusta. “Es una lengua difícil, ¿no, güey?” Con todo, deja fluir en sus textos su propia y peculiar experiencia con otro(s) lenguaje(s). Esa experiencia está marcada por su vida en la frontera con Estados Unidos.
“Decían que no hacíamos poesía, sino chistes”
Bebemos cervezas y platicamos. En el escenario es otro. Aquí, en esta mesa, junto a un amigo suyo, presentado como Edmundo, y quien nos ha invitado la ronda, es otro: más sereno, más calmado, suave. Una mujer colombiana, quien se presenta como la poeta Valentina —Ramona de Jesús—, se ha acercado a la mesa o, más atinado sería decir, se ha acercado a Julián porque le gustó su presentación. Ella termina por sentarse y habla de proyectos de poesía independiente impulsados en la ciudad de Bertolt Brecht. La grabadora registra su voz y su breve plática con Julián. Herbert repite que le gusta mucho Berlín: “Sí, güey, cómo me gustaría vivir aquí un rato”. En twitter no tarda en postear una foto en alguna esquina alemana cuyo nombre es Herbertstraβe, “para que vean que el amor es mutuo”.
Berlín es una ciudad posible en lo imposible. Mientras las ciudades de México se sumergen en el caos y el infierno, en esta capital europea fluye una locura edulcorada, idílica y salvaje entre jardines, drogadictos, ríos, reconstrucción de viejos edificios bombardeados en la II Guerra Mundial, cerveza, salchichas, kebabs, bicicletas–cafres. Julián observa desde sus retinas. Escribe y reflexiona desde Coahuila. Trabaja con escritores noveles, los impulsa, los tallerea —así le dice a Ramona de Jesús—, además aprovechar el tiempo que le permite el nada mal nutrido apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte mexicano. Aunque produce, reconoce: “En este momento, güey, estoy tratando de ordenar mi vida. Estoy un poco alejado de la literatura. Tengo cosas que necesito arreglar”.
Grueso de cuerpo, con una mochila de lona llena de piedras o quién sabe qué cosas, Herbert sumerge su español de acento norteño, su risa irónica y lacónica en la rígida estructura del alemán donde fluye nuestra conversación. Son más de las nueve de la noche en Berlín y el sol no ha caído. Es viernes 10 de junio y, mientras en México se alistan protestas y marchas para recordar la masacre del jueves de Corpus, orquestada contra estudiantes por el gobierno priista de Luis Echeverría, en 1971 —año del nacimiento de Julián—, la gente aquí en Berlín está excitada por el calor y la fiesta. Se habla, se bebe vino y cervezas; huele a tabaco y, por momentos, a mariguana. El verano berlinés provoca. La gente quiere celebrar. El amigo de Herbert nos invita a una fiesta: “Va a haber muchas chichis”, dice. Julián no tiene respuesta. A las seis y media de la mañana debe tomar su vuelo a París. “Te vas sin dormir”, le dice su compa. Es tentador, lo estoy pensando, dice Julián. Al final no irá a ninguna fiesta.
Pero no se angustia. Tiene las cosas arregladas en Europa. Agenda. Disfrutar del viaje, leer su trabajo. Viajar por estas dos capitales europeas. Parece estrella de rock. Ya nos ha dicho por qué lo invitaron al festival de Berlín, es decir, por qué a él de entre una amplísima gama de poetas mexicanos con propuestas igualmente interesantes. El azar, resume. Quién paga: Año dual México–Alemania: cooperación entre organizadores, embajadas y Secretaría de Cultura mexicana. Su participación en París coincidió con la invitación a Alemania. Así que Herbert está aquí y bebe cerveza. ¿Por qué no? Luis Felipe Fabre y él, los únicos poetas en español del festival. Herbert repara: “Qué chistoso”.
—Ese güey (Fabre) y yo nos conocimos de chavos y nadie nos hacía caso. Decían que no hacíamos poesía, sino chistes. Yo creo que cambió mucho el paradigma.
