Saló o los 120 días de Sodoma es el último filme de Pier Paolo Pasolini. Obra maldita que vacía cines en mitad de la función, que nos arranca lágrimas y náuseas, fue interpretada en su tiempo como una crítica al entonces reciente fascismo italiano. Hoy propongo volver a pensarla como una metáfora de la violencia y como un ataque directo al espectador.
La historia de este filme (basada en Los 120 días de Sodoma de Sade) es muy simple: cuatro hombres de poder (los Señores: el Duque, el Magistrado, el Presidente, el Obispo) secuestran, con el respaldo de lo que parece un aparato estatal, a dieciocho jóvenes, además de sus propias hijas, a quienes torturan con la ayuda de cuatro Narradoras y cuatro Colaboradores.
Antes de continuar debo hacer algunas aclaraciones. De ninguna manera sostengo que haya sido la intención de Pasolini construir la metáfora o el ataque de los que hablaré en este artículo, sus intenciones y deseos serán útiles para los biógrafos, pero a mí sólo me interesa la obra. Por otro lado recurriré a conceptos de Bertolt Brecht y de Paul Ricoeur, no porque crea que esos conceptos pueden transportarse sin más al cine del teatro y del lenguaje respectivamente, sino porque considero que pueden ayudarnos a entender por qué más de 35 años después y en una sociedad, en apariencia, tan distinta, Saló… sigue indignando y apasionando al público.
Decir que este filme es una metáfora es alejarme decididamente de la afirmación de Roland Barthes de que en Saló… se encuentran sólo “la alegoría y la literalidad, pero nunca el símbolo, la metáfora o la interpretación” [“Sade-Pasolini” en La Torre Eiffel, Barcelona-Buenos Aires: Paidós, 2001]. Justo antes de la frase que cito Barthes indica que en el filme hay una “grosera analogía” entre el fascismo y el sadismo, es decir: el fascismo es como el sadismo. En este punto considero que Barthes se equivoca (espero que se me perdone la blasfemia). Saló… no dice “el fascismo es como el sadismo”. Saló… dice “el fascismo es el sadismo”, es decir que no se trata de una analogía sino de una metáfora. Para entender el funcionamiento de la metáfora recurro a Paul Ricoeur [La Metáfora Viva, Madrid: Trotta, 2001 y Tiempo y Narración, Madrid, México: Siglo XXI, 1995], quien ha desarrollado una compleja teoría sobre el lenguaje en la que, entre muchas otras cosas, sostiene que en la metáfora se crea al mismo tiempo que se descubre una semejanza entre dos elementos alejados. Es decir, Saló… encuentra una semejanza entre fascistas y sádicos, pero al mismo tiempo la crea, no estaba allí antes de que la relación fuera hecha por la metáfora. Como también ha señalado este autor, una vez que entra en funcionamiento la metáfora, el referente (aquello de lo que hablamos) ya no es el mismo. Cuando Saló… dice “el fascismo es el sadismo” ya no habla de los fascistas ni de Sade, ni del libro de Sade: habla de esa relación descubierta y creada. Ricoeur explica que el poder de la metáfora es “redescribir una realidad inaccesible a la descripción directa”. Saló… al superponer esos dos elementos antes tan alejados nos muestra lo que los une y que no podíamos (como no puede Barthes) ver a simple vista: el poder, la violencia y el placer.
