Algo sobre cocodrilos y tiburones

El verano, el parque y el cine australiano

Siempre hay un tiempo para leer, charlar, pensar y conocer gente antes de una función de cine en una ciudad del norte mexicano.

Cultivo los hábitos del solitario: la lectura, el cine y ahora Internet. Lo escribo así con mayúscula, y sin artículo, porque tengo respeto por los expertos que aseveran que se trata de un ente único en el Universo, irrepetible desde el punto de vista histórico, un nombre propio por cierto, que pronto habrá de ser sustituido por una nueva red: Internet 2, se especula, será el nombre. Ayer, como casi todas las tardes, fui al cine. Respiro un poco de aire fresco en el trayecto, leo en el transporte público y no precisamente descanso la vista por las horas pasadas frente a la computadora. El resultado es que traigo siempre los ojos legañosos. Tendré que usar gotas o algo así. Las cuestiones de la vista son delicadas y uno debería evitar en lo posible administrarse bajo propio criterio ciertos medicamentos. Evitar el mal mayor me hace recurrir a un antiguo lavaojos y una botella de agua purificada, cuyos raseros de higiene podrían ser perfectamente objetables y ahí resida el problema. No alcancé a llegar a tiempo. La función ya había comenzado y si quería ver algo debía aguardar. Esa tarde estaría consagrada al género del horror y los fenómenos asombrosos. La opción caía entre ver una cinta acerca de una secta satánica o un cocodrilo asesino. La decisión, como se verá, no la tomé yo sino las circunstancias.

Por fuera del cine, Cinépolis La Nogalera Saltillo, ubicado en una plaza comercial, existe una especie de foro donde los domingos hay toda clase de espectáculos ruidosos pero entre semana permanece vacía y es un campo de juego para niños y patinadores. Alrededor de esa área de ajetreo han colocado varias mesas de hierro vaciado, de ésas que se estila poner en los jardines, pintadas de verde, para que la gente se siente, coma algo o se ponga simplemente a mirar. Yo, en las contadas ocasiones que me siento, voy ahí a leer. Siempre cargo un libro en mi mochila. Esta vez le tocó a Yellow Dog (2003) de Martin Amis, un autor difícil, con múltiples niveles de lenguaje, personajes extremos y contrastes de un atrevimiento notable con el habla vernácula (un pequeño obstáculo cuando uno no ha vivido en Londres) pero de una solvencia a toda prueba con el lenguaje convencional de la literatura. La cuestión era que de las tres mesas que había en aquel lugar, con un promedio de seis sillas cada una, todas estaban ocupadas. En una, donde además daba una sombra conveniente, se veía sólo un hombre como de mi edad, o incluso mayor, que vigilaba a unas criaturas que correteaban.

Pregunté si podía ocupar una silla, respondió de manera amable, siempre con un carácter un tanto adusto y distante. Hoy día no es posible adoptar otra actitud ante toda la violencia inmotivada que impera. Volví a preguntarle si ésos eran sus nietos. Y mirándome, aún más serio, me contestó que no: eran sus hijos. “¡Tan pequeños! Más vale tarde que nunca”, exclamé con espontaneidad, luego me di cuenta de que había sido una gran imprudencia de mi parte. Extraje el volumen y comencé a intentar descifrar un enrevesado párrafo. Había dormido poco la noche anterior. El calor del verano, la atmósfera en ocasiones hostil que reina en casa de mi madre, las muchas horas que me quedo ante la pantalla trabajando o haciendo otras cosas, no importa. Sólo alcancé a leer un solo párrafo. Dejé con cierto alivio el libro sobre la mesa y cerré los ojos. Dormité unos instantes. Ese sueño abreviado me reconfortó. La figura menuda de un niño pasó veloz para colocarse al otro lado de la mesa. Grácil, rubio cenizo, con cara en forma de rombo.

