En Buenos Aires, el 10 de mayo de 2011 perdí mi pasaporte mexicano número 04060012832, y sin otro papel que avale las letras de mi nombre, en este momento me siento, con intensidad digna de Pessoa, absolutamente Nadie.
Yo debería ser el menos sorprendido. Luego de una vida disipada y variopinta —acostumbrado desde que tengo uso de memoria a vivir entre la inconsciencia y la zozobra— la irresponsabilidad pasó de ser un justificativo natural para transformarse en un trabajado pretexto, pasando por la condición de evangelio omnipotente, alcanzado la cima del orgullo envanecido y, finalmente, en esta noche tan amarga, despeñarse en el precipicio del que nunca debió de haber salido: el agrio muladar de la condena.
Supongo que podría culpar al presidente, la familia, la política, los duendes, la condición humana, el narcotráfico, el clima, Huitzilopochtli o a los franceses, pero llega un momento en la vida en que ninguna de esas acechanzas es plausible: la responsabilidad es mía y sólo mía; tanto más todavía porque es algo que sólo sucede por pendejo.
Pongo en circunstancia y hago algo de historia para alumbrar esta infidencia de mi alma.
Desde mi más tierna mocedad fui dado a las elucubraciones metafísicas. Tímido y circunspecto durante el jardín de niños, estallé cual paloma de maíz al ingresar a la primaria, lo que no me impidió continuar el ejercicio de uno de mis pasatiempos favoritos: jugar con mis muñecos en estrictos escenarios mentales, sin mediar palabra y con un semblante que el ojo no entrenado podría tildar de autista. Tiempo después, siendo un anémico estudiante de música, me entretenía pensando en el lugar que ocupaban en el espacio los pequeños silencios que unen a las notas para que un acorde sea un acorde y un arpegio un arpegio. “Todavía me veo sentado sobre los bancos de la clase, absorto en mis sueños de porvenir, pensando en las cosas más sublimes que la imaginación de un niño pueda concebir”, escribió Flaubert, y puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que también pasó buena parte de su infancia comiendo camote.
Tras un ejercicio ininterrumpido de dislates y omisiones, he aprendido a justificar mi vida con toda clase de pretextos, sacándole la vuelta al hecho frontal de que no sólo soy un despistado y distraído profesional sino, a la vez y en ocasiones, incapaz de valerme por mí mismo.
Tal circunstancia, por lo demás, no me impide seguir viviendo. Si uno ha leído algo de filosofía, es un poco temerario y muy valemadrista resulta natural ahijarse a la sombra de un cinismo consecuente, actitud ética que le pone nombre y sentido al idealismo desencantado. Hakuna-matata otros le han llamado.
Empero, todo tiene un límite. O al menos debiera tenerlo. A lo largo de mi accidentado trajinar he perdido vuelos, cartas, ropa, maletas, dinero, alhajas, mujeres, gorras, sombreros, mascotas, libros, electrodomésticos, botellas, prestigio, boletos, confianza, dioses, zapatos, calzones, vergüenza, alegrías y trabajos por mi natural disposición a disiparme en la estratósfera. Padezco severos déficits de atención que me juegan en contra incluso con hechos y circunstancias con las que suelo ser muy precavido: yo soy aquel al que hasta la copa le camina.
Hoy, que pintaba ser un martes como cualquier otro, tuve la ocurrencia de salir a comprar mi entrada para el inminente concierto en Buenos Aires de Los Amigos Invisibles, banda de mi más alta estima a la que, por razones que no viene al caso contar, nunca he podido escuchar en vivo. No encuentro ocioso referir que no debemos tentar a la suerte ni subvertir los maleficios. Hay cosas que no deben ser y al forzarlas, como sucede en el amor, sólo obtendremos estropicios. Sigue tu paso, joven amigo: agua que no has de beber déjala correr.
Supongo que podría culpar al presidente, la familia, la política, los duendes, la condición humana, el narcotráfico, el clima, Huitzilopochtli o a los franceses, pero llega un momento en la vida en que ninguna de esas acechanzas es plausible: la responsabilidad es mía y sólo mía; tanto más todavía porque es algo que sólo sucede por pendejo.