Al unir estos términos Saló… denuncia un aspecto oculto del ejercicio de la violencia: no se tortura para obtener información, no se ejecuta para castigar los crímenes ni para detener a un enemigo peligroso. La violencia es un fin en sí mismo porque es fuente de placer para quien la ejerce. Todo en el terrible mundo de estos cuatro Señores está pensado para su placer: la música, la arquitectura, las Narradoras engalanadas, los perfectos cuerpos y rostros de sus víctimas, los chistes que se cuentan, el recitado de poesía, las lúbricas historias, las violaciones, la tortura, las ejecuciones. El tercer elemento, el poder, está al servicio de la violencia. Aquí es cuando los dos polos de la metáfora comienzan a entrar en tensión: la relación sádica, personal, íntima, activa un poder privado y momentáneo; pero el sadismo que tiene detrás el poder del Estado muestra una violencia absurda, una violencia que existe sólo para sí misma, porque qué placer puede sentir una institución, qué placer puede sentir el Estado. Sin embargo, la metáfora no habla de la violencia “en general”, los hechos no ocurren en “un reino muy lejano” ni en Tierra Media, sino que el filme se abre con la leyenda “1944-1945 Norte de Italia, durante la ocupación nazi-fascista”. Saló… puede servirnos para pensar todo tipo de violencia, pero la denuncia apunta a la historia reciente de Italia (el filme es de 1975) y a sus herederos.
Aunque en 2011 el fascismo de los años cuarenta parezca mucho más lejano, Saló… impacta no sólo por la fuerza de la metáfora sino también porque le impide al espectador desentenderse de lo que ocurre en la pantalla, y lo hace a través de dos procedimientos.
1. El efecto de extrañación
De las traducciones que se han hecho al castellano de este término de Brecht elijo la de Raúl Sciarreta [Berltolt Brecht, Breviario de estética teatral, Buenos Aires: La Rosa Blindada, 1963], para definir, como efecto de extrañación, el hacer parecer extraño un objeto que al mismo tiempo se reconoce. El objetivo de este procedimiento es que lo que en la vida diaria parece natural (un contexto, un comportamiento) resulte problemático para el espectador y que así pueda cuestionarlo. En Saló… la violencia es tan explícita que no se puede dejar de reconocerla, pero está fuera de los ámbitos específicos a los que se la suele asociar (el ejército, las cárceles, la ilegalidad) y también, como vimos, de las funciones “en beneficio de la sociedad” con las que se la legitima. Pero en Saló… el efecto de extrañación es la otra cara de la metáfora: todos los elementos puestos en tensión por la metáfora se vuelven extraños, fuera de lugar, cuestionables. Así, cuando los personajes hablan de terribles actos de violencia con el mismo lenguaje con que la aristocracia y la burguesía se refiere a sus placeres, cuando recitan poesía o cuentan chistes al mismo tiempo que ejecutan a un adolescente, cuando las mujeres se visten con sus mejores galas para colaborar con las violaciones de las víctimas, es todo el comportamiento aristocrático el que se vuelve cuestionable.
Así, cuando los personajes hablan de terribles actos de violencia con el mismo lenguaje con que la aristocracia y la burguesía se refiere a sus placeres, cuando recitan poesía o cuentan chistes al mismo tiempo que ejecutan a un adolescente, cuando las mujeres se visten con sus mejores galas para colaborar con las violaciones de las víctimas, es todo el comportamiento aristocrático el que se vuelve cuestionable.
Poner en jaque las formas de la aristocracia implica cuestionar las formas (siempre legitimantes) del poder. Pero el contenido ideológico de Saló… sería muy simplista (y por lo tanto insostenible) si se contentara con la dicotomía ricos malos/pobres buenos. En primer lugar las víctimas no son todos pobres ni opositores al régimen, sino que algunos de ellos son hijos de importantes personajes. Sin ir más lejos, los Señores violan y torturan a sus propias hijas. En segundo lugar, entre las víctimas hay todo tipo de comportamiento, de la rebeldía absoluta hasta el completo colaboracionismo, e incluso la delación entre las mismas víctimas. Volvamos a Brecht: para lograr que el espectador sostenga una actitud crítica de las situaciones representadas es necesario evitar la pasiva identificación con los personajes. Para ello, su construcción tiene que tener en cuenta las condiciones históricas y sociales de cada personaje, además de su carácter. Sin embargo, “sería simplificar demasiado querer conformar las acciones al carácter y el carácter a las acciones”, los personajes a los que aspira Brecht para provocar la mirada crítica del espectador, están llenos de contradicciones. Así, vemos a las inocentes víctimas que lloraron, sufrieron, obedecieron y se sometieron a las mayores humillaciones, delatar (y por lo tanto condenar a muerte) a sus compañeros. Por el contrario, vemos a una de las figuras nefastas, uno de los Colaboradores, enfrentarse a la ejecución inminente en silencio y con el puño en el alto. Así, a través de procedimientos que Brecht explicó, Saló… exige al espectador una visión crítica de los personajes y de sus acciones.
