Que la sociedad pida un alto a la violencia es muy legítimo, y nadie parece ponerlo en duda. Pero al utilizar la metáfora de “parar la guerra” nadie está pidiendo pactar con criminales ni aceptar o tolerar el crimen organizado. Pedir la revisión de la estrategia y sus tácticas no es renunciar a nada, sino exigir eficacia. Intentar confundir ambos, en cambio, es perverso y un eficaz instrumento para desacreditar al que piensa distinto al status quo.
Tal vez lo primero que habría que decir sobre el texto de Heriberto Yépez publicado en el diario Milenio y que tanta ámpula levantó en su momento, es que resultó sumamente eficaz si es que su objetivo era el de provocar y buscar jaleo. Su tono altanero, es de reconocerse, tuvo un efecto de lo más logrado.
Pero más allá de su éxito sobre el escenario, los argumentos que utiliza Yépez para denostar a quienes piden un “cambio de estrategia” con respecto a la “guerra contra las drogas y el crimen organizado” no son sólo muy refutables, sino también, útiles para ilustrar con un poco más de detalle un debate público, académico y político muy activo (en México y en el mundo), sobre las opciones a lo que casi ideológica o religiosamente se conoce ahora como “guerra contra las drogas”.
La naturaleza de los medios masivos de comunicación los obliga casi siempre a la simplificación y a privilegiar aquello que produce más morbo en los lectores o espectadores. Dado que los asesinatos, el escándalo y la corrupción siempre serán más vendibles que reflejar con seriedad un debate con frecuencia técnico (por ejemplo, la eficacia en materia de salud y justicia de los sistemas de posesión no criminal para consumo personal en diferentes sociedades), es muy importante señalar que estos debates existen y que de hecho son cada vez más frecuentes en los niveles políticos y gubernamentales importantes, y no sólo entre la sociedad civil “contestataria”, sino especialmente en la Unión Europea, en la América hispana y en los propios Estados Unidos. El reciente referéndum en California, los fallos de la Corte Suprema de Argentina con respecto a la posesión personal no criminal, el modelo español de los clubes cannábicos o la nueva ley de autocultivo que se discute en Uruguay se inscriben como ejemplos vivos de este debate global. Sugerir que nadie ha propuesto nada, como lo hace Yépez, es simplemente hacer virtud de la desinformación personal. Afirmar, en cambio, que los que nos oponemos a la actual estrategia contra las drogas queremos “volver a la narcocultura”, sea lo que sea que eso signifique, es francamente difamatorio.
La experiencia que se tiene hasta hoy apunta claramente al hecho de que instrumentar sistemas de control de drogas puede tener muchas consecuencias benéficas: proteger mejor a los no consumidores, tener control y registro de usuarios, mejorar el acceso de éstos al sistema de salud si así lo requieren, controlar enfermedades como el VIH y la hepatitis por uso de drogas intravenosas, despresurizar los sistemas de justicia de consumidores que no son criminales ni afectan de forma significativa a la seguridad pública; acotar los espacios de lucro de las mafias, hacer más efectiva y focalizada la inteligencia policial hacia los criminales peligrosos, y un largo etcétera. Sin embargo, suponer que estas medidas van a solucionar por sí mismas el problema del crimen organizado y la crisis institucional en el país, que en buena medida ha permitido la ampliación de las actividades delictivas del narcotráfico y sus socios a otras áreas ilegales, es simplemente descalificar sin mayores argumentos. Justo lo que ha hecho el gobierno federal de Felipe Calderón, y que Yépez aplaude para no ver nada más.
Que la sociedad pida un alto a la violencia es muy legítimo, y nadie parece ponerlo en duda. Pero al utilizar la metáfora de “parar la guerra” nadie está pidiendo pactar con criminales ni aceptar o tolerar el crimen organizado. Pedir la revisión de la estrategia y sus tácticas no es renunciar a nada, sino exigir eficacia. Intentar confundir ambos, en cambio, es perverso y un eficaz instrumento para desacreditar al que piensa distinto al status quo.
