Un hombre de ochenta y un años de edad, a quien llamaré Adolfo, fue traído al hospital de neurología, tras golpear a su esposa, una linda anciana de setenta y ocho años, por primera vez tras cinco décadas de matrimonio. El señor Adolfo lucía enojado, pero era una persona con buena educación y, en términos generales, con una actitud razonable.
Este cochino mundo, pragmático, ridículo,
cuya camada tan firme parece,
habrá de esfumarse al instante:
basta que cambie de tema la mente.
—W. B. Yeats
Se le preguntaron los motivos de su conducta violenta:
—Usted conoce a las mujeres —me dijo—. ¡Son unas desvergonzadas! Después de compartir con ella una vida larga y feliz, mi esposa me traiciona vulgarmente, y no con uno, sino con tres hombres, y jóvenes, además: cada uno de sus amantes tiene treinta años. Se trata de un banquero, un cerrajero y un vendedor.
El señor Adolfo estaba seguro de la traición y hostigaba a su esposa desde los últimos tres meses. Según ella, antes había sido un buen hombre, con un carácter un poco rígido y quizá desconfiado, pero ante todo había sido una persona trabajadora, responsable y comprometida con su familia. Nunca había agredido a su esposa en forma alguna. Pero hace tres meses, furioso, tomó su ropa y se mudó a un cuarto en la azotea de su casa, donde vivió años atrás una sirvienta. Allí colocó sus objetos personales, hizo una mínima decoración, y se dispuso a vivir “tranquilamente”; sin embargo, bajaba a diario las escaleras, y confrontaba a su esposa con argumentos, reclamos hostiles, insultos diversos. Los golpes a la anciana fueron demasiado para los hijos y decidieron traerlo al hospital para investigar las razones de su conducta.
Los estudios para descartar enfermedades físicas y neurológicas eran enteramente normales. Tampoco usaba alcohol o drogas ilegales. Sus capacidades de memoria, percepción, lenguaje y abstracción estaban íntegras: era un hombre inteligente en aparente dominio de sus facultades intelectuales. Era posible mantener una conversación fluida, coherente y congruente con él, siempre y cuando no se mencionara el tema de las mujeres, el matrimonio, la fidelidad. En ese momento, decía él, su sentido de la honra se ponía en riesgo. No me tranquilizaba en absoluto esa idea, pues recordaba las palabras de González Crussí en su ensayo Sobre los celos masculinos donde dice sobre la honra lo que nos dejó el espíritu hispánico del siglo de oro:
Puede incrementarse o perderse por completo, pero no puede verse disminuida ni parcialmente perdida. Y sin embargo, cuando se pierde, es como perder la vida misma. La salud, las riquezas y la buena fortuna no son nada sin ella. En consecuencia, un hombre siempre debe estar alerta y hacer cuanto pueda para evitar perderla. Pero si la perdiera, deberá inmediatamente cobrar venganza: éste es el único medio efectivo de recuperarla.
Don Adolfo circundaba ya la idea del resarcimiento, el desagravio, la reparación, aunque admitía que aún no sabía bien cómo reconocer o localizar a sus rivales. Siempre guardaba en secreto sus fuentes de información. No había visto los actos de infidelidad, eso estaba claro, según sus propias palabras: sólo había conjeturas, pero “muy firmes y con muy buenas bases”.
—¿Ella siempre ha sido infiel?
—No, de ninguna manera. Era una dama, hasta hace algunos meses.
—¿Qué edad tiene su esposa?
—Setenta y ocho años.
—Ya veo. Señor Adolfo, con todo respeto, ¿le puedo hacer una pregunta?
—A ver, hágamela.
—¿No le parece a usted exagerado pensar que tres hombres de treinta años mantienen relaciones con una mujer de casi ochenta años?
Los golpes a la anciana fueron demasiado para los hijos y decidieron traerlo al hospital para investigar las razones de su conducta.
—¿Usted tampoco lo cree? ¡No tiene idea de lo mal que la gente hace hoy en día! Y además le voy a decir lo peor del caso: cualquier día de éstos se va a embarazar, y ¿quién cree que va a hacerse cargo de todas las responsabilidades? ¡El mismo estúpido de siempre! Para eso sí me toman en cuenta.
Aturdido por la irracionalidad de su discurso, tardé un poco en proseguir con mi entrevista.
—Don Adolfo, ¿cuándo fue la última vez que su esposa tuvo su menstruación?
—Hace más de treinta años.