Me veía y veía sin pronunciar palabra. Más tarde el padre me informaría que no llegaba ni a los tres años. Yo hubiera jurado que por la agilidad y la talla tenía más de cuatro. ¡Qué pronto están madurando los chicos! Ahí se muestra un signo de la naturaleza de que un cambio está próximo a sobrevenir. Mientras más rápido cobren vigor y destreza los nuevos seres tendrán más oportunidades de supervivencia. ¡Quién puede saber qué va a resultar de todo este caos, altamente destructor y engendrador! Si hemos de prestar oído a los griegos. “La guerra es la madre de todo”, espetó alguna vez Heráclito el oscuro. Al advertir cómo miraba yo con una mezcla entre afectividad y codicia al niño, el padre me preguntó si yo tenía hijos. Entonces salió a colación mi edad, que resultó exceder en seis años la suya. El aspecto tan formal y el rostro tan serio eran engañadores. Chihuahuenses, el padre y sus dos hijos. El otro no llegaba a los diez años, más torpe, rechoncho, nada comparable con su hermanillo. El padre se dedicaba a una actividad para nada ecológica, vender carbón vegetal. La costumbre de hacer carnes asadas ha generalizado de nueva cuenta el uso de combustible de las cavernas, con el consiguiente deterioro de la atmósfera. Con tantos problemas que aquejan a la masa humana, éste ciertamente es el menor. Por desgracia, seguir pensando así no va a remediar nada.

Es brutal cómo han devastado los bosques de mangle en las costas, un ecosistema vulnerable, delicado, que alberga toda una suerte de criaturas acuáticas, aéreas y terrestres. Quizá esos manglares ya no existan. No me gustaría volver a San Blas para comprobarlo.

Cuando mi interlocutor me cuestionó, incluso con cierta gravedad, sobre los motivos de por qué no tenía hijos, mi respuesta debió dejarlo algo perplejo. “Por hacerle un favor a todos, tú y los tuyos incluidos. Dentro de poco, ¿te has puesto a pensar?, habrá escasez de alimentos y mucho contribuirá quien tenga menos bocas”. Quienes no tienen hijos son una bendición para la humanidad, al menos, en estos momentos. El destino, además, que les esperaría a esas criaturas, en épocas de escasez, es devastador. ¿Para qué multiplicar el sufrimiento? Luego pasamos a hablar de los rarámuri, que significa aquellos de pies ligeros, o sea los tarahumaras de su región, esos indios tan peculiares y tan distintos del resto de los pobladores autóctonos de México, gente de montaña, de palabras parcas y piel curtida por la intemperie. Ni en invierno se protegen con ropa abrigadora. Tienen la piel tan dura como un neumático, contaba el lugareño quien, por cierto, resultó oriundo de Parral. Le conté que había oído por ahí la voz tohuí. Me informó que tohuí, o más bien tehueques, les dicen a los niños. De ahí el nombre que propuso aquel infante tarahumara para el primer oso panda nacido en cautiverio, por lo menos en el zoológico de Chapultepec.

Los niños son la bendición de la tierra y cuando se los acribilla impunemente en las guerras, junto con las mujeres y los ancianos, se da una muestra de crueldad sin precedentes que constituye, de hecho, una falta de respeto, un desprecio por todo lo vivo. Aunque algunos ecologistas pretenden salvar las especies en peligro a costa de diezmar las poblaciones humanas. ¡Qué cosa! Al final, estar dotado de algo llamado espíritu pone al ser humano en una situación un tanto ambigua, pues es más que un simple ser vivo y también es menos que eso. He ahí la paradoja de la autodestrucción de la especie, acaso un mecanismo implantado por la misma naturaleza para regularse, si bien esta explicación resultaría sospechosamente simple.

