A veces resulta difícil hilvanar razones analíticas, frías o impersonales sobre una obra artística cuando ésta aparece flanqueada por el entusiasmo popular, por la aceptación tácita global, llegando sobre los generosos hombros de una audiencia mayoritaria.
Esta característica por sí sola ya es un punto a favor de sus creadores, porque de cualquier manera significa un acceso considerable al imaginario popular, al rarísimo consentimiento de las masas.
Roma, la de Cuarón, apareció con un sinnúmero de escudos que la protegen de cualquier ataque, como muro vikingo, incluso antes de ser oficialmente estrenada. Su proyección en Los Pinos, otrora símbolo del ejecutivo priista, hoy abierto a los más humildes visitadores en tiempos de un cambio celebrado también masivamente, se antojaba redención y retribución para esa misma gente simple que podía ver en la pantalla gigante a una parte de sí mismos y de su pasado reciente, con ponche y palomitas patrocinados. Porque esta otra Roma pudiera significar también la primera película —por decirle de alguna manera— “posprianista”, que recibe la gente luego de décadas de control gubernamental por parte de gobiernos impopulares, en particular el sexenio que acaba de expirar, comandado por el mismo partido que hacía de las suyas a comienzos de los setenta, villano inequívoco del filme.
El estreno en salas mexicanas resultó azaroso. El director gestionó, correteó y parlamentó la posibilidad de que se proyectase en los circuitos comerciales del país. Consiguió apenas cuarenta salas, casi todas alternativas. Esto contribuyó aún más al mito de la velada censura, como si un monstruo político estuviese detrás, boicoteando su acceso a la gente. Lo cierto fue que los circuitos —que no son tontos y jamás despreciarían una oportunidad recaudatoria semejante— sí estaban abiertos a su proyección masiva, pero quedaron esperando por alguna propuesta de Netflix, la casa productora.
Porque con todo y la culminación del llamado régimen prianista, la situación política mexicana difiere bastante de aquella que parece inspirar a Alfonso Cuarón, la de la posguerra europea, la del surgimiento del neorrealismo italiano tras años de férrea censura fascista, la de aquella Roma, città aperta, de Roberto Rossellini.
Con la caída del dictador Mussolini se apagaba aquel periodo de “comedias de teléfono blanco” de Cinecittà, románticas, musicales o propagandísticas que, por dictado oficial, pretendían mostrar un país pulcro, feliz, y la nueva estética llegaba para mostrar una Italia mucho más esencial, con sus zonas pobres y sus problemas cotidianos, en blanco y negro, sin recursos sofisticados de filmación. Y aunque el México de los setenta tenía mucho de populismo nazi, y el priato en la época de Luis Echeverría usaba técnicas represivas en parte similares a las fascistas, sería exagerado afirmar que Cuarón atraviesa en el presente una transición radical como la del fin de la segunda Guerra Mundial, o que sus espectadores han sufrido opresión, asesinatos en masa durante manifestaciones o halconazos como los que sí ocurrieron a fines de los años sesenta y comienzos de los setenta. De hecho durante las últimas décadas no son pocos los filmes manifiestamente críticos del gobierno como La Ley de Herodes o La dictadura perfecta (Luis Estrada, 1999 y 2014) que, lejos de haber sufrido censura, fueron proyectados en las salas regulares como cualquier comedia de Derbez.
El entusiasmo no es menor en el mapa internacional. Los directores mexicanos han sabido aprovechar muy bien la atmósfera global de repudio a Trump y, sin menoscabo del valor de sus creaciones, han ido ganando espacio en los certámenes cinematográficos más importantes de un mundo moderno que apoya sin vacilar a las víctimas de la emigración y repudia a los muros. Cuarón ha sabido moverse muy bien entre la estética hollywoodense (Great Expectations, Children of Men, Gravity) y el regreso a la raíz nacional (Y tu mamá también), y más allá, con su papel de productor en una cinta de su hijo, Jonás Cuarón, Desierto, en la que ambos mundos se confrontan de manera explícita.
La Strada Tepeji 21
Roma, la colonia de un Distrito Federal retratada por el propio Cuarón y Galo Olivares con similar sobriedad, encuadres justos, plásticamente armónica y de bellos contrastes en blanco y negro que la de Otello Martelli en La Strada, de Fellini, emerge como un canto a la infancia del propio director, al ambiente, matices, texturas y hasta los olores de aquella Ciudad México de casi cinco décadas atrás. En ello radica el primer y definitivo encanto de la película, porque es difícil no caer a los pies de una obra bien facturada, hermosa en su presentación, pulcra en su edición y sensitiva en su reconstrucción.
La dirección de arte no resulta menos que exquisita, como seductor el casting. Cuarón, siguiendo los preceptos del neorrealismo italiano, echó mano a su hallazgo más importante, la actriz no profesional Yalitza Aparicio, una maestra de preescolar oaxaqueña que acapara el arrobo de los espectadores con su interpretación absolutamente tierna, realista (¿neorrealista?) al punto de apenas necesitar actuar, más que ser ella misma, orgánica y creíble en su contexto sólo movido por algunas décadas. Su personaje Cleo consigue no sólo resaltar sino casi ensombrecer ante la opinión general a la actuación profesional de su contraparte, Marina de Tavira, actriz de sólida formación académica, sobrina del notable director teatral Luis de Tavira, que de muchas maneras debería ser también celebrada con mayor viveza por lo bien llevado de su caracterización, la otra mujer importante de la historia, Sofía.
