Se hablaba ya de cientos de edificios abatidos y miles de muertos. Un edificio de la calle de Bruselas, en la colonia Juárez, se vino abajo piso sobre piso. Ahí murió Rockdrigo González.
En 1982 terminó la “docena trágica”, como se bautizó a los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo. Los meses finales de la década de los ochenta fueron los primeros del no menos cuestionado periodo de Carlos Salinas. En medio, de 1982 a 1988, gobernó Miguel de la Madrid, a quien se acusa de inaugurar la era “neoliberal” de reformas y privatizaciones en México.
Los ochenta fueron pródigos en sobresaltos y crisis en medio de una situación mundial igualmente crítica: oscilación de los precios del petróleo y apogeo de la Guerra Fría; en 1981 la Arpanet se ramificaba en unas cuantas computadoras y en 1983 se diseñó el primer teléfono celular, pesaba un kilo y costaba cuatro mil dólares. Ronald Reagan fue dos veces presidente de Estados Unidos, de 1981 a 1989 —año en que cayó el Muro de Berlín—, y Michael Jackson, Madonna y U2 dominaban la escena del espectáculo musical en vivo y en MTV, que inició sus transmisiones el 1 de agosto de 1981.
En el país la hegemonía priista era casi total, pues ya había una reforma política desde 1977 y la oposición crecía. En tanto la corrupción campeaba alegremente. Se cree que en 1988 Cuauhtémoc Cárdenas ganó la presidencia pero que le fue escamoteada mediante la “caída del sistema” anunciada por el secretario de Gobernación, Manuel Bartlett.
A pesar de las reformas al Reglamento de la Policía Preventiva del Distrito Federal los abusos y la impunidad fueron frecuentes durante el régimen de la “renovación moral” de De la Madrid. A finales del decenio, ya en la administración de Salinas, en el sur del Distrito Federal ocurrieron diecinueve violaciones sexuales a mujeres estudiantes y profesionistas cometidas por los escoltas del subprocurador de la PGR, Javier Coello Trejo.
En la Ciudad de México la policía sentaba sus reales en los 1,500 km2 que cubren sus dieciséis delegaciones. Los abusos, secuestros y redadas eran comunes y no importaba si se trataba de ciudadanos inocentes, a los que se les imputaban delitos falsos, o delincuentes a los que se apresaba y liberaba para extorsionarlos. La riqueza del jefe de la policía capitalina durante el gobierno de López Portillo, Arturo el Negro Durazo, crecía de manera espectacular al mismo tiempo que su obscena leyenda. El 14 de enero de 1981 se hallaron doce cadáveres en el sistema de drenaje profundo en Tula, Hidalgo, que pertenecían, se dijo en la prensa, a otros tantos colombianos; los cuerpos tenían marcas de tortura, mutilaciones y algunos habían sido decapitados. A pesar de las reformas al Reglamento de la Policía Preventiva del Distrito Federal los abusos y la impunidad fueron frecuentes durante el régimen de la “renovación moral” de De la Madrid. A finales del decenio, ya en la administración de Salinas, en el sur del Distrito Federal ocurrieron diecinueve violaciones sexuales a mujeres estudiantes y profesionistas cometidas por los escoltas del subprocurador de la PGR, Javier Coello Trejo.
El 7 de diciembre de 1988 Salinas creó el Conaculta y el Sistema Nacional de Becas para la Creación Intelectual y Artística. Las primeras becas vitalicias se concedieron a Octavio Paz, Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska, José Luis Cuevas y una extensa lista de notables sin problemas económicos.
La vida capitalina transcurría entre la permisividad, la represión y la censura discrecional a la prensa. Con Adolfo Patiño (1954–2005), Armando Cristeto y demás integrantes del Grupo de Fotógrafos Independientes recorrimos el mundo de la cultura y de la vida nocturna. De la Zona Rosa y Polanco a los barrios más populares, como Tepito o la Doctores, asistíamos a exposiciones de arte y presentaciones de libros: de Cuevas a Enrique Guzmán —el pintor, no el cantante— y el muralista Daniel Manrique —de Tepito Arte Acá—; de Arreola a José Agustín y el entonces admirado Monsiváis. Cenábamos en chamagosos restaurantes de chinos, ya desaparecidos, en las colonias Roma y Condesa y veíamos shows de burlesque en el salón Colonial y de sexo en vivo en antros de mala muerte atestados de salaces soldados rasos. Los sábados al mediodía íbamos al Tianguis del Chopo —a donde una vez llevamos a Monsiváis—, punto de reunión de punks, metaleros y rockers que vendían, compraban o intercambiaban música y parafernalia.