La experiencia que se tiene hasta hoy apunta claramente al hecho de que instrumentar sistemas de control de drogas puede tener muchas consecuencias benéficas: proteger mejor a los no consumidores, tener control y registro de usuarios, mejorar el acceso de éstos al sistema de salud si así lo requieren, controlar enfermedades como el VIH y la hepatitis por uso de drogas intravenosas, despresurizar los sistemas de justicia de consumidores que no son criminales ni afectan de forma significativa a la seguridad pública.
Una analogía sencilla de comprender, en este contexto, podría ser la del condón y el sida. Del mismo modo que el preservativo no cura una enfermedad, parece difícil aceptar que por esa misma razón no debamos de alentar políticas específicas para promover su uso (aunque la Iglesia católica piense distinto). Si queremos, como humanidad, erradicar la enfermedad, hay que actuar por varios frentes y el condón es uno fundamental. Con la regulación de las drogas pasa lo mismo: es una condición insuficiente por sí sola, al menos para terminar con el crimen organizado, pero al mismo tiempo, es una absolutamente necesaria para combatirlo.
De esta forma, la batalla por la reforma en política de drogas no existe exclusivamente para terminar con el crimen organizado, y muy probablemente no sea éste ni siquiera su principal objetivo. Las políticas de drogas deben cambiar, pero no para disminuir el volumen del mercado, sino para regularlo en beneficio de la salud pública y de las instituciones democráticas, lo que implica proteger tanto a usuarios como a los no consumidores; para mejorar el acceso de los primeros a los sistemas de salud, para mejorar la información y las disposiciones de prevención para evitar el abuso o el uso temprano de drogas, para garantizar el ejercicio pleno de los derechos humanos y la autonomía de los adultos que deciden sobre sí mismo siempre cuando no afectan a otros. Y sí, también para contribuir a la eficacia de la acción policiaca. No se puede pedir todo a la reforma en política de drogas, del mismo modo que no podemos esperar que sea el Ejército o la policía la que solucione todos los problemas derivados del mal uso de las drogas.
El otro argumento al que alude Yépez en su texto y que vale la pena contestar se refiere al papel de los consumidores como los verdaderos motores del negocio. Ya otros han contestado lo ridículo que es el suponer que la carga de la responsabilidad la tienen los usuarios, casi tanto como lo ingenuo que resulta el pedir que la gente no haga lo que ha hecho por milenios en todas las sociedades conocidas: acceder a la alteración de la conciencia por distintos métodos, de los cuales las drogas son sólo uno de ellos. O dicho de una manera caricaturesca, como le gusta a Yépez: es como culpar de una violación a una mujer por vestir minifalda.
Resulta por demás extraño encontrar en un escritor este argumento, cuando está más que documentado el papel que muchísimas drogas han tenido en el proceso creativo y en la formación de muy distintas culturas y cosmogonías. Las drogas son, se quiera o no, parte de la humanidad. La idea de erradicarlas de nuestra existencia es, como dice un inteligente pensador del asunto, “un sinsentido, una perversión o un infierno”.
Que en las modernas sociedades de consumo signifiquen nuevos retos (y también posibilidades) es justo un fenómeno que debe ser enfrentado y controlado por el Estado, no por los criminales. La estrategia actual, basada en el prohibicionismo, la tolerancia cero y una supuesta superioridad moral que por default apoya Yépez, reproduce los mecanismos que incentivan al crimen organizado y, en consecuencia, a la violencia y al deterioro institucional. Si para él una guerra sin objetivos definidos, sin medios materiales para ganarla, sin apoyo popular, violatoria de derechos humanos y sin ningún resultado positivo en casi cinco años no es suficiente para levantar una voz crítica, entonces no se entiende a quién o qué defiende Yépez.
