EL ARTISTA Y LA NATURALEZA DE LA MUERTE
Delirio en claroscuro, de Jorge Kuri
Por Brenda Ríos
Este libro se rescata del conjunto de obras poco conocidas de Kuri y por eso es fundamental, es necesario, es casi un llamado para volver a leer dramaturgia.
Arundhati Roy, la autora de El dios de las pequeñas cosas, dice que “es curioso cómo, a veces, el recuerdo de la muerte pervive más que el recuerdo por ella arrebatada”. Estas palabras vienen a mi mente cuando pienso en Jorge Kuri, por el instante en que lo conocí y por su vuelta a mi memoria gracias a su libro Delirio en claroscuro (México: Tierra Adentro, 2005), publicado después de su muerte. No puedo decir mucho de él salvo que compartí algunas conversaciones, el vino que logra reunir espíritus de gozo y también de miedo, claro, miedo de no saber lo que viene, miedo de ser joven y de no saber qué hacer con el tiempo que se va tan pronto y que no intentamos ni abrazar ni comprender. Su ausencia no duele como pérdida, sino porque no llegó a ser presente, este presente, y porque sus obras siguen inéditas esperando actores, armónicas, públicos, otras lecturas.
La muerte como la única certeza posible es la constancia de algo que nos espera ahí, en una composición individual, hecha a medida; al cruzar la calle miramos a los lados, no sea que su abrazo suceda un día, una tarde, una mañana cualquiera. La eventualidad de la muerte obliga al artista a apresurarse. Hay quienes se adelantan a vivir lo más que puedan, a escribir, a pintar, a bailar hasta el agotamiento, para tratar quizá de construir recuerdos sobre sí mismo cuando ya no esté en el mundo. La paciencia de rayar el nombre en el banco de madera para que un desconocido llegue, se acerque y lea que otro también estuvo ahí. La voluntad del artista se debate entre sí misma y los elementos del tiempo que le tocó ver y representar, dejar el rasguño primitivo en una pared para los futuros desconocidos, para la virtud de una representación viva como lo es el teatro frente a nuevos públicos.
El artista es creador pero vive en múltiples contradicciones porque ve algo que los demás no ven o no quieren ver, al artista le es dado el don de búsqueda, no de verdad porque no es su trabajo, no de soluciones porque no es su trabajo, no de repetir causas posibles porque no es su trabajo. Sí lo es cruzar fronteras entre géneros y disciplinas, atreverse a representar el alma que lo acosa, la forma de su naturaleza. No tiene que ser bello ni tiene que salir bien, pero que posea la virtud de hacer exhalar el humo de los suspiros ante aquél que lo ve, lo lee, lo escucha.
Este libro se rescata del conjunto de obras poco conocidas de Kuri y por eso es fundamental, es necesario, es casi un llamado para volver a leer dramaturgia.
Este libro se rescata del conjunto de obras poco conocidas de Kuri y por eso es fundamental, es necesario, es casi un llamado para volver a leer dramaturgia. La dualidad del teatro habita en la obra escrita y en la evanescencia de su representación escénica, cada noche una obra puede no ser la misma, cada noche los actores la harán más intensa o voluble o débil, como una partitura en las manos de un director de orquesta. Kuri decía que el estado ideal para la creación era la melancolía, como sacado de un lema de los románticos alemanes que reflejan en su poesía este matrimonio entre el acto creativo y la melancolía, por eso la noche y la luna estarán presentes como elementos de visión sentimental y de trascendencia con la naturaleza. Pero en Kuri la melancolía va por otro lado, como una tristeza anunciada que se niega a recibir pero que no tiene de otra, por eso el humor, la carcajada que evita el ruido de otras cosas, por eso el baile y la música, porque aunque sabemos que es inevitable la llegada el autor no agota esfuerzos para que llegue sólo al final.
Delirio en claroscuro incluye también la obra a la que haré referencia: “El laberinto del yo o el viaje rupestre al centro de la galaxia” es una obra intensa y sin sentido aparente. El humor nos define, porque nos ofrece referencia, permite la dispersión y nos sitúa en una encrucijada política, y sólo hay salida por la puerta de atrás en un país como éste. Kuri hace recordar la dramaturgia de Virgilio Piñera y Samuel Beckett, ya que sitúa al hombre en circunstancias extrañas, ridículas incluso, que no van a ningún lado, de ahí la ventaja que permite la argumentación: se encuentran porque no importaba a dónde se dirigían.
El título engloba al texto: hay dos personajes, Kloster y Bendix, uno de ellos sobrelleva la pérdida de su yo en una misión espacial, se supone que están en una nave como únicos pasajeros. El escenario, dice el autor, es “la creación de un espacio cibernético que corresponde a la estética de un futurismo rústico, muy a la manera de las películas mexicanas, donde la variedad de elementos kitsch determina la idiosincrasia de los personajes”.
