Catorce de los mejores escritores de crónicas en México conviven en una sola antología para narrarnos, con documentada investigación y afilada pluma, la realidad de un país que cada día está más lejos del surrealismo y más cerca del horror.
No toleraba los textos mal escritos. Todavía recuerdo una vez que se enfadó a causa de una crónica tan mal redactada que rompió los papeles y se comió los trozos. Los masticó y se los tragó. Luego dijo: “Esto no merece salir de otro modo que como mierda”. Fue Ture Svanberg el que me enseñó el oficio de periodista. Solía decir que había dos tipos de escritores. “Uno es el tipo que cava la tierra en busca de la verdad. Está abajo en el hoyo echando la tierra hacia arriba. Pero encima de él hay otro hombre devolviendo la tierra abajo. Él también es periodista. Entre ambos siempre hay un duelo. La lucha de fuerza del tercer poder del Estado por el dominio que nunca acaba. Tienes periodistas que quieren contar y descubrir. Tienes otros que ejecutan los recados del poder y contribuyen a ocultar lo que realmente está ocurriendo”. Y así era. Lo aprendí con rapidez, a pesar de tener sólo quince años. Los hombres del poder siempre tienen empresas de limpieza y funerarias simbólicas. Hay cantidad de periodistas que no dudarían en vender sus almas por ejecutar sus recados. Volver a tapar la tierra. Enterrar los escándalos. Elevar las apariencias a verdades, garantizar la ilusión de la sociedad limpia.
—Henning Mankell, La falsa pista
En un voluminoso reporte de 900 páginas, pagado con dinero público y escrito con lenguaje aburrido y encubridor, el Instituto Batelle da cuenta de su investigación sobre un siniestro ocurrido en la Sonda de Campeche donde perdieron la vida veinte trabajadores de Pemex y dos tripulantes del barco Morrison Tide. El documento, valiéndose de artilugios de la fantaciencia, le lava las manos a la empresa paraestatal diciendo que los petroleros fallecidos tomaron decisiones equivocadas mientras navegaban en los botes salvavidas, conocidos como mandarinas por su color anaranjado. La culpa fue de los muertos, se concluye en este caso, uno de los catorce presentados en las siguientes páginas. Los muertos, lo sabemos, ya no pueden dar su versión.
País de muertos (Debate, 2011)es un libro que abarca apenas un puñado de tantas muertes impunes sucedidas en México. Se incluye siniestros como el de la Sonda de Campeche, el de la mina Pasta de Conchos y el de la Guardería ABC; muertes ocurridas en operativos oficiales, como el de la policía del Distrito Federal en la discoteca News Divine o el del Ejército mexicano en Badiraguato, Sinaloa; casos individuales como el de un maestro argentino de ping pong en Toluca, el de un joven empresario secuestrado en la Ciudad de México, el de un periodista independiente caído en Oaxaca durante un ataque paramilitar o el de un líder sindical asesinado hace casi treinta años. Masacres de indígenas como la de Acteal, Chiapas, o aquellas que giran alrededor del narco como la de Creel, Chihuahua, o la de Guamúchil de la Noria, Sinaloa, que oficialmente nunca existió. Las hemorragias imparables de Ciudad Juárez y Tijuana completan el listado.
Pero este libro no es una fosa común ni una sala del museo de los muertos. Tampoco es sólo una denuncia más de esa notoria impunidad que mata en el país desde hace tiempo y que cada día se torna menos noticiosa en sí misma. Para tratar de narrar el dolor de los muertos se reúne en estas páginas al periodismo de investigación con el periodismo narrativo, si bien ambos adjetivos siempre salen sobrando y se debería hablar de periodismo a secas. En los textos incluidos aquí es evidente la preocupación de sus autores de no ser cómplices de esas muertes; el encabronamiento de que las autoridades, o cualquiera, los orillen a ser cómplices. Con lo que se relata no se busca hacer pornografía de los muertos ni deleitar a los lectores con los apetecibles cuerpos de la desgracia ajena, sino crear empatía: el dolor que sintieron los muertos es inexpresable, pero en estas crónicas hay un intento por representarlo. Bien dice Froylán Enciso que los autores de estas crónicas son dolientes: dolientes que tratan de expresar el dolor que sintió el muerto. Ese dolor es una de las sustancias más difíciles de nombrar —quizá el dolor sea el origen del lenguaje— y por eso hay idiotas que en lugar de sentirlo buscan ser héroes enrolándose del lado de “los buenos” en las muchas guerras que hay en México, desde las más visibles, como la guerra por el control de las drogas, hasta otras mejor disfrazadas, como la guerra por el control de la explotación minera.
Emiliano Ruiz Parra, en la primera de las crónicas incluidas en este libro, reconstruye los sucesos ocurridos en el Golfo de México. Gracias a los testimonios recopilados directamente por el periodista, así como los recabados por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, fue posible saber que los petroleros jamás habían participado en simulacros marcados por los manuales de seguridad, que los equipos de respiración autónoma estaban encadenados y no pudieron ser usados durante la emergencia, que las alarmas nunca sonaron, que deliberadamente fueron bloqueadas las puertas de la zona habitacional y que una de las mandarinas accidentadas tenía pegotes de silicón que se botaron a la primera ola. Pemex había recibido un montón de quejas de las fallas que ponían en riesgo las vidas de los trabajadores y nunca actuó en consecuencia.
Este libro no es una fosa común ni una sala del museo de los muertos. Tampoco es sólo una denuncia más de esa notoria impunidad que mata en el país desde hace tiempo y que cada día se torna menos noticiosa en sí misma.
