El estado kafkiano, donde el poder y el mezquino interés individual son los valores supremos, es una pesadilla que aún no se ha manifestado en sus formas más elaboradas y definitivas. Hay que mantenerse despiertos. Es posible aprender mucho de la historia y, sobre todo, de las alegorías, fábulas y metáforas de los grandes creadores.
A casi veinte años de su realización, Europa (1991) de Lars von Trier, continúa siendo un filme experimental de profundas connotaciones políticas, que es un placer y a la vez un reto poder ver en DVD. Parte de una trilogía sobre Europa y la violencia, iniciada con Forbrydelsens element (1984), continuada en Epidemic (1987), Europa o Zentropa, como se la estrenó en Estados Unidos, para evitar la confusión con Europa Europa (1990), de Agnieszka Holland, comienza en la Alemania derrotada de 1945 y ocupada por los aliados. Se trata del sector estadounidense donde la compañía ferroviaria Zentropa, propiedad de la familia Hartmann desde 1912, domina el mercado de transportes. Son precisamente ellos quienes llevaron a los judíos a los campos de exterminio, condujeron a las tropas hasta los confines, el armamento y el material necesario para fabricar bombas. En una Alemania así un estadounidense de ascendencia germana, Leopold Kessler (Jean-Marc Barr), por intermediación de un tío suyo, que hizo el actor sueco Ernst-Hugo Järegård, entra a trabajar en los ferrocarriles germanos, personaje que no se cansa de recordarle al sobrino que debe actuar con Demut o humildad, es decir, con servilismo hacia los superiores. El narrador, la hipnótica voz de Max von Sydow, introduce a Leo en el devastado escenario de la incipiente reconstrucción, donde todo se mueve por medio de sobornos ante los funcionarios. Al comenzar el filme el espectador tiene la clara sensación de hallarse en medio de una de esas novelas laberínticas, de pesadilla, ideadas por Franz Kafka, muy en el tenor de El castillo, El proceso o bien América. Pagar por el uniforme, que es propiedad de la compañía, por el examen médico elemental (sólo control de peso), hasta por las tarjetas y las formas que le servirán para desempeñarse como Schaffner o conductor de un Schlafwagen o vagón dormitorio.
Leo pronto habrá de conocer a Kat, Katharina Hartmann (Barbara Sukowa), hija de Maximiliam Hartmann, el dueño de los ferrocarriles, personaje que hace el actor danés Jørgen Reenberg. Udo Kier, uno de los actores y amigos personales de Trier, hará al hijo, Lawrence Hartmann, conocido familiarmente como Larry. El actor danés Erik Mørk hace el circunspecto sacerdote católico, a quien todos se dirigen como pater, seguramente miembro de alguna congregación religiosa. Las atmósferas opresivas y oscuras de esos filmes han sido atribuidas por algunos a las impresiones de infancia del director quien, a la edad de doce años, ante su bajo desempeño escolar fue enviado por sus padres a un sanatorio mental en Lundtofte. Hay ciertos elementos recurrentes como el traslado a un lugar inhóspito donde el protagonista intenta ayudar a quienes le rodean, la aparición de personajes cuya salud mental va deteriorándose en el trascurso de la historia y el papel de lavado de cerebro ejercido por el hipnotismo. En realidad, esta lectura psicológica y biográfica no es enteramente desdeñable, si bien no es la única ni agota con mucho todas las posibilidades.
Poco a poco de una Europa oscura, plagada de amenazas, se va concretando el panorama de una epidemia mundial y finalmente la Alemania de la posguerra, en la alborada del Plan Marshall, un estado que ha conservado muchas de las estructuras y los vínculos con el régimen anterior.
En El elemento del crimen un detective británico, exiliado en El Cairo, se somete a un tratamiento por hipnosis, a fin de desenterrar su pasado. El escenario que surge es una Europa turbia y amenazadora, donde una serie de crímenes perpetrados contra niñas que vendían boletos de lotería, se mezcla con un libro titulado The Element of Crime, que llevan al protagonista a asumir una personalidad al comienzo detectivesca pero al final homicida. Más relevador aún, en Epidemia, el doctor que combate un virus extraño luego se revela como el manipulador de éste contra la humanidad. Poco a poco de una Europa oscura, plagada de amenazas, se va concretando el panorama de una epidemia mundial y finalmente la Alemania de la posguerra, en la alborada del Plan Marshall, un estado que ha conservado muchas de las estructuras y los vínculos con el régimen anterior. En una cena, ofrecida en Francfort del Meno, la capital del comercio y las finanzas, en casa de los Hartmann, Max presenta a Leo con un compatriota suyo, el coronel Harris (Eddie Constantine), quien le dice que puede serles de mucho provecho ocupando ese puesto en el futuro. Más adelante el coronel estadounidense, condiscípulo de Max Hartmann en sus años de estudiante en Berlín, habrá de sobornar a un judío para que dé su visto bueno con un cuestionario que prueba la desvinculación de Hartmann respecto de los nazis. El judío hasta acaba abrazando al magnate alemán y declarando, ante las fuerzas de ocupación, que lo había protegido e incluso ocultado en su desván. Por supuesto, patrañas que los dueños del capital y, quienes velan por sus intereses, en este caso la autoridad militar, están siempre dispuestos a escenificar en beneficio de sus socios.
