Sobre la frivolidad de nuestros asesinos

(y nosotros, sus víctimas)

¿Humor negro lo que escribo? En absoluto. Somos un país barbárico, y ni siquiera eso. Nuestra frivolidad es propia de una comunidad de macacos donde, mientras algunos se matan por una banana, otros se carcajean de su color, de su textura o de los resbalones que dan algunos al pisar su cáscara.

© Rodrigo Ponce

El cabrón más morboso de la camarilla de amigos que todavía regenteo me mandó un dossier de videos. Me reta a verlos sin vomitar. Son decapitaciones organizadas por células del narcotráfico, o mejor dicho, por sus asesinos. Pues narcotráfico hay en todo el mundo, pero parece que sólo en México tienen personal dedicado a descabezar y desmembrar a sus enemigos.

En el primero aparece un gordo abotargado, sentado sobre una silla de varilla soldada que adivino incómoda. En el asiento, el metal forma cuadros por donde escurre la carne del culo del sentenciado, pero más aún: su cuerpo luce un graffiti de consignas garrapateadas con plumón. Letras y números, amenazas varias. Códigos que se refieren a gente específica de los Zetas.

Atrás de él hay dos matones encapuchados. No quiero abundar en descripciones del escenario, sino del diálogo entre verdugos y la víctima. Uno le conmina a soltar la lengua y confesar, y éste suelta la sopa. Preguntarán por qué conjugo el verbo soltar en tiempo presente: ver el video le permite al asunto acontecer de forma atemporal.

Luego, sin más, uno de ellos le dice, después de escucharle confesar menudencias, delitos, acontecimientos e irrelevancias, que se acabó y que ahora le toca irse. Uno de atrás entonces avanza hacia él y aprieta un torniquete en su nuca, como garrote vil español, que primero lo asfixia y luego lo degüella. Hay un corte a, una pausa provocada por la poca pericia técnica de los verdugos, y luego aparece en cuadro el cuerpo de la víctima, con su cabeza en el regazo.

Los otros videos suben de tono. En uno aparece una mujer de cabellos decolorados en tono rubios, casi blancuzcos, que decapita a un hombre descamisado, con la boca tapada en cinta adhesiva gris. En éste no hay confesión ni golpes ni apabullamientos o explicaciones. La mujer se aproxima y decapita al fulano con un machete. El procedimiento le toma unos tres o cuatro minutos, y uno puede escuchar, entre el glugú de sangre y ahogo del decapitado, vivo hasta que la mujer logra tronar la cervical, cómo los videastas están preocupadísimos por filmar correctamente el asunto.

El cabrón más morboso de la camarilla de amigos que todavía regenteo me mandó un dossier de videos. Me reta a verlos sin vomitar. Son decapitaciones organizadas por células del narcotráfico, o mejor dicho, por sus asesinos. Pues narcotráfico hay en todo el mundo, pero parece que sólo en México tienen personal dedicado a descabezar y desmembrar a sus enemigos.

Antes de que me pregunten cómo jodidos logré ver dos videos de la misma mierda, el tercero probablemente termine por justificar todo este peregrinaje de escritura que llevo: en él aparecen dos hombres, quienes, como el primero, confiesan su listado de travesuras, tonterías y daños que provocaron a sus verdugos. Lo único inteligible es que uno de ellos hizo un trabajo para una banda rival y le pagaron 300 pesos o 300 dólares. Luego decapitan al primero con una sierra eléctrica, y al otro, impávido frente al sufrimiento de su compañero de desgracia, lo degüellan y decapitan medio minuto después con una especie de cuchillo cebollero.

Toda mi descripción, seamos honestos, es innecesaria, no por su amarillismo, sino por su inmediatez en la red. Quizá me la hubiera ahorrado al pegar los hipervínculos para que los lectores pudieran verlos y yo ahorrarme tanta pendejada. Sin embargo, y sin ánimo justificatorio, lo que deseo es abordar otra cosa, casi al ritmo de la diatriba: la frivolidad de esos acontecimientos.

No voy, como Susan Sontag —porque ni siquiera comparto su talento y cultura— a ahondar en la naturaleza de las imágenes y su relación con el dolor del otro. No voy ni siquiera a parafrasearla ni preguntar si la existencia de estos videos debe ser la pauta de nuestro rechazo a la violencia nacional, o si basta con concebir lo que jamás llegó a imagen o a video para articular un basta definitivo.

Ni voy a cuestionar el medio que los transmite. Aun cuando sea derecho legítimo —y esto da cabida a preguntar ¿legitimado por quién, por qué?— de cualquier medio la libre distribución de material, informativo o no, para quien desee atascarse a manos llenas de él. Coetzee plasmó el tema mejor que yo en su ensayo Contra la censura. Lo mío es tan básico como mi preparación académica e intelectual.