Discursos intergeneracionales + tradición, para sacarla a bailar
Para qué, por qué seguir haciendo poesía. El autor de Canción de tumba dejó de hacerlo durante tres años y medio. Con todo, replica: “Creo que es una necesidad política y estética del lenguaje. No creo que todo mundo tenga que hacer poemas, pero sí creo que hay una función del lenguaje que sólo la poesía puede alcanzar. Como Luis Felipe Fabre, que tiene una formación tradicional y puede escribir villancicos y con eso contar una historia, agarrar un documento histórico del Virreinato, de unos güeyes quemados por ser homosexuales,y a partir de eso construir un libro para reflexionar sobre la discriminación sexual en el siglo XXI. Eso me interesa mucho y hay muchos espacios para ello. No sólo es necesaria (la poesía), es fundamental”.
—La poesía mexicana, ¿qué aporta al diálogo con la de otros países?
—Es una pregunta complicada, porque lo que tiene [la poesía mexicana], el punto de partida es la lengua. En ese sentido creo que Latinoamérica y España son la lengua española y eso ya es una determinada visión del mundo. Siento que además hay distintas visiones de esa lengua. La lengua española es tan vasta que una de las cosas que puede aportar al mundo es la plasticidad, esa amplitud de lenguajes que tenemos y que puedes incorporar, como Jaime Huenún que incorpora el mapuche a su discurso en lengua española, o discursos muy urbanos y muy neuróticamente intelectuales, como el de Germán Carrasco, que aportan otra cosa. Es una lengua tan grande, con registros tan vastos, que es ahí, en la poesía, donde sale todo. Pero también creo que en Latinoamérica están pasando más cosas que en España. Hay más complejidad, y en ciertas regiones las cosas que están pasando son más radicales.
Herbert habla en seco. Directo: parece no reflexionar. Infiero: tantas lecturas y tantos libros escritos, tantas entrevistas. Repetir lo pensado. Reescribirlo. Sacarlo en seco. Como un desierto que sabe lo que ocurre cuando alguien se pierde en su invisible laberinto. Irónico y risueño. Así parece. Así, su evolución desde su entrada en las letras mexicanas con Soldados muertos (1993). Sus palabras y posturas generan debates, amigos y enemigos. La última derivada de la inclusión y sus respuestas ante la publicación de la antología con la que el actual gobierno priista de Peña Nieto ha querido presentar en Francia un supuesto panorama poético de México: muestra para franceses cuyo origen, lamentablemente, huele al sistema de corrupción y control propios del sistema político mexicano, más a eso que a un trabajo serio literario. Ese tema no es el eje de esta conversación, pero está y Herbert reconoce el incendio, lo que ha generado, lo que ocurre en la poesía mexicana contemporánea.
—Hay una discusión y hubo una ruptura, güey, desde principios de milenio, en la poesía mexicana —dice, y tras un trago de cerveza, continúa:
“En 2002 hubo un choque de trenes y estilísticamente cambió mucho el paradigma en México, que se supone que era una poesía más formal, contenida, y de pronto aparecieron poetas con otros registros. Muchos poetas jóvenes, sobre todo nacidos en los ochenta, generaron muy buenos poemas, más atrevidos en muchas cosas. Se recuperó a poetas que habían hecho eso tradicionalmente y que estaban en la orilla. Pero lo que cambió más que nada fue el paradigma, más que la poesía. La manera en la que se valora a la poesía sufrió una modificación”.
Una de las organizadoras del festival se acerca a la mesa para decirle a Herbert que la cena de invitados está lista. Ahora voy, dice él. Después nos confiesa que no tiene hambre. Mejor otra cerveza. Su amigo picha otra ronda. Herbert vuelve a la charla:
“Creo que es un momento efervescente para la poesía en México, al mismo tiempo que las redes sociales y la cantidad de editoriales independientes se detonó. Sin embargo, siento que lo que nos falta en realidad es la construcción de una crítica y, además, nos faltan discursos intergeneracionales. De pronto está mucho el rollo que dice que cierta generación es de un modo o que la generación de los jóvenes es más pop, más desmadrosa, con más sentido del humor, pero siento que no es cierto. Lo que nos hace falta es cruzar discursos intergeneracionales”.