John Pilger cuestiona que en las clases de periodismo de las universidades no se diga que el Estado miente por costumbre. Si se dijera, considera el periodista australiano, el cinismo de muchos jóvenes reporteros no se dirigiría a sus lectores, sino a los que detentan una autoridad falaz. La crónica “El naufragio de las mandarinas”, de Emiliano Ruiz Parra, es periodismo que respeta la vida. Las demás historias narradas aquí también están nutridas de ese periodismo que se asume como instrumento de solidaridad con la vida, algo urgente en tiempos de tanta muerte.
En su crónica, Emiliano Ruiz Parra prueba la negligencia oficial que existe en la guerra petrolera y también transporta al lector hasta los sucesos de ese día, con una narración llena de guiños tanto a Joseph Conrad como a Gabriel García Márquez:
Una de las cientos de olas que los embistieron había alejado del bote al cocinero de noche, que nadaba a la deriva. Sujeto al malacate, un buzo bajó hasta la superficie del mar, lo abrazó por la espalda y lo sacó del agua.
Ambos empezaron a subir hacia el helicóptero tirados por el motor del cabo.
El marino, sin embargo, no soportó el peso del hombre robusto y agotado, del cocinero de noche que ya llevaba el rictus de la desesperanza. Unos metros antes de subir se le escapó de los brazos. Sus compañeros sólo alcanzaron a ver el hoyo que se formó en el agua. Los helicópteros no intentaron otro rescate de esas características.
Pero no se fueron. La noche cayó sobre el mar picado y las naves siguieron a los sobrevivientes en las largas horas de vida y muerte. Desaparecían unos minutos y regresaban. La luz de sus reflectores alumbraba las gotas de lluvia que bailaban al ritmo de las rachas de viento.
—Diosito, Señor, si tú puedes todo, haz que amainen los vientos —suplicó Pensamiento por segunda ocasión.
En el caso de la Sonda de Campeche, como en el que perdieron la vida los 65 mineros del yacimiento carbonífero de Pasta de Conchos, contado en este libro por Arturo Rodríguez, o en el de los 49 niños de la Guardería ABC, narrado por León Krauze, las responsabilidades gubernamentales existen por contundente omisión, y sin embargo ningún funcionario de alto nivel ha ido a prisión. La falta de justicia prevalece.
Entre las crónicas de este libro hay dos escritas por periodistas que no nacieron en México, pero que con su trabajo han llegado a la entraña del país. Se trata de John Gibler y Pablo Ordaz. El primero escribe para medios alternativos de los Estados Unidos y el segundo para el diario El País de España.
—¡Nos vamos! Esta noche nos acompañará un periodista español. Si hay suerte y detienen a algún delincuente, no me lo golpeen demasiado… Háganme ese favorzote, muchachos.
El oficial subraya la broma guiñando el ojo detrás del pasamontañas. Los muchachos se ríen. Será el único momento de relajación en cinco horas.
La escena anterior, que parece extraída de una mala película en blanco y negro, es una de la estampas de la realidad que se narra en “La muerte imparable”, texto con el que Pablo Ordaz capta la sangría que padece el país desde que Felipe Calderón lo lanzó sin consulta ni plan a una guerra mesiánica. Al viajar al epicentro de esa sinrazón, Ordaz reflexiona:
Los muertos no tienen nombre. No desde luego en Ciudad Juárez, donde este sábado de febrero escogido al azar serán ocho los jóvenes asesinados por las oscuras mafias de la droga. Ocho. No son demasiados; tres días después morirán 21. Ni demasiado jóvenes; una semana más tarde caerán seis niños bajo los disparos de tipos que siempre tienen tiempo de huir.
Ocho muertos son sólo ocho líneas en cualquier periódico mexicano.
Atrapadas por su vecindad con un país cocainómano como Estados Unidos, y despreciadas por gobiernos nacionales que buscan legitimarse por la fuerza, en urbes fronterizas como Ciudad Juárez, el concepto de modernidad —con sus correspondientes valores como derechos humanos, progreso y libertad— significa lo contrario: una vuelta a la ley del más fuerte, al “estado natural” del que hablaba Hobbes. Esto ocurre bajo la mirada de un ejército de reporteros que batallan para encontrar un asidero lógico de dónde agarrarse a la hora de dar cuenta del transcurso de los acontecimientos. Ya lo había advertido el escritor chileno Roberto Bolaño en su monumental novela 2666: en Ciudad Juárez y sus asesinatos se esconde el secreto del mundo.
“La carnada”, otra de las crónicas de este libro, del periodista José Luis Martínez S., relata la investigación emprendida por la señora Isabel Miranda de Wallace para localizar a su hijo Hugo Alberto Wallace, secuestrado y asesinado por una banda prácticamente desmantelada gracias a las indagatorias independientes realizadas por la desesperada madre.
Ocho días estuvo en esa calle con su familia, sin dormir, pasando las noches en un automóvil, esperando encontrar alguna pista sobre el destino de Hugo. Después cambiaron de estrategia, dejaron de estar ahí todo el tiempo, pero no de acudir a la colonia y de preguntar a los vecinos, “al de la tiendita”, al cartero, a los recolectores de basura, a toda la gente que podían, sobre quién vivía en ese departamento cuyas ventanas pintadas de negro eran más que una metáfora.
Así supo que era rentado por una bailarina de Guadalajara. Un vigilante le aportó otro dato: bailaba con el conjunto que popularizó la canción que decía “Zá, zá, zá”. Con esta información, la señora Wallace se enteró del nombre del grupo y comenzó a investigar quién era su dueño o representante, enterándose que radicaba en el puerto de Veracruz y se llamaba Óskar Lobo.
