1810, 1910, 2010

y el fin del mundo

Es indudable que los paralelismos en torno a algunas épocas surgen cuando los símbolos encajan y se dan los conectores históricos para que éstos se expandan en la psique social. Pocas cosas le gustan tanto a la sociedad mexicana como la evasión de la realidad, la falta de objetividad y ese encanto desmedido, que raya casi en la lujuria, por los mitos, las alegorías y los sueños.

Esa actitud recorre todos los ámbitos de la vida nacional, sus instituciones y sus clases sociales y se incrusta, arraiga y se traspasa en el mapa genético de generación en generación. Por eso nuestra interpretación del análisis histórico tiende a mimetizarse con nuestra propia elucidación de la vida misma, alejándose de la ya de por sí deslegitimada ciencia política, lo cual le quita su carácter objetivo al análisis, convirtiéndolo en estado de ánimo puro.

Tenemos, pues, una visión emocional de la política, la cual se traspasa a sus gobernantes y gobernados y a los que analizan los fenómenos sociales y económicos del país, lo cual no nos permite comparar de manera correcta contextos y situaciones históricas distintas.

Este preámbulo me sirve para poder explicar los falsos paralelismos que decenas de analistas políticos en turno han decidido encontrar ahora con motivo del bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución mexicana en torno a la actual situación sociopolítica.

Si bien comprendo que la celebración de estos parteaguas históricos fungen de manera natural como catalizadores a priori de cuantos avances o retrocesos hemos tenido como nación, también es cierto que esas comparaciones, en su mayoría, son imposibles de obtenerse.

Es ridículo comparar el país del siglo XIX, monárquico y luego liberal, segmentado y sin idea clara de Estado de Nación, con el México del siglo XXI, con muchos avances e infinidad de carencias, pero distintas.

Pasa lo mismo con el México revolucionario de principios del XX,  avanzado y moderno en muchos ámbitos, europeizado, pero con 90% de analfabetismo y rural en casi su totalidad.

No es que el país esté mejor o peor por el hecho de tener esas variables distintas, sino que tiene problemáticas y retos nuevos que antes no tenía.

Negar el avance que hemos tenido como nación sería igual de ilógico que no ver las carencias evidentes de un país que mantiene a la mitad de su población en la pobreza, pero de ninguna forma es permisible tratar de llevar a cabo un análisis comparado con una realidad que simplemente no corresponde.

Primero tendríamos el problema de trasladar los indicadores y las variables, contextualizándolas a su tiempo y espacio.

Probablemente un campesino de inicios del siglo XX tendría, bajo los estándares actuales, niveles de pobreza que rayarían en la más infrahumana pauperidad, pero en su propio contexto quizás estaban mejor, se alimentaban mejor y vivían con una calidad de vida mejor que la de un campesino de la actualidad, todo esto bajo la premisa de compararlo con sus propios indicadores de principios del siglo XX.

No podemos olvidar que la esperanza de vida promedio a inicios del siglo XX en México y países similares era de treinta años de edad, y que un campesino habría tenido en promedio 27 años cuando muriera, tres años menos que la media nacional, una brecha mucho menos visible que la que hoy existe entre un ciudadano urbano y uno rural en el país, que puede ser de más de veinte años entre zonas ricas y pobres.

No es que el país esté mejor o peor por el hecho de tener esas variables distintas, sino que tiene problemáticas y retos nuevos que antes no tenía.

Lo mismo pasaría con el resto de los indicadores: salud, alfabetismo, violencia, etc., que sólo pueden ser parametrizables bajo su propia dinámica y temporalidad.

Es por eso el riesgo de las comparaciones que a priori y sin profundizar pueden provocar miedos y paranoias innecesarias en los colectivos sociales.

Por ejemplo, México logró sobrevivir como Estado nación a una revolución con más de un millón de muertos y posteriormente a una guerra religiosa interna a finales de los años veinte, la Cristera, que dejó casi cien mil muertos. Si lo comparamos con las cifras actuales, ¿México sería un país más violento? Indudablemente que no. ¿Es legal la comparación? Indudablemente que no.

Las circunstancias son distintas, los grupos de presión diferentes, los riesgos en otra escala de valor, los intereses otros. Es por eso el riesgo de las comparaciones que a priori y sin profundizar pueden provocar miedos y paranoias innecesarias en los colectivos sociales.

La realidad actual de nuestro país necesariamente tiene que ponderarse bajo parámetros actuales, tanto nacionales como globales, no bajo falsos paralelismos históricos que suenan más a determinismos, que de una u otra forma nos condenan a ver la historia de manera cíclica y atrapada en la inmovilidad, no como un mecanismo en permanente movimiento.

Si no logramos superar la dimensión de cómo nos visualizamos como nación en términos históricos estaremos atrapados permanentemente, al menos de manera discursiva, en la imposibilidad de vernos a futuro como un país con rumbo y proyecto.

Tenemos que reeducarnos en la forma en cómo interpretamos el análisis político como punto de inicio para poder así poder reinterpretar nuestro presente y poder visualizar nuestro futuro. ®

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Publicado en: Política y sociedad, Septiembre 2010

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