—Cualquiera podría hacer poesía y publicarla, ¿no?, además, parafraseando lo que dijo Fabre hace unos días aquí, los poetas mexicanos, en tiempos violentos, ya tienen su poema sobre la violencia…
—Esto es algo complicado. Si me preguntas a mí, creo que un poeta requiere… Soy partidario de la tradición, aunque dicen que lo que hago es rapear y que soy muy desmadroso. Pero me formé en la tradición, leyendo Siglos de Oro. Entonces es complicado. No creo que haya una fórmula de cómo se debe hacer poesía. Un poeta debe construir su discurso por sí sólo. Para mí es muy importante la tradición. Creo que, como decía Pound, el aprendizaje de la técnica, de la teoría, es una prueba de sinceridad porque si crees que lo que quieres decir realmente vale la pena, pues vale la pena el esfuerzo de buscar el conocimiento de la poesía y asumir la tradición. En ese sentido, creo mucho en los poetas modernistas, en los imaginistas, en la poesía modernista de lengua inglesa: Eliot, Pound, Williams. Para mí siguen siendo un referente.
”En lo que no creo tanto es en la cosa acartonada de que la tradición tiene que respetarse. La tradición tiene que conocerse no para respetarse, precisamente, ni que estuviera muerta. Al contrario, la tradición la conoces para juntarte con ella y para sacarla a bailar de una manera más gozosa”.
“Yo sí creo en el chovinismo”
Herbert recuerda que pasó la mayor parte de su infancia en Ciudad Frontera, Coahuila, aunque prácticamente ha vivido siempre en ese estado. “Aquel era un pueblito de nada, a donde no llegaban las ideas modernas ni académicas ni nada. Estaba cerca la biblioteca [Harold R.] Pape, muy buena, pero todo eran cosas más tradicionales. Había ciertos hitos, como una antología de poetas de lengua inglesa nacidos en los treinta, fue ahí donde aprendí inglés, tratando de traducirlos. Desde chico leía Siglos de Oro y la narrativa rusa básica. Al mismo tiempo, al estar cerca de la frontera con Estados Unidos, esto te da una cosa más pragmática, menos respetuosa, no sé cómo decirlo, frente a la lengua inglesa y la española. Digamos que la influencia del inglés en el noreste de México fue benéfica. Me dio una idea del idioma menos formal o escolar. Una cosa así”.
El amargo sabor de la cerveza alemana es el sol de la noche. Julián pasa su trago y lapida: “Yo creo que un escritor se forma más de los accidentes, güey, más de eso que de tener un proyecto, un programa. Las cosas que no sabes o no entiendes o te enseñaron mal, esas son las chidas, las que te dan un background”.
No escribe en inglés, pero “experimenta un poco” con él: “Lo utilizo, lo incorporo porque en mi región eso es una cosa natural. Muchas palabras que uso en inglés las uso desde niño. Pero no creo en el rollo de la literatura norteña”. Otro tema de arduo choque. Discusión sin punto final, ante lo que el escritor de Cocaína (2006) remarca: “La parte en la que yo creo de esa discusión es que yo sí creo en el chovinismo”.
—Yo sí creo que un escritor chiapaneco tendría que reivindicar el hecho de ser chiapaneco, y un escritor de Tabasco igual tiene otros referentes. Pero eso no es para construir un discurso regional de poder. No. Es para incorporarlo a la lengua, de la misma manera que, por ejemplo, en los últimos años en Argentina hay una narrativa que es muy chingona e interesante, la cual viene de las ciudades pequeñas y no de Buenos Aires. Pero no es una cosa ideológica, sino que ciertos escritores de ciudades pequeñas se pusieron a captar su experiencia del idioma, de su entorno, de lo semiurbano, y eso es interesante no porque hable del margen, sino porque habla de una experiencia del lenguaje asumida —aclara de un golpe.