La historia se complica un poco más cuando Leo ve por accidente, a través de la ventanilla del tren, cuyas persianas deben estar siempre abajo, un par de cadáveres colgados con la leyenda en alemán y ruso de Werwolf u hombre lobo, el nombre dado a los partisanos que integraban la resistencia contra los nazis. El coronel Harris le pide a Leo mantenerse alerta, porque no desean que sigan ocurriendo cosas similares. Los partisanos lucharon del lado de los aliados para derrotar a las potencias del Eje. Más tarde la despampanante y enigmática Katharinchen (como la llama su padre) le revelará a Leo que ella misma fue hombre lobo, pero que todo eso fue una locura que ha quedado felizmente en el pasado. Leo parece hacer trabajos para la Resistencia y se apresta para facilitar un complot que acaba con el asesinato de un nuevo Bürgermeister, un alcalde nombrado por los aliados, a manos de un niño de inofensivo aspecto quien a Leo le habían encargado cuidar. El humor negro, especialmente aquel rayano en el absurdo, que tiene que ver con hechos de sangre, es sumamente nórdico y punzante. El baño de sangre literalmente, pues se corta las venas en una bañera, en que acaba Max Hartmann, en apariencia exonerado ante el nuevo orden pero no ante sí mismo.
O bien las escenas de niños esclavos jalando de los vagones al momento de engancharlos o bien de judíos demacrados, en los huesos, mantenidos en vagones secretos provistos de rejas. La película está filmada en blanco y negro, a veces en color, como en los goterones de sangre de Max Hartmann que están resaltados en rojo. También en ocasiones los rostros de los protagonistas se tiñen ligeramente de color, como queriendo evocar una emoción auténtica, humana, en medio de aquella trama kafkiana, donde los sentimientos individuales ceden ante el omnipotente peso del Estado, ese monstruo de mil ojos, mil manos y mil cabezas, que todo lo ve, todo lo sabe y todo lo ejecuta. Es revelador que sea un niño precisamente quien lleve a cabo el atentado, no sólo porque recuerda el pasado, la Hitlerjugend, sino el futuro, donde la guerra de bajo impacto, en su forma de guerra de guerrillas, se valdría de jóvenes influenciables, a quienes se les suministra un veloz adiestramiento militar, se les enseña a amedrentar a la gente y se les entregan armas y drogas para que siempre tengan el ánimo arriba. Hay demasiados elementos en clave en el filme de Trier como para detenerse en cada uno. El entierro clandestino de Max Hartmann es altamente revelador. Larry le pide a Leo que acuda con él sin tardanza, conduciéndolo por una serie de vagones almacén donde jamás había estado. El último de ellos tiene judíos en jaulas con sus uniformes de prisioneros. La idea de Trier es clara: decir que el cambio siempre es aparente y superficial. El progreso exige víctimas casi de manera ritual, que evoca el modo como los antiguos aztecas alimentaban a sus sedientos dioses. La asamblea que se reúne para las exequias es dispersada en forma veloz por los altavoces de las fuerzas de ocupación. No sin que un montón de desharrapados se pasen de unos brazos a otros la rústica caja de madera con el cuerpo de Max dentro. Al final resuena un vivat, vivat, vivat, una ovación. Los esclavos están adiestrados, casi diríase condicionados, para amar a sus amos. El humor corrosivo de Trier se hace patente de nuevo.
El final, que algunos juzgan como dudoso o poco convincente, es que a Leo le asignan una nueva misión los de la Resistencia. Esta vez lo amenazan reteniendo a Katherina, ahora su legítima esposa (en una escena de consumado surrealismo el pater acaba casándolos en la iglesia de san Cristóbal sin techo y cayendo una romántica escarcha de nieve). Esta vez lo que quieren es que coloque una bomba en un vagón del tren y la haga estallar justo al pasar sobre un puente, con el tiempo exacto para escapar. Él la instala, arriesgándolo todo (ser descubierto por el coronel Harris que también viaja en el tren, no pasar la prueba para que lo nombren oficialmente conductor de vagón dormitorio y perder de ribete a su mujer secuestrada). En el último momento se arrepiente. Logra apearse del convoy, después corriendo le da alcance, se monta de nuevo. Desactiva el artefacto. Harris lo llama al compartimento donde llevan a Kat, quien va con esposas. Sólo se ha servido de él para cumplir sus maquinaciones, aunque un poco de cándido amor debió existir en el fondo de su alma. Harris le confiesa que ya andaban sobre la pista de Kat, pero no le habían podido echar el guante. Las cartas que condujeron al suicidio al padre habían sido de la autoría de la hija. “Ya sabes lo que dicen de un hombre lobo: es persona de día y lobo de noche”, son poco más o menos las palabras con las que pretende justificarse ante su marido. Al final, justo cuando pasan por otro puente, se produce una explosión. El vagón donde va Leo se precipita en el río, comienza a anegarse. Por más esfuerzos que hace no logra escapar de la catástrofe. Otros en cambio sí lo hacen. Después de un tiempo la fuerza del torrente termina por liberar su cuerpo del vagón, que acaba flotando en el Atlántico, ese océano por el que llegara de Nueva York a Bremer Hafen, el puerto de Bremen, como al principio aclaran las mágicas palabras del narrador que va ensartando con sus cuentas regresivas los distintos segmentos del filme. El ciclo del viaje llega a su fin y para el buen entendedor se esboza una trama política de trazo bastante nítido.