Por último, no pretendo abordar ningún otro elemento que no sea el hecho en sí. Y aun cuando algunos afirmen con muchísima razón que me sirvo del medio en sí para argumentar, y no del suceso, que no necesita quedar plasmado en video o fotografía para poseer valor (de qué tipo, no lo sé, quizá metanarrativo, postestructural, metafísico, posmoderno), yo prefiero, mejor, que sea constancia de nuestra frivolidad como asesinos.

La frivolidad de los actos, vaya, viene endosada en el acontecimiento: primero tienes a un gordo bofo que recita una lista de estupideces, de crímenes aleatorios e impunes, pues no es el estado quien impone sentencia, y que con toda franqueza tienen el valor de un pepino para el espectador, pero que sirven de justificación a los matarifes para decapitar al sentenciado.

Luego tienes un video con una mujer de cabellos decolorados, que te hace imaginarla dentro de un salón de belleza, embadurnada de decolorantes en los cabellos, con algún marica imaginario o una moza con lonjas que rebosan arriba de sus pantalones conversando pataratadas con ella, que se pone a cercenar con una dilación que te invita a pensar en la teoría de la relatividad del tiempo y del espacio, mientras los otros discuten aspectos de la filmación, preocupados de grabar adecuadamente la atrocidad.

El remate deviene con los últimos dos, pero más todavía, las causas de su muerte: 300 pesos (sigo sin saber si fueron dólares, pues no pienso revisar el video para constatar). Y no me refiero a reprochar o lamentar que exista cualquiera que se deje matar por una estupidez semejante sino, al contrario —y visto desde la perspectiva del verdugo—, a la idea hilarante pero punzante de adivinar que sólo la frivolidad más baladí puede ofenderse por un asunto de 300 pesos, dólares, euros, piedras o tomates.

Deberíamos estar matándonos por más que eso. Y pienso en los incontables atropellos, corrupciones, vergüenzas y desvaríos de nuestro sistema nacional, que de forma sincrética ha conjugado política, sociedad, educación, cultura y economía para convertirnos en un país de macacos que simulamos tener valores relacionados con la democracia.

Indignado por la clase de porquerías que me hace ver mi amigo, pero sin reclamarle, le dije que era inconcebible la sarta de pendejadas por las que el mexicano se mata. La superficialidad que inspira a media docena de cabrones a rociar de gasolina un casino, matar más de cincuenta personas y luego declarar que su intención fue sólo provocar destrozos y no muertes. Deberíamos estar matándonos por más que eso. Y pienso en los incontables atropellos, corrupciones, vergüenzas y desvaríos de nuestro sistema nacional, que de forma sincrética ha conjugado política, sociedad, educación, cultura y economía para convertirnos en un país de macacos que simulamos tener valores relacionados con la democracia.

Algunos pensarán lo que las buenas conciencias de lugares como, digamos Tijuana, por ejemplo, suelen pregonar: ese no es el común denominador del mexicano. Pero entonces, ¿cuál es? Si mientras el país se atora en los campeonatos de futbol o en chistes de Ninel Conde o lamenta la muerte del Ferras entre los 35 cadáveres que aparecieron en Veracruz, también hay una población desconocida, que hemos abominado al enterrarla en el México profundo para rebajarla a una segunda categoría que nos permita seguir simulando, y que está dispuesta a destronar, decapitar y desmembrar por frivolidades como un mensaje de 140 letras en twitter, como en Nuevo Laredo, ¿no es hora entonces de reconocer que matarifes y simuladores tenemos mucho en común?

Quizá también afirmen que nada justifica el asesinato, pues cualquier muerte, aun sea en el nombre de las libertades o ideas más sublimes, es una verdadera frivolidad que banaliza al individuo, y sin embargo, ¿no es además un insulto al utilitarismo más prosaico, al pragmatismo más inmoral que nos matemos por guisas como las que recitan las estrellas descabezadas de la narcoviolencia? Supongo que frente a muchos de los discursos empleados por los genocidas o asesinos seriales el que poseemos nosotros no solo es frívolo, sino hasta nacionalmente vergonzoso.

Vayan pues comprendiendo, los que deban comprender, la mofa que nos representa hasta en temas de atrocidad y descuartizamiento. ¿Humor negro lo que escribo? En absoluto. Somos un país barbárico, y ni siquiera eso. Nuestra frivolidad es propia de una comunidad de macacos donde, mientras algunos se matan por una banana, otros se carcajean de su color, de su textura o de los resbalones que dan algunos al pisar su cáscara. ®

Compartir:

Publicado en: Destacados, El mal, Octubre 2011

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.