Lo fue a buscar. Al verlo le dijo que trabajaba en un corporativo y quería contratar a su grupo para una fiesta de ejecutivos, pero para hacerlo había un requisito:
—Me piden —le explicó— que yo presente un cd donde aparezcan todas las bailarinas, porque a mi jefe le gusta una de ellas y quiere que participe en el evento.
Lobo le dio el disco. Al regresar a la Ciudad de México la señora Wallace imprimió las fotografías y, con ellas, volvió a Perugino. Tuvo suerte: al verlas, una señora que vendía quesadillas le señaló a la muchacha por la que andaba preguntando.
El relato de José Luis Martínez S. tiene vida propia. Puede ser leído en la soledad de una habitación o escuchado en la sobremesa de una cena. Hay seres humanos que, mientras la barbarie transcurre, actúan valientemente, como la señora Wallace. Y hay quienes se preguntan: ¿para qué sirve contar historias en medio de la barbarie? El acto de narrar es menos valiente que lo que hacen personas como la señora Wallace, sin embargo es algo eficaz. El maestro del periodismo del siglo XX, Ryszard Kapuscinski, reivindicaba que contar historias desafía a lo absurdo. Y absurdo —no lo olvidemos ni nos acostumbremos a ello— es lo que está ocurriendo en este país de muertos.
El término “periodismo narrativo” suele ser visto con escepticismo y hasta con sorna en algunas redacciones, donde, como dice Juan Villoro, los periodistas cada vez se hacen más gordos y los periódicos más flacos. En esos lugares, “informar” puede consistir en sentarse a revisar el correo electrónico, descargar el boletín oficial (ya sea del gobierno, la ong, el partido opositor o la empresa trasnacional), reescribirlo —preservando el mismo tono de rueda de prensa—, producir una nota que hable con voz institucional y mantener así al periodismo dentro de la escenografía de la impunidad. “Narrar”, por el contrario, requiere una presencia en el sitio donde suceden las cosas, aprender a escuchar, desarrollar la capacidad de observación de los pequeños detalles y una enorme concentración a la hora de redactar la experiencia vivida. Hay un momento de la crónica “Los niños de junio” en que su autor, el periodista León Krauze, al escribir acerca del incendio de la Guardería ABC, ocurrido el 5 de junio de 2009 en Hermosillo, Sonora, se centra en Adriana, madre de una de las niñas que murieron en la tragedia, junto con otros 48 pequeños de seis meses a cuatro años de edad.
Lleva un libro y un pequeño bolso. Viste una camisa roja con un logotipo a la altura del pecho. Apenas ha salido de trabajar, supongo, y ha venido a respirar antes de tomar un camión rumbo al descanso. Le pregunto por el altar, por los zapatos. “Sí —me dice—, lo pusieron los padres. De hecho, una de ellas era mía”. Adriana es la madre de Yoselín Valentina, una niña de dos años y ojos grandes fallecida pocas horas después del incendio.
Adriana es madre soltera. “El padre de la niña la conoció hasta que fue a verla ahí”, dice Adriana. Le pregunto por el libro que lleva consigo mientras espera a que llegue el resto de los padres para la reunión diaria en la plaza. Se llama Una luz que se apaga, de Elisabeth Kübler-Ross, un best seller en cuya portada se lee: “Una obra que nos ayuda a encontrar la paz que viene de enfrentar, comprender y aceptar la muerte de un niño”; una especie de abecé para los padres de la Guardería ABC. Adriana confiesa que al principio no quería leerlo pero ahora lo hace cuando puede.
Quiero saber dónde lo consiguió. “Nos lo mandó de regalo la esposa del gobernador”, responde mirando las sombras minúsculas que, al atardecer, caen desde la punta de los zapatos sobre la plaza.
La plaza donde León Krauze y Adriana platican es Emiliana de Zubeldía, convertida espontáneamente en centro de reunión de los padres de los niños fallecidos y lesionados, la mayoría obreros que nunca habían tenido el ánimo para involucrarse en cuestiones políticas, hasta que el Estado les falló trágicamente. Sobre el movimiento que nacería alrededor de la plaza, León Krauze cuenta con una desolada certidumbre que algunos de los familiares querían, también, hablar de la justicia, que tarda tanto en asomar la cabeza. ¿Cómo presionar al gobierno local? ¿Cómo pedirle explicaciones al Seguro Social? ¿Sería conveniente acudir a la Suprema Corte para pedir una atracción que no por ser jurídicamente fútil dejaría de tener peso simbólico? Pero más allá del consuelo mutuo y la batalla jurídica contra el abrumador sistema de compadrazgos locales y federales, la mayoría de los padres se reunía en la Zubeldía para atender con esmero su altar.
“Narrar”, por el contrario, requiere una presencia en el sitio donde suceden las cosas, aprender a escuchar, desarrollar la capacidad de observación de los pequeños detalles y una enorme concentración a la hora de redactar la experiencia vivida.
Otra tragedia que asalta a la razón es la de los 65 mineros de Pasta de Conchos, Coahuila. El periodista Arturo Rodríguez García recurre de igual forma a la descripción de las relaciones sociales que acontecen en un espacio físico concreto para su historia titulada “Los negocios de la muerte”. Este lugar es un campamento improvisado en las afueras de la mina de carbón, en el cual se realizaron durante apenas unos pocos días los trabajos de rescate que fueron recordados con tristeza en octubre de 2010, cuando Chile salvó a 33 mineros que se encontraban a una profundidad mucho mayor que en la que se hallaban los mineros coahuilenses, cuyos restos ni siquiera han sido recuperados, quizá porque hacerlo podría revelar si era factible o no que el gobierno y la empresa Grupo México pudieron rescatarlos con vida en su momento. A diferencia de la esperanza que irradió desde las afueras de la mina San José en Copiapó —rayana incluso en el reality show—, en Pasta de Conchos ocurrió todo lo contrario.