Por un momento la figura amistosa frente a mí, relajada, compa, revela la de un tipo que ha leído un chingo y ha pensado otro chingo en lo literario. Esto no está peleado con el hecho de que la mejor palabra, la palabra fuego, sale de las entrañas, como le ocurrió con su novela Canción de tumba (2011), un texto que empezó a redactar por desahogo, en el hospital donde moría su madre.
—Tolstoi decía algo sobre el hecho de que un escritor no necesita salir de su propia región, escribir desde ahí…
—Claro. Yo sí creo que hay esa relación de que lo local tiene un carácter universal.
—Cómo construirlo, cómo alcanzar ese carácter “universal” desde lo “local”. Cómo lo has logrado tú… Otra vez estás en Berlín…
—Yo no sé si lo he logrado.
—Pero con todo y el ensamble que hiciste con Fujimoto, tienes registros que a los alemanes les gustó mucho, aunque hayan seguido tu lectura desde una traducción…
—Creo que, es sólo una idea… No sé, no sé cómo lo pueda hacer alguien más; quiero decir, a mí lo que me ha funcionado es no pensar que estás haciendo algo especial o que estás cambiando algo o que formas parte de algún movimiento. Creo que es algo más simple. Es decir, que tu experiencia con el lenguaje de manera cotidiana y a la hora de escribirlo sea real, que estés concentrado en ella. Yo lo que creo es que como escritor no tienes que defender el discurso de lo regional o lo ideológico, ni de lo culto o popular. Lo que creo es que tienes que asumir todas esas cosas desde tu temperamento y enfocarte lo más posible en que lo que escuchas, y lo que recoges, esté construido de la manera más precisa posible.
“…o tengo mamá o tengo novela”
—¿Cómo trabajas? ¿Vas por ahí con una libreta, recuerdas prodigiosamente las cosas como Arreola…?
—Depende del sapo la pedrada [risas]. Yo lo que hago es que trabajo en un libro. Como proyecto. No trabajo de forma aislada, es decir, déjame hago un poema o déjame hago un cuento. Empiezo a escribir un cuento y digo voy a trabajar ciertos aspectos narrativos aquí, o como con Canción de tumba, cuando me di cuenta de que eso podía ser un libro… Es decir, yo empecé a hacer eso como una escritura personal, pero en el momento en que me di cuenta de que eso podía ser una novela me dije, la reflexión que importa aquí es por qué razón una experiencia personal puede convertirse en una novela.
—Te surgió al momento de una frase, un instante… ¿Cómo te diste cuenta?
—En el caso de Canción de tumba, ya lo he contado, mi madre estaba en el hospital. Era la segunda noche. Como a las dos de la mañana yo estaba en una silla tratando de dormir, pero en una silla que no tenía nada, es decir, recargado en la pared, y en la centralita de las enfermeras prendieron el radio y salió la rola de Calle 13 que dice “Atrévete/ salte del clóset/ destápate”. Oí esa canción y me pareció que era como una invitación para contar yo mis propias experiencias. Entonces abrí la computadora y lo que hice fue, primero, empezar a transcribir la letra y, luego, empecé a escribir: “Mi mamá era prostituta, se cambiaba de nombre…”, es decir, cosas sueltas, pero no estaba pensando que estaba haciendo un libro. Lo estaba haciendo como una cosa de vaciar, así, de sacar. Lo empecé a hacer todos los días. Mi madre estuvo cuarenta días en el hospital y todos los días hacía esto. Como a los veinte días me dije: aquí lo que hay es una novela, esta madre puede ser una novela. Pero, además, me dije, si mi mamá no se muere, ¡no hay novela, güey!