Cuando el niño pequeño llegó todo bañado de la camisa se hizo imperioso que el padre fuera a cambiársela. Había una fuente cercana y había estado jugando con el agua. Le sugerí intentar secar la prenda por medio de la máquina de aire caliente en el baño. Vi el reloj. Se había hecho demasiado tarde para ver la película sobre la secta, así que decidí maravillarme ante los monstruos que no sólo crea la imaginación, como en el caso de Goya, sino la naturaleza. Black Water (Andrew Traucki y David Nerlich, 2007) es un filme australiano que, a pesar de llegar tarde a las pantallas nacionales, va más allá de ciertos lugares comunes del género (Alligator, Crocodile, Lake Placid, Primeval y Rogue), por los pocos actores, la forma en que está narrada la historia, ese suspense que se crea y el relativo happy ending inesperado. Se echa de ver la frescura y las ganas de hacer cosas de los realizadores australianos. Ese amor y a la vez terror ante la indómita naturaleza. Las tomas entre los manglares me trajeron sin remedio la memoria de una excursión realizada en la niñez a unos pantanos que se forman por puerto San Blas, en el estado de Nayarit, una verdadera revelación a aquella edad para mí, prácticamente me causó el mismo asombro que entrar en una catedral gótica penetrar lentamente, casi con solemnidad en aquellas espesuras. La piragua motorizada que nos llevaba apenas alcanzaba a pasar por ciertos estrechos. Entonces no tenía miedo, aunque ahí también debió haber habido uno que otro caimán taimado, nada comparable con el cocodrilo de mar en Australia, desde luego.

Hoy no sé qué habrá sido de todo aquello. Es brutal cómo han devastado los bosques de mangle en las costas, un ecosistema vulnerable, delicado, que alberga toda una suerte de criaturas acuáticas, aéreas y terrestres. Quizá esos manglares ya no existan. No me gustaría volver a San Blas para comprobarlo. Las tomas de la naturaleza son prodigiosas. La cinta vale por eso y por el trabajo de los actores. Claramente, desde el inicio, presentando imágenes fijas de los protagonistas sonrientes, se está advirtiendo al espectador que lo que viene a continuación es netamente una obra de ficción. Me gusta eso, hacer expreso el hecho de que se entra en un universo paralelo al real que, en cierto sentido, se comunica con éste pero que al mismo tiempo puede comportarse de manera autónoma. Un verdadero regalo entre las muchas monsergas que dejan pasar los distribuidores estadounidenses. He regresado en tardes consecutivas al mismo cine y no he vuelto a encontrar al hombre con los niños sentado en la explanada. Mantenía siempre la vista al acecho. Con todo lo que se ve en estos días, a saber en lo que en realidad andaría metido.

Meses más tarde, casi pasó un año entero, esta vez a tiempo por cierto, llegaría la última cinta de Andrew Traucki, quien parece tener una marcada inclinación por los engendros de Natura, titulada The Reef (Pesadilla en mar abierto, 2010), una cinta para variar sobre un terrible tiburón blanco que a diferencia de Jaws (Steven Spielberg, 1985) y sus secuelas (Jaws 2, Jeannot Szwarc, 1978), ambas basadas en la novela homónima de Peter Benchley, no pretende hacer una presentación especular del monstruo marino sino más bien contar la historia de supervivencia y denuedo de dos parejas que naufragan a mitad de la Gran Barrera de Coral en Australia cuando navegan precisamente en un velero que deben entregar en una isla vecina de Oceanía. Menos vistosa y amenazadora que la cinta sobre el cocodrilo de mar, The Reef logra contar una historia en un inglés natural, solvente y comprensible (nada de balbuceos y coloquialismos difícilmente entendibles), toda una ocasión para exponerse a la variante australiana del inglés, ciertamente más cercana de la británica que de la hablada en Estados Unidos. La frescura del cine australiano, su sencillez, carácter directo y rigor son muy notorios. Las tomas con los colores paradisiacos del mar, la callada y lenta lucha hasta que sólo logra alcanzar una pequeña y rocosa isla la última superviviente se quedan en la memoria del espectador. Ni el heroísmo, digno del capitán Ahab en Moby Dick, durante la lucha contra la bestia marina, ni la molesta y artificial presencia de submarinos de dimensiones descomunales que sólo desfiguran la belleza y elegancia del great white shark se echan de ver en la realización de este filme. En este sentido es un alarde de austeridad y amor por la buena fotografía de la naturaleza. Afirmar más acaso resultaría un tanto exagerado. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Julio 2011

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