Fue el escenario del contraste: la pobreza minera y la ostentación de políticos y líderes sindicales. Era el sitio de encuentro entre mujeres asiduas a la paca de segunda mano con la alta costura de maniquíes humanos. Familias transportadas en la caja de la pick up e invisibles tripulantes de camionetas todoterreno blindadas. De los poderosos con escolta y de Gilberto Rico, Gil, el niño que fue a esperar noticias de su padre y le robaron la bicicleta. Del obispo Alonso Garza que exhortaba a la resignación, al perdón y a la reconciliación, frente al obispo Raúl Vera que denunciaba la cultura laboral de la muerte. En el campamento, pues, convergían las familias descorazonadas y el copioso turismo de la tragedia.
Escuché decir al general Roberto Miranda, comandante de la Decimoprimera Región Militar: “Esto parece una pinche kermés; que los saquen a todos”.
El periodista español Miguel Ángel Bastenier, en su libro Cómo se escribe un periódico, critica a quienes escriben “desde arriba” para “los de abajo”, en un lenguaje esotérico, administrativo y colonial, pues era el lenguaje del gobernante ante sus súbditos, no los ciudadanos. Ese chip se ve reflejado en quien escribe en los periódicos y se siente imbuido de una categoría distinta y superior a la de los demás ciudadanos, o, como lo dice la periodista colombiana María Teresa Ronderos, es el chip de aquellos reporteros que se ponen la corbata de la autoimportancia a la hora de redactar y forman parte así de un enorme aparato propagandístico sin apenas saberlo.
Alejandro Almazán es todo lo contrario. En su crónica “La tropa loca” documenta y narra el asesinato cometido por un grupo de soldados enviados a la guerra contra el narco, decretada desde Los Pinos, allá en la capital del país. El andar en manada de los militares por la serranía sinaloense “levantaba una polvareda con esos mamuts que llaman Hummers”. Almazán escribe:
Iban 23 soldados. Subieron, allá quién sabe qué hicieron, y luego bajaron. Pasaron por La Joya con los faros prendidos de los mastodontes. Eran como las siete de la noche. Por la recomendación 40/2007 que emitió del caso la CNDH se sabe que el convoy hizo un alto en el camino a la altura de los Alamillos, a unos tres kilómetros de La Joya. En esa parada, siete de los 23 guachos fumaron mariguana. Uno de ellos esnifó cocaína y tragó metanfetaminas con cerveza. Todos, eso sí, bebieron botes de Pacífico como si en pocas horas empezara la ley de la prohibición. Hablaron de lo que hablan los hombres: pendejadas. Se creyeron héroes y luego dioses. Agarraron cura, sintieron el aire enyerbado y solucionaron el mundo.
Entonces dieron las diez de la noche.
En la película El infierno, uno de los pocos productos culturales de interés a propósito del Bicentenario y el Centenario (pletóricos de diversión oficial bajo estado de sitio), aparece una escena protagonizada por el capo del pueblo de San Arcángel —o San Narcángel—, quien asume la presidencia municipal y encabeza la ceremonia del Grito de la Independencia, junto al jefe de la policía, empresarios y el jerarca local de la Iglesia. Todo va bien hasta que irrumpe desde el gentío un resentido integrante de la mafia, que descarga su cuerno de chivo contra el capo gobernante y los que lo acompañan en el balcón. Al terminar la balacera, el escudo nacional labrado en el atril queda teñido con la sangre derramada por el alcalde narco. Luego, los fuegos artificiales proyectan la leyenda: “Viva México 2010”. La película de Luis Estrada remite a un planteamiento oficial que cada vez cobra mayor fuerza sobre la llamada “guerra contra el narco”. Palabras más, palabras menos, para tratar de censurar una información verificada, hay funcionarios que plantean así las cosas: “Ahora estamos en una guerra y tú como periodista debes elegir de qué lado estás: del lado de México o del lado del crimen organizado. Toma en cuenta eso a la hora de escribir tu nota”. No son pocos los colegas a los que se les ha planteado este argumento tramposo, mediante el que se trata de presionar para que la prensa haga un “periodismo patriótico”, entendiendo lo patriótico, claro, como las directrices de Los Pinos, y no la realidad, esa realidad poco patriótica narrada en la crónica “La tropa loca” de Alejandro Almazán.
Antes de que el país se subiera al hummer de esa guerra fallida, declarada para fortalecer a un presidente débil, México vivió en 2006 un año de convulsión social, con huelgas mineras en Cananea, Sonora, y en Lázaro Cárdenas, Michoacán, donde murieron dos trabajadores durante un asalto policial, o bien represiones como la de San Salvador Atenco, Estado de México, donde un pleito de mercado derivó en un brutal operativo de venganza contra los pobladores rebeldes que años antes habían impedido la construcción de un aeropuerto internacional en sus tierras. La insurrección en Oaxaca fue el punto culminante de ese 2006 en el cual la lista de opositores y periodistas asesinados durante el gobierno de Ulises Ruiz Ortiz creció y seguiría creciendo hasta el último día de su administración, sostenida en la enredadera de la transa y la componenda nacional. Una de las víctimas de ese caudal de violencia institucional fue el camarógrafo anarquista Brad Will, cuyo caso retrata el escritor John Gibler en su crónica “Afán de impunidad”. Gibler recuerda así al periodista de Indymedia, cuando ambos se reencontraron en Oaxaca, al calor de la revuelta:
Brad no presumía su larga carrera de activista; él no habló de su pasado, ni yo del mío. Sería hasta mucho después que me enteraría de que a sus 36 años de vida Brad había estudiado, sin pagar inscripción, poesía con Allen Ginsberg y teoría política del anarquismo con Peter Lamborn Wilson, autor de Zonas autónomas temporales; que había vivido como okupa en edificios condenados de Nueva York sin pagar renta; que casi prendió fuego al edificio entero porque Brad se había colgado deficientemente de un poste de luz, y que se paró en el techo para frenar el martillo de demolición que el gobierno municipal había enviado para tumbar el edificio; que había vivido en una pequeña plataforma suspendida a 60 metros en el aire en un bosque de secoyas para salvaguardar de los talamontes a los árboles antiguos; que había viajado a manifestaciones en todas partes de los Estados Unidos, Canadá, Europa y Sudamérica; que granaderos brasileños casi lo mataron a golpes cuando filmaba el desalojo de un campamento del Movimiento de los Sin Tierra; que tocaba bien la guitarra; que andaba en bicicleta por las nubes de gas lacrimógeno en manifestaciones; que le encantaba trabajar en jardines urbanos. Cuando nos sentamos a tomar un café ese día de octubre yo no sabía nada de eso. No hablamos de nosotros, hablamos de Oaxaca.