—Qué cabrón…
—Sí, cabrón. Es decir, me dije: o tengo mamá o tengo novela. No puedo tener las dos cosas. Y lo que pasó ahí fue empezar a reflexionar sobre el porqué cuentas historias.
—Tu exploración metaliteraria…
—Para mí, una de las cosas importantes de la novela es eso, que es como un reality show, que es como que estás haciendo las cosas y te estás viendo en una cámara cómo haces esas cosas. Cada libro te pide que inventes su técnica. Hay una técnica particular para cada uno. Hay libros que escribí navegando en internet y sacando frases sueltas, y luego viendo cómo eso funcionaba.
—Un poco dadaísta, ¿no?
—Sí. Mi primer libro de poemas, El nombre de esta casa (1999), lo que hice fue que me salí a caminar y trataba de hacer los poemas de memoria, primero. Trataba de construir el poema de memoria, me llevaba como media hora, cuarenta minutos. Luego llegaba y los transcribía. Luego los iba corrigiendo. La única cosa que creo que hago todo el tiempo es que escribo en voz alta.
—¿Traes una tonadita, un acento ya, un ritmo…?
—No sé si uno en particular. Escribo una frase, luego la leo en voz alta. Por eso casi todos mis textos me los sé de memoria. Un poemario lo planteo también como un libro. No tanto por el lado de los temas, sino sobre todo por la sintaxis. No la forma en el sentido tradicional, sino la visualidad. Por ejemplo, para El nombre de esta casa empecé a hacer un poema que se llama Gente y lo que quería era hablar de las cosas más cotidianas. Luego, cuando hice Kluba Khan (2005), lo que me interesaba era la relación entre el pop, las redes sociales y la tradición cultural de Occidente. Éste tiene mucho más pastiches y juego. Luego Pastilla camaleón (2009), ahí lo que me preocupaba era la relación entre la imagen onírica y el sonido de la poesía tradicional. Es un libro con versos más medidos, como trabajado de una manera mucho más tradicional. Así que depende de eso. Creo que uno sabe la obsesión en la que estás metido en un momento y entonces lo sacas.
A la mayor parte del mundo la poesía le viene valiendo madre, ¿no?
“Hacer poemas es tan vital, güey, que no tiene caso hacerlo como por obligación. Es decir que si eres poeta entonces tienes que hacer poemas. Eso me parece una idea rarísima. A nadie le interesa la poesía. No vende, la poesía. Es como que estás ahí solo, güey. Yo siento que de pronto esa cosa de los egos en la poesía tiene que ver con el rollo de que quieres que sea súper importante porque sólo es súper importante para ti, y quizá para un grupo de personas, pero a la mayor parte del mundo le viene valiendo madre, ¿no? En ese sentido, a mí me parece que la poesía, la verdadera poesía, es muy subversiva. Un poema chingón es más subversivo que cualquier discurso ideológico sobre cualquier cosa, ese rollo que decía Fabre, ¿no?, de que ahora todo el mundo en México tiene ya su poema sobre la violencia o sobre los pobres muertos en México… Es decir, yo creo que la poesía es algo mucho más radical”.
—¿Por ejemplo?
—Me parece muy subversivo Mario Montalbetti, la manera en que tuerce el lenguaje. Hace cosas muy líricas y luego las descompone un poco para que veas cómo está armado el carrito por dentro. Otro, Héctor Viel Temperley, el Hospital Británico, me parece un trance ejemplar de lo que la poesía puede ser como experiencia vital. A este güey le sacan un tumor de la cabeza y en su alucinación mística ve su propio tumor en el cerebro como las llagas de Cristo. Además, es raro el Hospital Británico porque es un poema católico, que casi no hay en la lengua española contemporánea. Éste es un güey muy raro. Además, en su libro hace cosas como de dj, porque agarra fragmentos de sus poemas anteriores y los incorpora, incluso poniendo la fecha entre paréntesis, con la idea de que haya una premonición en su poesía de que antes de tener el tumor ya estaba la premonición del tumor, y los incorpora y al hacer ese juego les cambia el sentido. Creo que hay un montón.