El punto débil de Roma, que al parecer tanto el entusiasmo general (como un notorio 96% en Rotten Tomatoes, un Leone D’oro de Venecia —en la mismísima Italia de Fellini, faltaba más— o los Golden Globes a mejor película de habla no inglesa y mejor director, todo eso a la espera del casi cantado Oscar) parece dejar relegado, acaso perdonado o ni siquiera notado, radica en su dramaturgia.
Cuarón tiene que rellenar metros de celuloide con acontecimientos sin relación dramática, o bien sin repercusión posterior. Es el caso del incendio forestal en la hacienda, poéticamente esbozado con el canto del personaje en medio de las llamas, pero sin que esto implicase algún cambio ulterior en la historia.
El guión, escrito por el propio Alfonso Cuarón, juega con ese mismo enfoque neorrealista (¿neo–neorrealista?) en que la realidad se funde con la visión documental y produce escenas no necesariamente hilvanadas según la progresión aristotélica. Sin arriesgarse demasiado con el método de improvisación que usase Fellini en la Roma, città aperta de 1945, o Vittorio de Sica en su Ladri di biciclette de 1948, inspirado en el uso de ciertos actores no profesionales para producir un efecto de autenticidad, sí se empantana la historia en cuadros o secuencias sin avance o efecto directo en el desarrollo del conflicto.
Este conflicto principal, el del abandono de Cleo tras su embarazo, no aparece hasta el minuto 40 de la cinta, poco después de estallar la trama secundaria, que sería el abandono de Sofía por su esposo. Ello conduce a un clímax muy anticipado al momento del parto de la joven sirvienta, y obliga al guionista a construir un clímax artificial, desligado de cualquier trama anterior, el del rescate en la playa. Este momento climático apenas funciona con cuerdas sentimentales, de carácter externo, adulterado, a la línea progresiva de una crisis básica que, por demás, tampoco ofrecía demasiadas expectativas, sostenida en una circunstancia melodramática, casi cliché de telenovela.
Por ello Cuarón tiene que rellenar metros de celuloide con acontecimientos sin relación dramática, o bien sin repercusión posterior. Es el caso del incendio forestal en la hacienda, poéticamente esbozado con el canto del personaje en medio de las llamas, pero sin que esto implicase algún cambio ulterior en la historia, como innecesario resultaba el insólito personaje del escapista Zovek del Latin Lover, una figura de la falsa lucha libre adiestrando a los futuros jóvenes paramilitares (los halcones del gobierno echeverrista) en la práctica del kendo, la esgrima tradicional japonesa.
Igual podría pasar el recurrente choque de los carros en la cochera de la casa en la calle Tepeji, acaso como un pequeño signo de adaptación a los tiempos que vienen, tras finalmente adquirir un carro más pequeño, si no fuese por lo desconectada que está esa pequeña subtrama del conflicto principal, puesta como la otra recurrencia, la de las heces del perro imposibles de producir por un único animal en un solo día, más como efecto sensorial (la mierda subyacente, la porquería que se reproduce bajo los pies sin saber exactamente cómo) que como una referencia realista.
Al ambiente de abrumadora autenticidad en las locaciones urbanas, además, se le contrapone un idealizado panorama en las escenas finales que parece romper de cuajo con la influencia neorrealista para adentrarse en zonas más románticas, más idealistas. Podríamos pasar por alto, en aras de la diferenciación de clases imprescindible para el contraste básico de la película —a saber, el puente entre una mujer abandonada, la sirvienta y otra mujer abandonada, su ama— que el nivel de vida de un doctor del Centro Médico Nacional del IMSS fuese tan espléndido como el de un neurocirujano de clínica privada —a fin de cuentas, con todo y la casa de buen ver y los automóviles que se destrozan sin grandes consecuencias, también queda claro que tienen que ahorrar electricidad al obligar a las criadas a usar velas— pero se hace más difícil de encajar el absurdo clima invernal en pleno verano veracruzano (quizás accidental en el plan de producción si se tiene en cuenta la escena en que los niños aparecen quemados por el sol) con la mar picada y sin más bañistas que los personajes. La playa luce una luz más nórdica que caribeña y unos colores que apuntan más a lo idílico, a lo europeo, que a ese fervor previo, casi obsesivo, por la reconstrucción fotográfica de la mexicanidad.
Aunque algunos críticos (profesionales u opinólogos en red) le recriminan poco compromiso con el reflejo y destino de las clases bajas, como si al final fuese una historia complaciente con la clase burguesa, éste podría ser uno de los aciertos en cuanto al nexo de la película con su sociedad. Un director menos diestro —o más progre— habría insistido en la infelicidad de la servidumbre indígena y en la maldad de la clase dominante blanca. Cuarón no cae en el hechizo de satanizar o sacralizar a las personas por su origen y retrata un país en el que las diferencias se mantienen evidentes, pero donde no necesariamente los estamentos sociales se odian entre sí o todavía se fomenta la lucha de clases al estilo sesentero.
Este delicado producto audiovisual, llamado a seguir conquistando corazones por todo el planeta, incluso catalogado ya como “obra maestra” o hasta “obra perfecta” por los más intensos y entusiastas, apenas comienza con su camino de afianzamiento en el legado cultural mexicano. Sus inconsistencias no serán obstáculo para la ya consagrada —y sin embargo todavía ascendente— carrera de Alfonso Cuarón. Porque esta Roma defeña significa también una recurrente relación de su director con el país que lo vio nacer, y él quizás ya se percató de que este vínculo podría reportarle en un futuro mucho más reconocimiento moral que alguna que otra estatuilla por dirigir a Sandra Bullock en inglés y en el espacio exterior. ®