Fanática como soy de la novela negra y policial, de las historias de asesinatos y detectives, la nota roja y la justicia mexicanas me dejan casi siempre en coitus interruptus. O nunca resuelven los casos o inventan culpables y versiones increíbles hasta para el más imbécil, o si la hubiera, no te enteran de la solución. En el mejor de los casos nos hacen creer que el criminal se suicidó en la cárcel, como el Caníbal de la Guerrero.
Nuestros investigadores, jueces y policías serían la causa del colapso hepático de Agatha Christie y Conan Doyle, como lo son del mío. Por si fuera poco, con prisa de eyaculador precoz los medios de comunicación nos alborozan hasta límites a veces inconcebibles para luego dejarnos a medio palo. Y el público lector, televidente o escucha, como esposa acostumbrada a poco, se conforma con no pedir más y acaba olvidando, pasando la página, hablando de cosas más “de moda”.
Esta alharaca empezó cuando el supuesto asesor inmobiliario Mauricio Gebara y su esposa Lisette Farah, avecindados en las finísimas colonias de colindancia entre la capital y el Estado de México, la mañana del 22 de marzo denunciaron la misteriosa desaparición de su hija Paulette, una niña de cuatro años con discapacidad motora y lingüística. Las fotos de la menor coparon las portadas de los periódicos, las vallas publicitarias y puentes peatonales de las principales avenidas y los espacios noticiosos de todas las televisoras y estaciones radiales mientras unos nada desesperados padres pedían, de la manera más poco convincente, que les devolvieran a su hija.
Circo, maroma y teatro se sucedieron durante los siguientes días. Todo México jugaba a desentrañar el misterio. Hasta los capos y los sicarios de las mafias tuvieron chance de descansar un rato y sentarse a ver las noticias de Paulette. Las hipótesis se sucedían: desde las más descabelladas, como que la habían abducido los extraterrestres porque en las fotos los ojos de la niña parecían no tener iris, sólo pupila, como los alienígenas —confieso que ésa era de mis favoritas—, hasta un secuestro —o autosecuestro— para pedir rescate, tráfico de órganos, venta o prostitución infantil. No faltaba la teoría del accidente, entendido éste como una caída, un empujón, un golpe no premeditado o una asfixia coyuntural, pero también se especulaba que alguno de los padres podría estar utilizando la desaparición como venganza contra las infidelidades del otro, y se sospechaba de las sirvientas y sus novios, los vigilantes del edificio, algún vecino o los supuestos amantes de la señora de Gebara.
Uno de los aspectos más interesantes del caso fue cómo, en un país donde la madre es lo más sagrado, no hubo quien no señalara desde el primer momento a Lisette Farah como la responsable indiscutible del asesinato, que todavía no era asesinato sino sólo desaparición. Claro que esta mujer, según nos la dibujaron tendenciosamente los medios, no es la abnegada madrecita mexicana: mantenía la compostura, no lloraba a moco tendido, se le veía evidentemente fastidiada, parecía insensible como si no hablara de su hija, hacía bromas de mal gusto —como invocar a Harry Potter para que encontrara a Paulette—, fumaba como chimenea y decía “Aych” volteando los ojos. Sólo le faltaba mascar chicles frente a la cámara. Además, nos contaron que desatendía a las hijas por pasársela en Facebook y el chat, que tenía al menos un amante, que se fue de week end con una amiga a güilear con otros hombres a Los Cabos… Y es joven, guapa, inteligente y aparentemente rica, detalles que la “gran masa” suele convertir al instante, envidiosamente, en características imperdonables y sospecha segura.
Cualquiera que haya visto un solo capítulo de La ley y el orden, Cold case o CSI sabría, al menos, las primeras medidas a tomar en una circunstancia como ésta; la procuraduría de justicia mexiquense no. El apartamento de los Gebara no fue asegurado, ni siquiera la habitación de la niña. Cuentan que los agentes, con todo y perros, deambulaban como Pedro por su casa e iban a hacer sus necesidades al baño que solía usar la menor. En la cama de Paulette pernoctaron los familiares y amigos que los acompañaron durante los días de búsqueda; allí mismo, sobre aquel colchón, ofrecía la madre las entrevistas. Resultado más que obvio: todas las posibles huellas y evidencias quedaron borradas.
Casi una semana después, por incurrir en inconsistencias y divergencias en sus declaraciones, fueron arraigados los padres y las muchachas del servicio. A la madre se le inició expediente como indiciada. Curiosamente, la madrugada siguiente apareció el cadáver de Paulette. ¿Dónde? A los pies de su propia cama, entre el colchón y la baranda, debajo de las cobijas. Vestida con el pijama azul que todos vimos sobre la cama en miles de tomas televisivas previas. Y entonces el procurador general de justicia mexiquense Alberto Bazbaz, a quien ironizando en torno a su apellido y su eficacia investigativa medio México ha apodado El Babas, pero que en ese momento aún se relamía los bigotes seguro de haber encontrado la catapulta hacia la Procuraduría General de la República en el próximo sexenio, se presentó en los noticieros matutinos para afirmar que se trataba sin duda alguna de un asesinato y que llegarían hasta las últimas consecuencias.