La figura de los colaboradores se vuelve problemática también en otro sentido: los jóvenes que fueron testigos, ayudaron y sostuvieron con sus armas el suplicio de las dieciocho víctimas son ellos mismos casi niños, con las preocupaciones de cualquier adolescente. En la última toma del filme uno de ellos le pregunta al otro por el nombre de su novia, mientras bailan despreocupados. Esto no es sólo, como se ha señalado infinidad de veces, una muestra de la indiferencia de la sociedad ante el sufrimiento ajeno, sino también una irrupción del infierno de Saló en nuestra cotidianeidad: quizá muchos de los espectadores del filme jamás hablen del refinamiento de sus costumbres ni tengan un poder evidente sobre otros y así podrán pensar en los verdugos de Saló como un ente ajeno. Pero ese diálogo final puede ser reconocido como propio por todos los públicos y plantea la pregunta: cuántas veces, mientras hablábamos de amor, allí afuera se cometían terribles actos de violencia. Y la pregunta, aún más incómoda: cuántas veces, mientras creíamos que simplemente bailábamos y hablábamos de amor, en realidad éramos cómplices y partícipes de esos actos de violencia.
2. El ejercicio de la violencia hacia el espectador
Más allá de esta sutil construcción de personajes y situaciones, Saló… impide la recepción pasiva de una manera salvaje: ataca al espectador. Las imágenes “literales” que tanto molestan a Barthes nos repugnan, en verdad, a todos. Pero Barthes olvida un detalle (que, por vergüenza, a mí también me gustaría olvidar): antes de mostrarnos las bocas sangrantes, los penes quemados y los niños que comen, llorando, su propia mierda, Saló… nos muestra los hermosos cuerpos de dieciocho adolescentes. Si existe alguna identificación posible para el espectador es la más aberrante, la que negaremos siempre: compartimos con los torturadores la bella imagen de sus víctimas. Saló… es una trampa que empieza por seducirnos, hacernos entrar en la ficción y cuando estamos a punto de morder encontramos clavos en nuestra comida. Las imágenes se vuelven tan violentas y repugnantes que volvemos a sentirnos en nuestras butacas, la ficción se torna insostenible. Quien haya tenido la oportunidad de ver Saló… en el cine sabe que al final de El círculo de mierda gran parte de la platea está vacía. No es lo mismo que oír una conferencia sobre la ferocidad del fascismo, una vez que entramos en la ficción suspendimos nuestra incredulidad y esa niña de verdad tiene clavos incrustados en el paladar. Cuando somos obligados a entrar y salir de esa ficción Saló… deja de ocurrir en la pantalla y comienza a ocurrir en la sala, no sólo por la náusea, sino por el poder de la metáfora que ahora muestra su extensión. En los filmes (documentales o de ficción) que recrean situaciones históricas reales, el espectador puede recurrir a la frase que lo protege de lo que ve: eso ocurrió antes, qué bueno que perdieron los nazis, qué suerte que mataron a Saddam, ahora estamos todos a salvo. Saló… nos impide decir eso porque esos 120 días trágicos de Sodoma no existieron nunca, pero si Saló (la Republica Social Italiana) puede ser metáfora de Sodoma, ¿acaso no puede serlo Buenos Aires, México, Nueva York hoy? ®
Jorge Rueda
Sofía:
Bien que nos recuerdes la satanizada Saló…Que cómo bien dices es metáfora de nuestras sociedades hoy día.
“… violencia que existe sólo para sí misma.” Y el placer de quien la ejerce