Pedro Meyer había fundado en 1978 el Consejo Mexicano de Fotografía (CMF), con el que organizó congresos de fotografía latinoamericana. Al Consejo nos integramos Cristeto y yo, al igual que otros jóvenes interesados en diversos géneros y vertientes de la fotografía: el periodismo, las publicaciones, el arte conceptual —los imberbes Rubén Ortiz y Gabriel Orozco ya oponían ideas divergentes en el Taller de los Lunes —fundado dos semanas antes del terremoto de 1985—, que tenía su sede en el CMF. En el suplemento sábado, del unomásuno, Huberto Batis daba a conocer a Enrique Serna, Xavier Velasco, Jorge Volpi y otros escritores que ganarían cierta fama. El caricaturista Mongo y yo lanzamos el primer número de La Regla Rota en 1984. En medio de Vuelta, Nexos y publicaciones culturales oficiales como la Revista de Bellas Artes o la de la Universidad pensamos que había lugar para una revista grosera y promiscua, en la que publicamos lo que aquellas desatendían: el nuevo rock mexicano, el cómic y la plástica de artistas que ya despuntaban, como los hermanos Castro Leñero, Oliverio Hinojosa, Irma Palacios, Carla Rippey.
La mañana del 19 de septiembre de 1985 me despertó el terremoto. A las siete y media tocó a mi puerta el poeta Fernando Nachón, muy desencajado. Le dije que se tranquilizara y volviera a su casa. A las nueve llamó mi madre: algunos edificios se habían desplomado. Yo vivía en la colonia Roma. Caminé por la calle de Campeche y cerca del mercado de Medellín me pasmé ante las primeras ruinas.
Había cineclubes en la UNAM, en la Zona Rosa y en Tlalpan; las pantallas comerciales exhibían películas de Lucerito, Luis Miguel y Pedrito Fernández, de Rosa Gloria Chagoyán y la India María, además de sexycomedias como Las fabulosas del reventón (Durán, 82) y cintas más serias o pretenciosas como El diablo y la dama (Zúñiga, 83), De veras me atrapaste (Pardo, 83), Redondo (Busteros, 84), Mariana, Mariana, (Isaac, 86), pero las que se llevaban la taquilla eran Mad Max, Tootsie, Aliens, Atracción Fatal, Loca academia de policías, Pelotón y Porky’s.
La mañana del 19 de septiembre de 1985 me despertó el terremoto. A las siete y media tocó a mi puerta el poeta Fernando Nachón, muy desencajado. Le dije que se tranquilizara y volviera a su casa. A las nueve llamó mi madre: algunos edificios se habían desplomado. Yo vivía en la colonia Roma. Caminé por la calle de Campeche y cerca del mercado de Medellín me pasmé ante las primeras ruinas. En Tehuantepec y la avenida Cuauhtémoc había otra construcción completamente derruida. En la avenida Insurgentes la gente estaba conmocionada. La capital no contaba con un reglamento ni protocolos para casos de emergencia y el presidente De la Madrid rechazó, en un principio, la ayuda internacional. Yo vi ese día a soldados y cuadrillas de voluntarios civiles y de la Cruz Roja ayudar a rescatar a los atrapados bajo los escombros. Se hablaba ya de cientos de edificios abatidos y miles de muertos. Un edificio de la calle de Bruselas, en la colonia Juárez, se vino abajo piso sobre piso. Ahí murió Rockdrigo González. Habíamos publicado en La Regla Rota la última entrevista con él, hecha por Víctor Roura. Guardé durante muchos años la hoja donde Rockdrigo escribió la letra de “Metro Balderas”, con las pisadas correspondientes en la guitarra.
La noche de ese jueves nos reunimos pocos amigos en El Nueve, en la Zona Rosa. No recuerdo qué grupo tocaría pero suspendimos el concierto, aunque permanecimos ahí unas horas charlando en voz baja, como en un velorio.
Para miles de personas todo cambió ese día, y fueron miles las familias que abandonaron la ciudad en busca de lugares menos trepidantes.
En 1980 llegó el sida a Estados Unidos y muy pronto a México. Al final de la década y a principios de la siguiente ya había diezmado a una parte de la comunidad cultural. A su manera, fue una década irrepetible.®
—Una versión editada de este artículo se publicó en el suplemento Laberinto del diario Milenio el 19 de septiembre de 2015.