El trabajo con los intérpretes es intachable. Lars von Trier, por sus manías y fobias, generalmente filma en su natal Dinamarca u otras partes de Escandinavia, por su miedo a volar y alejarse demasiado de su patria. Sus actores hablan en inglés o en alemán pero proceden casi siempre de naciones nórdicas.
Los banqueros desde Nueva York y Londres financiaron tanto a los aliados como a los países del Eje. Ganara quien ganara, perdiera quien perdiera, su negocio estaba hecho. Tras la guerra, la reconstrucción bajo el Plan Marshall y la ulterior erección de la Unión Europea, Zentropa, una empresa que domina no sólo Alemania sino Europa entera, es una buena metáfora, con ella quedaba garantizado el predominio económico y militar de los dueños del capital. “Leo, por favor, alemanes que matan a otros alemanes, eso no es noticia”, son las palabras de coronel Harris. Que los otros se maten entre ellos, que se hagan unos a otros la guerra, no sin dejar a quienes en calma contemplan las cosas desde lejos, y casi se diría las controlan, un amplio margen de ganancia. Los proyectos de quienes planean el futuro consisten en una sociedad sin naciones, dividida para su eficaz administración en grandes compañías privadas. Zentropa es un símbolo del carácter corporativo y privatizado del nuevo orden. Pero los Hartmann no estaban destinados a ser los nuevos propietarios de Zentropa. Las guerras, así como las crisis económicas lo hacen con el dinero, provocan que el poder pase de unas manos a otras, no que desaparezca. Los nombres que ya conoce la gran mayoría están marcados, hacen falta nuevos para dar la ilusión de movilidad social. Las grandes familias, casi siempre conectadas con casas reales y fortunas de decenas de siglos en ocasiones, son muchas veces las fuerzas que jalan los hilos por encima y por detrás del telón de fondo. Es revelador que también terminen con Larry, un crimen que tiene tintes tanto de homofobia (como pasó con Ernst Röhm, jefe de la Sturmabteilung y amigo íntimo de Hitler) como de pretender borrar una extirpe. La personalidad de Larry evoca la del hijo de Thomas Mann, Klaus, escritor y suicida, igualmente homosexual.
El trabajo con los intérpretes es intachable. Lars von Trier, por sus manías y fobias, generalmente filma en su natal Dinamarca u otras partes de Escandinavia, por su miedo a volar y alejarse demasiado de su patria. Sus actores hablan en inglés o en alemán pero proceden casi siempre de naciones nórdicas. El trabajo con la dicción, propiedad del idioma y el efecto convincente no conocen tregua con este director. El inglés británico del sueco Max von Sydow es intachable. El alemán de los daneses Jørgen Reenberg y Erik Mørk y del sueco Ernst-Hugo Järegård es de admirarse. También el inglés germanizado de todos ellos y de los alemanes Barbara Sukowa y Udo Kier. El toque yankie del actor franco-estadounidense Jean-Marc Barr, nacido en Alemania, y de Eddie Constantine, exiliado en Francia, resulta convincente y colorido. Lars von Trier (Copenhague, 1956), con ese von que él mismo adoptara, por una broma de sus amigos, símbolo de nobleza entre los alemanes (él suele decir que por Erich von Stroheim y Joseph von Sternberg), miembro y fundador del movimiento Dogma 95, junto con Thomas Vinterberg (1969), en su aún inconclusa trilogía USA: Land or Opportunities, con cintas como Dogville (2003) y Manderlay (2005), a las cuales ha de sumarse Washington, ha hecho clara su posición crítica en contra del imperialismo, particularmente en su versión estadounidense. La segunda de sus grandes trilogías fue, sin embargo, The Golden Heart, integrada por Breaking the Waves (1996), Idioterne (1998) y Dancer in the Dark (2000). Antichrist (2009) es la más reciente de sus realizaciones, a la que seguirá Melancholia (2011). Europa es una cinta valiosa que cumple veinte años. Hoy la European Union es un hecho. Está en curso la erección de la Northamerican Union (Estados Unidos, Canadá, México) y la unión de Asia. Los trabajos con la Unión Sudafricana parecen estar más avanzados. El estado kafkiano, ejemplificado en la historia por los regímenes totalitarios, donde el poder y el mezquino interés individual son los valores supremos, es una pesadilla que aún no se ha manifestado en sus formas más elaboradas y definitivas. Hay que mantenerse despiertos. Es posible aprender mucho de la historia y, sobre todo, de las alegorías, fábulas y metáforas de los grandes creadores. ®