Sé que poco y nada gano en tratar de ver un castigo impersonal detrás del evento, pero no puedo sino sentirme señalado por un destino miserable que acompleja mi boleto privándome del pasaporte, documento que acredita mi personalidad en un país extranjero y que resulta el aditamento legal que mejor me pinta de cuerpo entero. En mi caso el pasaporte es una parte del alma, el único papel emanado del gobierno de los hombres por el que tengo respeto, figura de autoridad que me ha permitido el ejercicio que más me gusta, justifica y reconforta: vivir de viaje. Perder a ese antiguo compañero me deja en una orfandad cósmica, marciana y terriblemente sublunar (ahora entiendo perfectamente a Peter Pan cuando, errabundo y caritriste, vagaba sin dirección tras los ecos de su sombra).
No ahondaré en la historia emocional del documento. Básteme decir que llevaba conmigo siete largos años en los que hemos pateado el globo de arriba para abajo y de izquierda a derecha. Suyas son las noches más maravillosas de mi vida y también algunos días amargos. Suyas las lenguas por las que me he perdido y algunos de los cuerpos amados. Suyas son estas palabras que le deben esta perspectiva, la que me obliga a sentirme inerme, desolado.
Tres años le faltaban para jubilarse y descansar en ese cajón con sus compañeros de viaje, testimonios del paso del tiempo de la persona que he sido, de la que estoy siendo. Mis huellas dactilares se encuentran entre sus páginas, como tatuajes hermosos que revelan el mapa hacia mi más profunda piel.
Por otro lado, sin otro papel que avale las letras de mi nombre, en este momento me siento, con intensidad digna de Pessoa, absolutamente Nadie. Soy un vagabundo sin papeles, un indocumentado en la trasnoche. El pasaporte, para los que anidamos en el viento, es la casa más amable.
No se crea, dada mi propensión a la desidia, que me he tirado al sufrimiento como única opción; muy por el contrario. Fui tan consciente del momento de su ausencia —alguien literalmente me robó el aliento— que asustado reculé sobre mis pasos, apenas unos quince o veinte metros, en su búsqueda inmediata. Me sentí abatido al encontrar los infaustos boletos del concierto tirados en la vereda, que yo había resguardado entre sus pastas. El hecho me pareció extraño y calamitoso no sólo porque nunca cargo conmigo el documento, sino porque un extraño azar me estaba espetando “aquí están los tiquetes, infeliz, como un vestigio material de que tu amigo acaba de perderse para siempre”. La crueldad no conoce fronteras. Peiné la zona, la calle, el barrio. Nadie de los negocios adyacentes ni los vecinos me dio razón o se compadeció de mi daño. Algo me dice que una mano alevosa lo recogió con sigilo. Y pocas son las esperanzas que deposito en los extraños.
Me dirigí a la comisaría más cercana, no sólo con la esperanza de hallarlo sino también de denunciar su extravío. Perder un pasaporte es cosa seria y además tenía integradas un par de visas, que gran esfuerzo me causaron. Yo, un hombre de poca fe, tengo prendida en la cocina una vela a san Pascual Bailón, patrón de los objetos perdidos que ya una vez, milagrosamente, me devolvió una billetera.
Poco y nada diré del recinto donde levanté mi acta. Los ambientes policíacos, en cualquier parte del mundo, suelen ser poco agradables. Acá el trámite no es gratuito, la indiferencia es parecida y la desesperanza idéntica.
—¿Disculpe, reciben ustedes muchos objetos perdidos?
—Eso no pasa nunca, pibe.
Los policías son visiblemente más aseados que en México y el oficial que me atendió, si tuviera que describirlo con las palabras de alguna de mis tías, se parece de jodido a Saúl Lisazo.
Nada más puedo agregar. Tan triste y desamparado me encuentro que me puse a escribir. Sin asomo de esperanza.
Hoy he perdido algo importante, lo tengo muy claro.
Todo lo que puedo hacer, como un varón de 27 años, es escribir este réquiem por mi mejor amigo y apagar la veladora. ®
E. H. Sarao
Es el velorio de un documento identitario más ridículo -que hasta la fecha- he leído. No perdí mi tiempo, ya que al final del 11vo párrafo el extravista distraído nombra el título (en primera persona) de un poema de J. Cortazar: Tu más profunda piel. Recurro a Último Round. La referencia es rescatable además de la cita de Flaubert, lo demás… el que sigue.
Un saludo