Por último, a modo de ilustración, se puede decir que el debate actual sobre las alternativas es amplio y muy interesante. Aunque el Gobierno Federal y sus adláteres nieguen su existencia, a los interesados en el tema les conviene consultar los siguientes documentos y experiencias (toda la bibliografía puede ser consultada en www.cupihd.org y en www.vivecondrogas.org):
a. “Guía de Políticas de Drogas” del International Drug Policy Consortium que establece los lineamientos básicos (derechos humanos, acceso a servicios de salud, directrices para los sistemas de justicia) de operación de las políticas de drogas, así como los criterios de evaluación necesarios para hacerlas progresivamente más eficaces.
b. Blue Print for Regulation, de Transform, organización del Reino Unido cuyo trabajo se dedica a explorar alternativas regulatorias y los distintos aspectos y experiencias que en distintos campos se ha observado o puesto en práctica.
c. El caso de Portugal. Notable desde cualquier aspecto: en 1993, el 2% de la población portuguesa era adicta a la heroína. Hoy, gracias a un modelo integral regulatorio y descriminalizador de los usuarios es el país europeo con menores índices de consumo de esa droga y de todas las otras, mientras que redujo a casi cero el crimen asociado a los consumidores. Desde luego, estas medidas no terminaron con el crimen organizado en Portugal, pero lo limitaron e hicieron más eficaces las medidas policiacas y persecutorias en su contra.
De esta forma, la batalla por la reforma en política de drogas no existe exclusivamente para terminar con el crimen organizado, y muy probablemente no sea éste ni siquiera su principal objetivo. Las políticas de drogas deben cambiar, pero no para disminuir el volumen del mercado, sino para regularlo en beneficio de la salud pública y de las instituciones democráticas, lo que implica proteger tanto a usuarios como a los no consumidores.
d. La política de distribución de heroína Suiza. Que ayuda a acercar al usuario con las instituciones de salud del Estado, lo que disminuye sustancialmente el uso no seguro de material, la diseminación de VIH/sida y hepatitis, y la delincuencia asociada a los heroinómanos, con costos sociales y económicos mucho más bajos para el erario que la política de persecución criminal indistinta.
e. El caso holandés. Holanda no ha podido solucionar el problema “de la puerta de atrás”: sigue siendo ilegal la forma en que los coffeeshops compran la marihuana que venden legalmente en “la puerta de enfrente”. Sin embargo, el hecho de fiscalizar de manera efectiva la venta de marihuana, y permitir el acceso seguro a ella para adultos (mediante la política de “separación de los mercados” que evita que un traficante al menudeo ofrezca al mismo tiempo cualquier otra sustancia de mayor riesgo (como cocaína u heroína), resulta crucial en términos de salud pública: Holanda tiene de los índices más bajos de la Unión Europea en edad de inicio en marihuana, y más importante aún en el uso de drogas duras.
f. El modelo cannábico español. Actualmente, España y la Unión Europea observan con atención el desarrollo cooperativo de un modelo para el acceso seguro al cannabis que consiste en vincular, de manera regulada, taxatoria e institucional, los derechos a consumir y a sembrar cannabis con propósitos de consumo personal y médico. Mediante este sistema, los socios del club (que deben ser mayores de edad y ser invitados por otro socio) aportan una cantidad de dinero para que la asociación cultive bajo distintos regímenes (invernaderos, subarrendamiento de tierras a productores rurales con cuotas máximas, y otros). El club monopoliza la cosecha y luego la vende a precios de compensación exclusivamente a sus socios en el local de la asociación. Toda transacción en el sistema produce impuestos (un cálculo reciente dice que un sistema europeo de clubes podría aportar 9,000 millones de euros anuales en ellos) y lo más interesante: la marihuana jamás entra al mercado abierto: justo lo contrario a lo que sucede con la estrategia de “combatir todo por igual”.
g. El control del tabaco en la Ciudad de México. Finalmente, un ejemplo que es especialmente importante para nuestro país, ya que se trata de una experiencia reciente y en nuestras propias circunstancias: el reciente sistema de control del tabaco en la Ciudad de México. A pesar de la resistencia de muchos intereses, y de las evidentes insuficiencias del Estado para hacerla valer en un 100%, lo cierto es que ahora, como sociedad, entendemos mejor los derechos y límites que todos debemos observar cuando hacemos cierto tipo de elecciones, como fumar tabaco o no hacerlo, y tenemos una sociedad con espacios más sanos para aquellos que deciden no fumar. No tuvimos que ser Holanda para avanzar en este sentido. ¿Por qué no podríamos hacerlo con otras drogas?
Tal vez porque esto supondría comprobar que las cosas podrían ser mejores. Incluso a pesar del crimen organizado y de sus más fervientes “combatientes”. ®