Encontramos de pronto frases inconexas de gran riqueza gramatical, que parecen salir de los libros de la fenomenología husserliana como: “Yo, por más que intento mirarme sólo me miro a mí misma. Trato de esquivar tu mirada pero cada vez que te miro te sorprendo mirándome que te veo mirarme. ¿Cómo podría mirarme a mí misma sin que me vieras mirarme?”
La intención del autor es un tópico desfasado, a la crítica literaria no le interesa ya saber de los propósitos que lo mantenían en pie en sus distintas obsesiones, pero en el trabajo de Kuri hay una preocupación latente respecto de su propia obra, la creación de un laberinto que lo condujera a una intención arriesgada: reflexionar y cuestionar la obra desde la obra misma.
Veamos: un escritor que escribe una obra donde se habla de este escritor que escribe una obra sin sentido y con múltiples referencias a una cultura devastada por el comercio, la publicidad, la historia, que pasa por la televisión y la invención de las pequeñas y grandes mentiras que componen la realidad nacional. Un escritor que se refiere a sí mismo.
En el trabajo de Kuri hay una preocupación latente respecto de su propia obra, la creación de un laberinto que lo condujera a una intención arriesgada: reflexionar y cuestionar la obra desde la obra misma.
El escritor no tiene la culpa, dice Kuri, quizá por ello pone al escritor como escritor dentro de la obra y no como personaje. Kloster y Dislexia se relacionan con el público haciendo notar que no hay guión, que sólo están en el escenario por el capricho de ese escritor. El público es también un personaje. El juego pues opera en tres dimensiones: una obra teatral que se lee de manera tradicional: esto es, hay indicaciones, hay diálogo y una trama.
Una obra que no tiene obra, que opera en el vacío, y en esa falta de sentido le da acomodo a la construcción de la ficción, en la ausencia de sí misma encontrará por tanto la manera de hablar de la imposibilidad. Una obra manifiesto: no es preguntar por qué se escribe o por qué se hace teatro, es responder por qué no hacerlo.
“El laberinto del yo” es una broma porque la tomamos en serio al decir es una obra de teatro que se le olvidó el argumento, los personajes perdieron los parlamentos pero siguen en el escenario diciendo tonterías. Hay una disertación ontológica, porque el ser no está siendo, el ser no está dentro de la obra, hay esbozos de seres que saben que lo son y que reciben órdenes de una entidad superior. La búsqueda del yo como si fuera un objeto: “La imagen precisa de mi ego: una esfera cuya circunferencia está en ningún lado y cuyo centro se encuentra en todas partes”, un kloster que extraña la cerveza de barril, o sea a sí mismo, y que están suspendidos en el espacio: el de la galaxia y el del escenario.
En la descripción de la obra dice el autor: “Este desdoblamiento de los personajes que se interpretan a sí mismos, además de ser un homenaje al estilo Luigi Pirandello y al autor de El escritor no tiene la culpa, tiene como objetivo escénico apelar la inteligencia del actor, quien además de habitar un espacio ficticio cumple la labor de un demiurgo que expande su conciencia aquí y ahora, como un monitor que le ayudará a navegar por el espacio de este viaje hacia el centro de la galaxia, además de un apuntador interno que le sirve como el hilo de Ariadna, para desentrañar el enigma de este Laberinto del Yo”. Kuri se cita a sí mismo en otras ocasiones: “¿En qué acaba esta historia, en qué, en quéééé? Seguramente es una broma del Embajador de la Luna, el autor de este monólogo demencial […] No mames! Aquí dice que debo bajar al público y besar… ¡a un hombre! ¡Güácala! Seguramente el Ombudsman de los Chiflados acaba de escribir su primera obra gay para burlarse de mi vanidad”.
También es un péndulo entre la locura y la razón, tema que inquietaba tanto a Erasmo de Rotterdam y a Machado de Assis, los locos que pueden en su desvarío estar muy cerca de las iluminaciones: “En el fondo, el ego no es más que una pequeña dosis de vacío, una gota de éter en el centro de la caracola del cerebro o eso que llamamos ‘nada’, flotando en el epicentro de la espiral que origina los sueños, en el Laberinto del Yo”. Estas iluminaciones corresponden en la obra a intensidades argumentativas, porque la escenografía no está fija ni los parlamentos “improvisados”, el artificio nos es revelado desde el principio, no hay misterio y por eso es una obra misteriosa, porque la honestidad de este artista fue decirnos desde un principio que no hay engaño en el engaño de la ficción.
La muerte sigue estando ahí, nada escapa a sus ojos de público acostumbrado a desvelarse. ¿El artista logró alejarla de este escenario esta noche este instante? Tomo sus palabras y las hago mías para que me defiendan, para que me cubran: “Y con las sombras del amanecer, concluye mi jornada nocturna y puedo retirarme por fin a descansar, para despertar de una vez por todas de este delirio en claroscuro”. ®