—Y dígame: una mujer que ya no tiene menstruación, ¿es capaz de embarazarse?
—Por lo general, no.
—¿No le parece imposible que su esposa se embarace a los setenta y ocho años de edad?
—A ver, doctor, no me interrumpa. Le dije que por lo general eso no ocurre. Pero existen algunos casos aislados. Nada es imposible. Yo pensé que era imposible estar encerrado en un manicomio después de una vida de trabajo y de darlo todo por mi familia, y ya ve lo que pasó.
Un día me mostró el recorte de un viejo periódico; el titular decía algo así como: Ginecólogo italiano logra que una mujer de sesenta años se embarace. El señor Adolfo me dirigió entonces una mirada intensa, triunfante, retadora: obviamente, yo estaba mal informado y desconocía las actualidades del mundo científico; su conocimiento de las pasiones humanas y la ciencia del periódico confirmaban sus sospechas, aun la peor de las ignominias.
Los medicamentos no surtieron efecto con la rapidez esperada, y cuando al fin actuaron mermaron un poco su mal humor, su irritación permanente, pero la certeza de la infidelidad conyugal no se modificó en lo más mínimo. Al mismo tiempo, estaba desanimado por la sospecha de que jamás saldría del hospital.
Decidí negociar con él; mi actuación está abierta a la crítica, pero debe tomarse en cuenta que los delirios celotípicos de la tercera edad pueden ser muy resistentes a toda intervención, médica o psicológica.
—Don Adolfo —lo saludé.
—Dígame, doctor —a pesar de todo, mostraba una buena actitud hacia mí, tal vez porque en alguna ocasión le dije que comprendía su malestar: yo también conocía el sentimiento de la traición. Nunca acepté frente a él la validez de sus celos patológicos, pero al menos intenté que se sintiera más comprendido por una persona de su mismo género; otros hombres van a la cantina, se emborrachan, y lloran frente a sus amigos la sentencia clásica: “Pinches viejas”. Pero el señor Adolfo no tenía ese recurso: no tomaba alcohol, tenía pocos amigos, y sus hijos estaban todos con la madre.
—¿Qué piensa hacer cuando salga del hospital?
Me miró con curiosidad.
—¿Cuándo será eso?
—Cuando usted quiera.
—Ahora resulta que yo puedo salir de aquí cuando quiera.
—Le digo la verdad. Nada más déjeme explicarle algo.
—Ya sabía que hay un truco en sus palabras.
—No —dejé pasar un silencio incómodo—. Le voy a hablar de la manera más directa posible.
—Lo escucho.
—Don Adolfo, ¿sabe en qué lugar nos encontramos?
—Sí, por supuesto. En el hospital de neurología de México.
—Y ¿sabe en qué servicio estamos?
—En el servicio de psiquiatría, o algo así.
—¿Por qué piensa usted que se encuentra hospitalizado?
—Porque mi familia piensa que estoy loco.
Los medicamentos no surtieron efecto con la rapidez esperada, y cuando al fin actuaron mermaron un poco su mal humor, su irritación permanente, pero la certeza de la infidelidad conyugal no se modificó en lo más mínimo.
—No —esta vez me miró intrigado; procedí a explicarme—. El problema no es eso, sino que usted golpeó a su esposa, una señora de casi ochenta años. Sé que estaba muy enojado, pero ¿qué pensaría al ver que alguien golpea a una mujer de esa edad? Sinceramente, ¿le parece bien? Supongamos por un momento que usted tenía razón, que ella le es infiel. ¿Es correcto golpear a una persona anciana? Usted es más fuerte que ella. No es una pelea justa. Puede romperle los huesos o incluso matarla por un error. En ese caso no estaría hospitalizado aquí, sino encerrado en la cárcel. Aunque fuera por causas pasionales, un homicidio o una lesión grave se pagan con cárcel. ¿Le parece justo terminar sus días de esa manera?
Todo paciente delirante tiene una parte enferma y una parte sana; a veces más, a veces menos. Por fortuna, el señor Adolfo tenía muchas áreas saludables en su mente: valores, ideales, principios. En su libro Sobre la naturaleza de las cosas eróticas González-Crussí reconoce en el espíritu hispánico, en medio de la exaltación de los celos patológicos, “la declaración unívoca de que la vida del hombre debe estar gobernada por elevados ideales, por conceptos que lo trasciendan y que han de estar por encima de cualquier consideración de conveniencia, oportunismo o sentido práctico”. Y bajo ese concepto el señor Adolfo y yo hicimos un pacto, basado en la fe compartida en un valor, la justicia, que reinaba en su mente aún por encima de otro principio axiológico, en este caso deformado por la patología: el honor.