El caso de Brad Will se volvió doblemente insultante, ya que siguió la línea oficial que suelen recorrer muchos de los tejedores de la impunidad en México, a quienes, como lo menciona John Gibler en su crónica, el descaro no les preocupa, ya que no solamente buscan evitar la rendición de cuentas por sus crímenes, sino que además pretenden enlodar a los mismos que sufrieron las agresiones y la violencia. Así como a Brad Will supuestamente lo asesinó uno de los miembros de la opositora Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), los muertos de la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS), según Rubén Figueroa Alcocer, fueron los responsables de su propia masacre en Aguas Blancas en 1995, hasta que el periodista Ricardo Rocha dio a conocer en la televisión el video que mostraba cómo los policías los emboscaban y mataban a quemarropa. También es el caso de la abogada defensora de derechos humanos Digna Ochoa, quien según la Procuraduría del Distrito Federal fue la responsable de su propio asesinato, o sea, se suicidó. El fallo, recuerda John Gibler en su crónica, se basó “en unos libros hallados en su oficina que los peritos calificaron como evidencia de una melancolía mortal, y que al final pesó mucho más en su investigación que toda la evidencia forense que mostraba cómo el asesino había manipulado la posición del cuerpo y la escena del crimen para cubrir su rastro”.
En estas condiciones de violencia creciente, miles de trabajadores de los medios de comunicación intentan realizar su labor. Brad Will —quien en un mes en Oaxaca reporteó en calle más que otros “periodistas patrióticos” en toda su vida— es parte de una lista nefasta de 65 periodistas asesinados en México durante la última década, y con una tendencia en aumento. La trinchera más importante de la batalla por la libertad de expresión en América Latina no es Venezuela ni Argentina: es México. El caso mexicano es cualitativamente distinto a los del resto de la región, pero es muy grave. Lo que está en juego es la posibilidad de que los mexicanos se cuenten sus miradas sobre las cosas más dramáticas que están sucediendo. En ningún lugar del continente corre tanta sangre a causa del ejercicio de ese derecho. En el México de 2010 los reporteros caen como moscas y el periodismo ya no es solamente el oficio más bello del mundo, sino uno en peligro de extinción. El periodista mexicano va teniendo cada vez menos confianza de poder morir en paz. La coyuntura actual es de extrema gravedad. Además de los asesinatos de reporteros, una veintena de periodistas están secuestrados o quizá ya muertos; casi mil han sido víctimas de agresiones físicas que van desde el ser golpeados en la cabeza con una pistola hasta el oír estallar una granada en las puertas de su redacción. A esa estadística de la desesperanza, avalada por diferentes organismos nacionales e internacionales, se suma el impreciso número de empleados de los medios de comunicación que renuncian a sus trabajos por el miedo a ser víctimas de ese azar indescifrable que hoy gobierna ciertos lugares del país.
Algunos medios que especialmente saben de esa realidad son Río Doce de Sinaloa, El Diario de Juárez de Chihuahua, el Por Esto de la península de Yucatán, La Opinión-Milenio de Torreón y el semanario Zeta, fundado por el fallecido Jesús Blancornelas, en Tijuana. En su crónica “México en el punto de quiebre” el fotógrafo de esta revista, Alejandro Cossío, registra ese azar indescifrable presente en la ciudad donde comienza la patria, como bien dice el lema oficial tijuanense.
Alejandro Cossío, cámara en mano, narra las escaramuzas fronterizas de una guerra oficial mexicana, que —como dice el escritor Charles Bowden— no es contra las drogas, sino por el control de las drogas. Día con día, entre 2008 y 2009, es evidente que Alejandro Cossío se tuvo que amarrar el corazón para contar esas historias que ocurren en una jaula con leones.
Además de los asesinatos de reporteros, una veintena de periodistas están secuestrados o quizá ya muertos; casi mil han sido víctimas de agresiones físicas que van desde el ser golpeados en la cabeza con una pistola hasta el oír estallar una granada en las puertas de su redacción.
Esta llamada guerra del narco ha sido aprovechada también por los viejos mecanismos de la violencia institucional. Muchos crímenes al margen de acontecimientos del crimen organizado han sido incluidos bajo el mismo rasero. Para su crónica sobre la masacre de Creel, Chihuahua, donde murieron trece personas, incluido un bebé de un año, el periodista Daniel de la Fuente realizó un amplio trabajo de investigación cuyo resultado desmiente la versión oficial —difundida por la prensa local— de que lo sucedido el 16 de agosto de 2008 había sido un enfrentamiento entre bandas, cuando ninguna de las víctimas portaba armas.