—En México…
—Gerardo Deniz creo que es fundacional. Me importa mucho la obra de David Huerta. Creo que, siendo un poeta como más formal, apegado a la tradición, hizo cosas muy radicales. Incurable me parece un poema muy radical. Tedi López Mills me parece una mega poeta, una escritora muy chingona. De mis contemporáneos cercanos, de mi temperamento, José Eugenio Sánchez, poeta de Monterrey, que somos amigos desde adolescentes, y Luis Felipe Fabre. Se me hace muy loco que estemos los dos en Alemania.
—¿Qué piensas sobre la idea de que los artistas se atreven más a renovar, a experimentar con el lenguaje, que los poetas… en México, Heriberto Yépez está rescatando a Ulises Carrión…
—No sé. Siento que es un tema para discutir. Finalmente, Ulises Carrión es un escritor que se convierte en artista conceptual, pero desde el mundo de la literatura. Así que, si lo ves técnicamente, no es tan elaborado como Gabriel Orozco. Lo que pasa es que viene de una mirada intelectual más cercana a un tipo de literatura. Creo que hay muchas conexiones entre el arte conceptual y la literatura. Hay una forma de teorizar acerca de los lenguajes. No sé, es una discusión muy complicada. Sobre todo, en México, la sociedad no valora mucho el arte conceptual. Pero el arte conceptual en México es muy chingón y tiene una tradición muy fuerte. Y eso pasa igual con cierto tipo de literatura. La literatura, en general, creo que hay una bronca, porque la literatura no nada más es el tronco de la tradición, sino las derivas que toma, y en la literatura mexicana hay una vertiente súper experimental y muy radical y muy rompedora desde siempre, desde, no sé… En términos de géneros literarios, la obra de Martín Luis Guzmán no la puedes clasificar: ¿es novela, testimonio, crónica? Es decir, por ejemplo, Martín Luis Guzmán se parece mucho a Truman Capote y es quince años anterior a Capote. No sé, güey. La literatura mexicana es un chingo de cosas; un chingo, menos un chiste.
Valentina
“Perdón que interrumpa”, interrumpe Valentina Ramona de Jesús, y se dirige a Herbert, le habla de su lectura: “La música cambia la estructura de la poesía… la música es una reacción que es anterior al cuerpo y la mente, pero cuando miraba tu texto me entraba algo por dentro, el poema donde hablas de McDonald’s y las mujeres que no te quieren, esa voz me pareció el reverso de todo, la voz femenina. Me pareció interesante que tú te vuelvas esa cosa y que ruedas, va la lectura y no sabía dónde quedarme, como lector, si quedarme donde creía en la música o con el texto. Pero, en cuestiones de géneros, en la tradición, como el caso de Picasso, que primero fue realista y luego experimentó y se le consideró un genio, se trata esto de una tradición sobre todo masculina. Es decir, por ejemplo, si escribo cierto poema experimental y lo firmo como hombre es más probable que me digan ‘Bien, vamos, va bien, continúe’, pero si el mismo poema experimental lo firmo como mujer me dirán: ‘Nena, hazte un reality check’”.
—Lo que creo es que lo que hace la literatura en general y en este momento es confrontar la cuestión de géneros, no solamente sexual, sino como géneros literarios. Es decir, me gusta mucho hacer poemas que desde una voz masculina tengan esa tensión casi femenina, pero también que sean narrativos. No sólo el paisaje lleno de imágenes, sino que tengan una tensión narrativa. En el poema Don Juan derrotado lo que me gusta es cómo esa cosa que es femenino–masculino, y un güey jodido, pero que hace como un cuento. El texto que complica está bien porque es parte de la función de la literatura, es decir, sacarte de donde se supone que estás y atorarte. El sentido de la filosofía no es responder preguntas sino cambiar las preguntas, hacer preguntas nuevas. Con la poesía pasa eso, más que darte un conocimiento o eso, hay una cosa programática de la poesía que es cambiar el sentido de hacia dónde vamos, como la discusión sobre el género, lo haces de manera informal, y complicas el lenguaje.