Pero en los días siguientes se empezó a rumorear que Mauricio Gebara era gran amigo del procurador, viejo compañero de la universidad. En la autopsia milagrosamente no encontraron rastro de violencia ni huellas en la casa, ni porque trajeron peritos del FBI. Todos los detenidos fueron liberados por falta de pruebas: no servían los monitores de vigilancia del edificio, nadie vio entrar ni salir a nadie, nunca apareció el amante de Lisette. El tema empezó a perder actualidad ante tanta matanza cotidiana más espeluznante. En fin, que Paulette —nunca más ad hoc— pasó a mejor vida. Cual reza el mexicanísimo refrán: “El muerto al hoyo y el vivo al gozo”.
El viernes 21 de mayo, finalmente, El Babas Bazbaz dio sus conclusiones: anunció que la muerte de la niña fue accidental. O sea que ella sola, con todo y su discapacidad, rodó sobre el colchón, se metió en el hoyo y se apretó la nariz. Y allí se quedó quietecita durante diez días mientras entrevistaban a su madre, los amigos pernoctaban y las sirvientas arreglaban la cama cada mañana. Nada más le faltó decir que fue suicidio premeditado porque Paulette tenía motivos suficientes para suponer que sería mejor morirse ahora y evitar todos los sustos que le esperaban con el par de padres que le tocaron.
Precisamente en un capítulo de La ley y el orden escuché que en la generación de niños que vio caer las Torres Gemelas en Nueva York se ha desarrollado un síndrome de indiferencia hacia el horror. Algo similar ocurre en sociedades como la mexicana —¿acaso todas?—, donde el morbo que sigue debe ser superior al anterior y cada vez más efímero porque, como dice la gente del espectáculo —frase nefasta—: el show debe de continuar. La Mataviejitas y El Caníbal son personajes de fábula infantil; los asaltos a transeúntes y los secuestros exprés, boberías del pasado. Ahora preferimos ver niños balaceados —con la foto del hueco de la bala en la espalda—, decapitados, destazados, entambados, encobijados, licuados en ácido… En ese contexto, el de Paulette fue un caso light. Supuestamente no había ni un golpe ni una vejación en su cuerpecito. Ni veneno en su estómago, más que el de una hamburguesa de McDonald’s. Ni siquiera se descompuso demasiado ni apestó. La impresión que pueda habernos dejado se supera con facilidad.
¿Quién la mató? Tal vez nunca lo sabremos. Como no supimos dónde quedaron los cuerpos de Muñoz Rocha o Hugo Alberto Wallace; quién acribilló a Paco Stanley a la salida de El Charco de las Ranas; quiénes asesinaron al niño Fernando Martí o a la hija de Nelson Vargas; quién le metió el plomazo al delantero del América Salvador Cabañas en el Bar Bar o adónde fue a parar el Chapo Guzmán después de escaparse de la cárcel a la vista de todos, enredado entre la ropa de la lavandería como en las películas. Y ni qué decir de los miles y miles y miles de anónimos asesinados por el crimen organizado: narcotráfico, secuestro, contrabando y sus demás variantes. Ahora mismo nos entretenemos imaginando, con afiebrado goce, adónde tendrán escondido a Diego Fernández de Cevallos, cómo le arrancaron el chip antisecuestro con las famosas tijeras, qué otras torturas pormenorizadas y espantosas le estarán propinando, en qué vado se encontrará su cuerpo acribillado y hecho trozos con la barba guardada en una bolsita de súper. Pero eso también lo olvidaremos en cuanto nos mareen con un crimen peor. Y otro y otro y otro más.
¿Quién mató a Paulette Gebara?… Da igual, parecemos decir todos, inmersos en la indiferencia hacia lo pasado de moda y la excitación por lo terrorífico que vendrá. Pero después de muerta la niña, volvieron a matarla los ineptos peritos, investigadores y funcionarios de la procuraduría mexiquense y los medios de comunicación que decidieron que ésa ya era noticia vieja. Porque esos detectives que aun cerrado el caso siguen investigando, esos periodistas que no aceptan la “versión oficial”, sólo aparecen en las películas y obviamente no son mexicanos. Y la matamos cada uno de nosotros los conformes, los acostumbrados a que es normal que nada se resuelva porque así es aquí. O sea: ¡Fuenteovejuna, señor!
Cuando el 25 de mayo el procurador Bazbaz presentó inesperadamente su dimisión, la pregunta volvió a cobrar fuerza: ¿Quién mató entonces a Paulette? Porque la renuncia del detective no es la resolución del caso. ¿O acaso pretenden que ya nos quedemos tranquilos con esa modalidad de justicia indirecta mientras el asesino sigue impune? ®