No es fácil indagar en torno de los acontecimientos que ocurren en México cuando esa nebulosa a la que llamamos “el crimen organizado” aparentemente tiene algo que ver. Otras masacres, como la de los 72 migrantes asesinados en San Fernando, Tamaulipas, el 23 de agosto de 2010, apenas fueron reseñadas unos días en las páginas de la prensa nacional. Ante la imposibilidad de investigar en la zona donde ocurrió la tragedia, escritores y periodistas mexicanos, motivados por Alma Guillermoprieto, lanzaron un altar virtual (www.72migrantes.com) en memoria de ellos. Tristemente era lo más que se podía hacer en las circunstancias actuales. Por eso la investigación que realiza Daniel de la Fuente sobre la matanza de Creel es tan valiosa en estos tiempos.
Un protagonista del relato “Solos ante la muerte” es el valeroso sacerdote jesuita Javier Ávila.
El párroco manejó los dos o tres minutos que le separaban de Profortarah. En el trayecto, dice, imaginó que se toparía por doquier con calles cerradas, patrullas, cintas amarillas.
“Y conforme fui llegando vi que no, que no había autoridad”.
La escena que encontró era dantesca, describe el jesuita, y, por un momento, sus manos tiemblan: cabezas destrozadas, masa encefálica en el suelo, estómagos de los que se precipitaban intestinos, gargantas abiertas en boquete. Balas.
Llanto, histeria, gritos.
Ni una autoridad, insiste, y recuerda que vio a lo lejos a oficiales de tránsito que, sin más, desaparecieron.
Javier era jaloneado por la turba dolorida. “¿¡Qué es esto, padre!?”, le preguntaban desesperados, los ojos muy abiertos por el drama, el llanto.
[…]
“¿¡Dónde están!?”, bramaba el jesuita por teléfono, respuesta que hasta hoy nadie le ha dado.
Al correr de las horas, la gente suplicaba: “¡Padre, si no llega la autoridad yo levanto a mi hijo y me lo llevo, yo lo limpio, yo lo lavo, ya lo quiero velar!” Pero él, dueño de la situación, les pedía tiempo.
Por teléfono una vez más, la procuradora le preguntó al religioso si podía hacer una lista de las víctimas y tomar fotos de sus cuerpos para abreviar el servicio pericial. Tras salir del asombro, el jesuita aceptó.
“Así, me tocó hacerla de policía, de guardián, de ministerio público”, cuenta.
“Fui por una cámara que tenía en la camioneta y alguien dijo:
‘Padre, esto hay que filmarlo para que se entere el mundo’”.
Javier pidió a los deudos y al pueblo entero, que ya para entonces se congregaba en la zona, que retrocedieran porque iba a levantar las sábanas que recién habían puesto para tomar fotos de los cadáveres.
Hay algunos reporteros anticuados que piensan que el periodismo debe asumir una responsabilidad social. No ven este oficio como una plataforma para hacerse ricos o famosos, sino como una herramienta para buscar que la sociedad pueda conocerse mejor entre sí, hacerse preguntas, debatirse, cuestionarse y mejorar. Estos reporteros tratan de realizar su trabajo tomando en cuenta ese sentido humanista. No lo hacen de forma automática o inconsciente. No son una máquina, se resisten a serlo. Aunque quizá suene chocante, para ellos el periodismo no se trata de un asunto profesional, sino de una cuestión personal. Han vivido ese fascinante mundo de las redacciones, de los billares y de los bares donde se reúnen los periodistas mayores a rumiar, de los intentos cotidianos de hombres poderosos por cooptar conciencias abiertamente o a través de actos disimulados, de la adrenalina por conseguir información reveladora, de esa frustración por no conseguirla y de la solidaridad inmensa que se da entre reporteros durante coberturas difíciles. Muchas veces el periodismo se convierte así en una hermandad sin nombre.
Aunque quizá suene chocante, para ellos el periodismo no se trata de un asunto profesional, sino de una cuestión personal. Han vivido ese fascinante mundo de las redacciones, de los billares y de los bares donde se reúnen los periodistas mayores a rumiar…
La crónica “Muerte súbita” es resultado de esa visión del oficio periodístico. En ella se narra el caso de un profesor de ping pong del Club Toluca, en el Estado de México, asesinado durante el aparente asalto a una panadería en el año 2003. La muerte de Mario Palacios Montarcé, sólo posible en un contexto de impunidad nacional, fue hecha pasar como una muerte circunstancial y no como lo que fue: un asesinato ordenado desde el poder, durante el gobierno de Arturo Montiel Rojas en el Estado de México. El caso de Mario Palacios Montarcé, prácticamente desconocido durante muchos años, es emblemático de tantas muertes de ciudadanos comunes que produce la impunidad nacional y que no son ni siquiera conocidas. Se relata en el texto:
En el Club Toluca busqué a Víctor Cienfuegos Arochi, militante del PRI y gerente que contrató a Palacios. Aceptó platicar mientras iba por su auto. Los primeros dos minutos no paró de alabar a Mario. Luego me dio la dirección del sitio donde murió. “¿Falleció por un asalto?”, le pregunté. Detuvo su paso, me miró a los ojos y dijo: “Murió de muerte natural”, y tras la enigmática frase siguió caminando hacia su coche.
Cerca del centro de Toluca, en Lerdo de Tejada y Josefa Ortiz de Domínguez, estuvo la panadería La Bondi, negocio de la familia Reyes, cerrado poco después del deceso. Hoy es una tienda de Telcel atendida por una chica que no tiene idea de qué pasó ahí.
Toluca es quizá la ciudad con más diarios del país: 15. Pero únicamente El Sol de Toluca y Cambio publicaron notas como susurros, pequeñas y en interiores, sobre el asesinato. El primero omitió el nombre de la víctima y su puesto en el Club Toluca.