Los cielos de Berlín
—¿Proyectos actuales?
—Como que estoy con otras cosas en mente. Otras cosas, personales, y siento que mi vida está en un… Ahora me interesa menos la literatura que resolver cosas en mi vida cotidiana. Además de que vengo de escribir un libro que me costó mucho trabajo, es el más largo que he escrito. Se llama La casa del dolor ajeno y es una crónica histórica sobre una masacre de chinos que hubo en Torreón, Coahuila. Lo hice en año y medio y fue un libro que me absorbió todo. Era investigar, escribir, ir a archivos, entrevistar gente, y ahora estoy como a medio gas. Trabajaba entre siete y doce horas diarias. Me lo aventé por la libre, y lo publicó Random House. En general, publico con ellos lo que es prosa.
—¿Cuándo vuelves a Berlín?
—Mañana, güey [risas]. Yo por mí me quedaba a vivir aquí un año, por lo menos. El amor que le tengo a Berlín es irracional. Me gusta subirme al metro, ver el cielo, ver a mis amigos.
—Los cielos de Berlín…
—Están chingones, ¿no?
Fade out
Suficiente. Apago la grabación. La charla sigue su curso en españoles distintos. Colorido loto de acentos españoles en el pantano frío del alemán berlinés. Edmundo prende un cigarro, dice algo, ríe. Se lo pasa a Julián; fuma. Te va a gustar esta madre, dice Edmundo. Pero yo casi no fumo tabaco, responde Julián. No, lo que tiene dentro. Cómo, pregunta Herbert, sacando el humo… El olor a mariguana se confunde con el ruido de los pájaros de la noche. No mames, dice Julián Herbert, qué tiene esa madre… me hubieras dicho, güey, con esa madre se me va el pedo. Edmundo ríe e insiste en su fiesta, en las chichis. Después nos vamos a otra fiesta muy buena, insiste. Este güey está re loco, dice Julián. Mañana a esta hora estará en París, como buen representante de poetas mexicanos, en un equipo que lamentable y desafortunadamente se hizo mediante un procedimiento lleno de vicios. No sé cuándo vuelva a ver a Julián. Edmundo se levanta y se despide. Deja sus datos por si queremos seguirlo en la fiesta. Julián parece emocionado por su viaje a París. Vaya tour, pienso. Para él, otra vez Berlín y luego París. No sé si vaya a la fiesta de este güey, dice, una lectura de poesía en París no la puedes perder. Voy con ellos, añade, señalando a la gente del festival, ahora vuelvo. Valentina y yo nos quedamos ahí, entre el ir y venir de gente frenética, con unas cervezas a la mitad. Ella me cuenta cosas de la movida poética en Berlín. Ella parece fascinada con Herbert. En unas horas descubriré que es una defensora de las que son extremadamente necesarias en el feminismo para sacudirnos lo soberbio, aunque esa es harina de otro costal. Herbert vuelve. Nos comunica su decisión. Son casi las doce de la noche. Voy a aprovechar que nos van a llevar al hotel, güey, está muy loco ir a la fiesta, no puedo perder el avión, se me antoja, pero ni pedo. Claro, digo. Parece cansado. Jet lag. Pásala chingón en París, digo. Claro, dice. Nos damos un abrazo. Se despide de Valentina. Sigue a su comitiva. Camina lento, como un poeta o rapero que fue joven y niño y ahora sabe que ya no lo es, con su mochila cargada de piedras o quién sabe qué cosas, otro mexicano más con su insurrección solitaria. Levanta la vista para ver la noche de Berlín. ®