—El problema no es si su familia o nuestros médicos piensan o no piensan que usted está loco o enfermo: ¿qué importa lo que piense la gente? Lo que importa realmente es actuar de manera justa, y ser tratado de manera justa. Si usted me promete que no va a golpear nunca más a su esposa, no sería justo que yo lo dejara aquí internado. Pero si usted la agrediera una vez más, eso no sería justo porque usted es más fuerte, y porque habría faltado a su palabra.
La fortuna se pone de nuestro lado a veces, o nos abandona a su libre capricho. Esta vez la suerte me dio una oportunidad, porque mi paciente aceptó el trato y prometió que jamás golpearía a su esposa, solamente porque no debe hacerse eso con una mujer o con una persona de la tercera edad, aunque se expresó de ella como una “triste, triste puta”.
—Y perdone que lo diga con esas palabras, doctor, pero no hay otras: esa mujer es una triste, triste puta.
¿Se me perdonará que no haya defendido, en la conversación, el honor de la linda anciana? Sonreí, moví la cabeza rítmicamente, de derecha a izquierda, miré hacia el suelo, como si dijera: “Qué barbaridad, no es posible, cómo son malas las mujeres”. Complacido por mi aceptación tácita de su juicio, el señor Adolfo repitió su juramento, como si fuera una firme convicción nacida de su propio orgullo, y en efecto: jamás volvió a lastimarla.
Han pasado algunos años. Lo veo ocasionalmente: entra al consultorio, con su esposa; hablamos de sus medicamentos: los toma de manera puntual. Se comporta como un caballero. Ella luce tranquila y no se queja de ningún problema, aunque admite, con resignación, que los buenos años del matrimonio quedaron atrás. Termina la consulta. Ella va con mi secretaria a registrar la siguiente cita en el carnet de su esposo. Él regresa y golpea la puerta, con suavidad.
—¿Puedo pasar un segundo? —me dice.
—Claro.
Entra y arroja las palabras:
—¡Esta mujer sigue igual, doctor! No ha cambiado en nada: cada vez es más desvergonzada; los cita a los tres a la casa, y escucho los ruidos detestables que hacen en la sala o donde fue mi recámara. Por supuesto, no bajo a ver, para evitar los pleitos. Me quedo en mi cuarto, porque si no, acabaríamos muy mal.
—Hace usted bien en evitar el pleito. ¿Ella no se ha embarazado?
—¡No, afortunadamente! Pero, ¿qué le parece la desvergüenza de esta mujer, doctor?
—¿Qué le puedo decir? —y hago otra vez ese gesto de la cabeza y la mirada, que parece decir: “Qué barbaridad, no es posible. Ya sabe usted cómo son las mujeres”. Pero sólo digo—: Lo felicito por mantenerse fiel a su promesa. Así es como se predica con el ejemplo: recuerde que la violencia envilece y rebaja al que la comete.
—Pues sí, doctor. Pero esta mujer…
Y así concluye la consulta: a la mitad de la frustración, a la mitad de la inteligencia, en la negociación de lo razonable; aunque la razón, en esta labor, no se parece a lo razonable de otras empresas. En el capítulo del mundo conocido como psiquiatría la ideología explica mucho y cura poco. Podría enojarme con este caballero sexista y misógino, pero ¿mejoraría en algo el problema de su matrimonio? Si no hubiera una enfermedad mental, la discusión de este caso giraría en torno a la violencia de género, originada a su vez en la violencia estructural de la sociedad; sería un problema de políticos, sociólogos, filósofos, antropólogos, legisladores, un problema de las mujeres y los hombres. Pero don Adolfo tuvo una sana conducta matrimonial durante ochenta años. Y ahora sostiene una idea absurda, que contradice la lógica, la crítica, la evidencia. Se trata de un problema de salud, que trasluce la política de género, la inequidad, la sociología de los sexos, pero que no se origina en ese nivel; no se cura con un buen análisis antropológico. La psiquiatría tampoco es un asunto policiaco o un negocio jurídico: se trata de encontrar el camino más viable al mundo de lo real: y si no es la realidad concreta y dura de los hechos humanos, que se aproxime al menos a la realidad menos tangible de los valores, donde el sentido de justicia de un hombre delirante, pero honorable, le prohíbe insultar o golpear a su esposa “adúltera”.
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