Arturo Callejas, entonces reportero policial de Cambio —donde sí hubo una nota en forma—, revela el extraño modo en que el periódico supo lo sucedido: no fue por el ritual aviso del jefe de prensa de la policía, sino porque a un editor se lo contó el dueño de un negocio vecino a la panadería, con cuyo testimonio se elaboró el breve texto, que no tuvo seguimiento. Las demás publicaciones callaron.
Mario Carrasco, director de Servicios Periciales de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México (PFJEM) y en ese entonces subdirector jurídico de la Secretaría de Gobierno, confirmó escueto: “Su muerte fue por un disparo en la sien y los asesinos no han sido detenidos”.
Días después, un funcionario de la PGJEM que contacté extraoficialmente accedió a pasarme datos del expediente tol/hln/i/2747/2003, abierto por el homicidio. “Es uno de los expedientes con menos hojas que he visto en mi vida”, me dijo, y añadió que incluía tres declaraciones ministeriales de personas relacionadas con lo sucedido. “El caso fue archivado —me aclaró—. No hubo investigación”.
Otros crímenes cometidos en este país de sombras asesinas requieren la distancia del tiempo para comenzar a ser esclarecidos, aunque no fácilmente, ya que los muertos pueden convertirse, treinta años después, en monedas de cambio. En “Tres veces Misael” la investigadora Ángeles Magdaleno cuenta cómo la reapertura de las indagatorias del asesinato del líder sindical Misael Núñez Acosta termina siendo saboteada:
Derivado de la denuncia de la CNTE, por el asesinato de Misael, el abogado Juan Carlos Sánchez Pontón, agente del MP de la Federación adscrito a la FEMOSPP, formuló un cuestionario con 126 preguntas dirigidas a la profesora Elba Esther Gordillo. Una hora antes de la comparecencia, Santiago Creel Miranda, entonces secretario de Gobernación, ordenó vía telefónica que exclusivamente se le preguntara lo relacionado con el profesor asesinado 21 años antes. Ninguna pregunta por enriquecimiento ilícito, fue la orden recibida por el fiscal. El cuestionario, armado cronológica y secuencialmente, perdió pies y cabeza.
Meses después la acusación fue desechada. El argumento fue muy simple: en 1981 la maestra no era empleada federal; se desempeñaba en el SNTE. Por su parte, Elba Esther Gordillo Morales amenazó con presentar ante la Comisión Nacional de los Derechos Humanos una queja.
La olvidó luego de que el 3 de febrero de 2003, con un beso, sellaron ella y Marta Sahagún, empoderada cónyuge de Vicente Fox, su gran amistad. Es decir, el Acuerdo por la Educación.
Luego de trece años de la masacre de Acteal ha ocurrido algo similar a lo del homicidio del profesor Misael Núñez Acosta, al tratar de minimizar la masacre de 45 indígenas de Chiapas a “un conflicto intercomunitario”, a través de un laborioso y algo efectivo “esfuerzo interinstitucional”. “Camino a la barbarie (La voz de las víctimas)”, del periodista y analista Jesús Ramírez Cuevas, es una crónica que describe la forma en que la violencia que se apoderó de Chenalhó en 1997 fue cultivada y promovida desde el poder estatal, así como desde las instituciones políticas y militares. La crónica de Jesús Ramírez Cuevas demuestra que la matanza de Acteal no fue una venganza ni un enfrentamiento, sino un acto de guerra, un crimen de Estado cuyo objetivo era provocar el enfrentamiento armado entre indígenas, algo que no ocurrió.
A las ocho de la mañana se subieron en un camioncito con rumbo a su destino. Sus familias salieron a despedirlos. Eran 12 de Tzajalucum y cuatro de Pechiquil, relata Juan Hernández, quien permaneció un mes y medio bajo el cautiverio de los paramilitares. Llegaron a La Esperanza y se encontraron con los que venían de Canolal y de Chimix.
En Los Chorros, antes de salir fueron a rezar a la iglesia católica muy temprano, “para que les diera fuerza para echar bala”, cuenta uno de los testigos. El principal dirigente de los paramilitares, Antonio López Santiz, les decía: “Sin ley estamos ahorita. Sólo mandamos nosotros, somos nuestra propia ley. Nuestras armas tienen veneno para acabar con nuestros enemigos”. Después salieron en una camioneta por el camino de terracería hacia Majomut. Iban riendo, contentos, haciendo chistes. Tenían armas grandes y nuevas. Llevaban como 15 o 18 cuernos de chivo. Entre ellos iban Antonio López Santiz y Ernesto Luna Guzmán, “los meros mandones”.
Divididos en grupos llegan por distintos puntos, rodean el lugar y disparan desde varios flancos. Esperan una respuesta armada de los guerrilleros zapatistas, algo que nunca ocurre. Casi todos los agresores visten de negro o de azul, muchos con uniformes de la policía de Seguridad Pública estatal. Unos llevan pasamontañas para ocultar su rostro. Todos portan pañuelos blancos para identificarse entre ellos. Es inevitable recordar que ese mismo distintivo utilizó el Batallón Olimpia durante la matanza estudiantil de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968.
Dice Jesús Ramírez Cuevas en el epílogo de su crónica: “Quienes pretenden reescribir la historia de Acteal para justificar y exonerar a los asesinos materiales e intelectuales no sólo descalifican la voz y el testimonio de las víctimas; también se han convertido, sin saberlo, en cómplices de este crimen”.
Las políticas públicas determinadas y aplicadas a partir del miedo son otra de las formas con que la impunidad mata en México. Miedo al otro, al distinto, al joven. La periodista Daniela Rea relata una de las formas en que este miedo mató en una discoteca de pobres en “La Ciudad de la Esperanza”, la Ciudad de México. Además, la crónica “Nadie les pidió perdón” muestra cómo hay gente en este país de muertos que aún tiene fuerza para encarar esa impunidad. El penúltimo texto presentado en las siguientes páginas comienza así:
Leticia Morales llegó al juzgado tras recibir un citatorio a nombre de su hijo Rafael.
—Estoy aquí porque citaron a mi hijo para declarar sobre el caso News Divine —le dijo a la secretaria del juzgado 19 penal.
—¿Y dónde está su hijo? —preguntó indiferente la empleada, con la cara sepultada tras montones de expedientes.
—No quiso venir —respondió Leticia.
—¿Entonces qué hace aquí? Vaya por el muchacho —ordenó, sin siquiera mirarla.
—Vengo para llevarla al panteón. A que amplíe allá la declaración de mi hijo, porque todos ustedes lo mataron.
La mañana del 9 de septiembre de 2009 Rafael Morales fue citado a declarar sobre su propia muerte.
Hay otras muertes en México que ni siquiera sirven para engordar las estadísticas de la impunidad nacional. Son muertes que no ocurrieron, porque no están documentadas mediáticamente y mucho menos jurídicamente, tal como lo plantea Froylán Enciso en “La matanza que nunca fue”, un texto sobre los sucesos ocurridos en diciembre de 2010 en el poblado sinaloense de Guamúchil de la Noria, tras la muerte de Arturo Beltrán Leyva, asesinado por un comando de marinos que vejó y exhibió el cadáver del capo caído retratándolo embadurnado de billetes y joyas.
Enciso rememora en su crónica que en septiembre de ese mismo año el investigador Fernando Escalante publicó en Nexos que la percepción de que la tasa de homicidios había aumentado era falsa: “Entre 1992 y 2007 disminuyeron sistemáticamente, año con año, tanto la tasa nacional como el número de homicidios. La tasa pasó de un máximo de 19.72 en 1992 a un mínimo de 8.04 en 2007”. El artículo de Escalante formaba parte de un libro que empezó a circular con una “Presentación” de los jefes de las dos instituciones coeditoras, Javier Garciadiego, presidente de El Colegio de México, y Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública: el estudio de Escalante permitía “confrontar las percepciones sobre inseguridad con la realidad” (El homicidio en México entre 1900 y 2007, p. 9). Pero desde Sinaloa, el librito se leía ridículo, dice Froylán Enciso. Había muertos, muchos más de los que el gobierno contaba y muchos más de los que pudo imaginar. Pedro Brito, especialista mazatleco en desarrollo regional de la Universidad Autónoma de Sinaloa, publicó un artículo en el que demostraba que el conteo de muertos de Escalante, también según cifras oficiales, era “inconsistente” y “cuestionable”. En la Universidad de Guadalajara el analista David Rogelio Campos también desmontó con indicadores contundentes la fragilidad del trabajo de Escalante, profusamente difundido por la Presidencia de la República. Froylán Enciso aprovecha el caso de la matanza de Guamúchil de la Noria para repasar así la nebulosa historia de la guerra contra el narco de Felipe Calderón.
La trinchera de Calderón se inundó de sangre. Los asesinatos de la guerra de Calderón fueron la principal noticia sobre México en el extranjero durante 2007 y 2008. En el camino, el régimen calderonista olvidó las propuestas, los trabajos para el beneficio del país, las políticas públicas consistentes con cualquier ideal de nación, incluidos los ideales de las derechas. La sangre llegó al cuello de la nación cuando en diciembre de 2008 la revista Forbes dijo en un artículo de portada que México era un “Estado fallido”. Territorio, gobierno y población fracasada. Punto. Ya para 2010 hasta la Iglesia católica reclamaba que en México hubiese tanta desesperanza.
Este libro busca combatir esa desesperanza. Está dedicado a todos los muertos provocados por la impunidad del país, los cuales viven no solamente porque estén en nuestra memoria a la hora de hacer las crónicas que forman parte de esta obra, sino también porque han dejado una tarea por hacer. Piden, como dice el poeta Hernán Boeykens, que no metamos su muerte en una sala de museo. No es lo mismo contar el número de muertos que contar las historias de nuestros muertos. Esta guía narrativa de la impunidad asesina en México fue hecha a partir de esa idea: nos estamos muriendo, las mujeres, los obreros, los niños, los narcos, los indígenas, los mineros, las maestras, los policías, los campesinos, los comerciantes, los periodistas, los profesores de ping pong, los soldados, las estudiantes, los vivos y los muertos, que ya muertos, vuelven a morir otra vez, una y otra vez, a causa de la ausencia de justicia y el olvido. ®
yuliza neira
el amor es muy bonito
Ignacio Ramírez
Buen esfuerzo. Nomás, aunque me gustó su texto, no creo que la especialidad de José Luis Martínez, director de suplementos de Milenio Diario, sea la crónica sino el periodismo cultural. El libro está muy bien.
nathalie
en donde puedo comprar el libro?
Nathalie
Hola!en donde puedo encontrar el libro?
daniela rea
Hola Brenda, que gusto que te interese prseentar el libro por allá. Tienes algún correo para ponernos de acuerdo? Y le decimos al Diego.
Saludos Daniela
Brenda Rivas
Hola soy estudiante de Derecho en la fes Acatlan de la UNAM ubicada en Naucalpán, me gustaría que el libro se presentara en la facultad, creo que esto le afecta y debe interesarle a toda la sociedad pero especialmente a los futuros abogados, jueces, polícias, m.p
Extiendo mi invitación, y pido me respondan aunque sea con una negativa.