Anna Adell, autora del ensayo El arte como expiación, opina que el arte se erige en la oportunidad de disimular “la necesidad vicaria de proyectar las frustraciones colectivas en un tercero”. Y apunta que sin esa vía de escape que canalice el odio la raza humana acabaría exterminándose a sí misma, cosa que de todos modos no está muy lejos de suceder.
El objeto de castigo ya no es el cuerpo sino el alma.
—Michel Foucault
El arte, y las variadas prácticas que engloba el término, forma parte de ese conjunto de fenómenos que rodean a la existencia humana cuyas explicaciones nunca son del todo precisas ni del todo conclusivas. Todavía no sabemos a ciencia cierta qué función cumple hoy una actividad tan antigua que se remite a los orígenes de la humanidad. Sobre todo siendo una de esas actividades que junto con la risa y el sexo no reproductivo más definen a nuestra especie.
En El arte como expiación [Madrid: Casimiro, 2011], breve ensayo de Anna Adell, colaboradora de Replicante, la autora apunta a que quizás el arte tenga como una de sus funciones ser el canalizador de la frustración colectiva, acto que requiere la búsqueda de un chivo expiatorio. Muchas veces los artistas actúan como oficiantes de ese ritual, ofreciéndose ellos mismos en sacrificio por los excesos, la ceguera o la incompetencia colectiva de la sociedad. A veces ese sacrificio es real y otras muchas una pantalla para poder cobrar miles de dólares por cada acto expurgatorio de la mala conciencia social. Van Gogh junto con Antonin Artaud representarían el paradigma del artista sufridor, y en las antípodas de esta actitud se situaría Damien Hirst, el arquetipo del artista empresario.
Como antecedentes históricos de estas prácticas de expiación Adell señala al pharmakos griego, un individuo que era mantenido por la sociedad, la polis, hasta que un día era llevado extramuros donde, entre todos, lo acorralaban y así lo obligaban a que se arrojara por un precipicio. De este modo el pueblo liberaba tensiones acumuladas.
Esta misma figura fue retomada en el cristianismo bajo la forma del Agnus Dei, el cordero de Dios, encarnado en la figura de Jesucristo, quien es sacrificado en aras de expiar los pecados de todos los hombres. El término en la época de las cruzadas cristianas mutó a cabeza de turco, una expresión que ha sobrevivido hasta nuestros días.
La autora opina que el arte se erige en la oportunidad de disimular “la necesidad vicaria de proyectar las frustraciones colectivas en un tercero”. Y apunta que sin esa vía de escape que canalice el odio la raza humana acabaría exterminándose a sí misma, cosa que de todos modos no está muy lejos de suceder.
Según Anna Adell, el hombre contemporáneo, al sentirse huérfano, busca ocupar su parcela en la red global, sacrificando su libertad a cambio de protección, ofreciéndose a un “sistema de registro permanente”.
Quizás todo se trate de que esa ligera irritación que provoca en general el arte contemporáneo dote de sentido, o ayude a comprender de una manera crítica y burlona, el sinsentido que rodea a las sociedades capitalistas, donde el arte desciende del nivel demiúrgico al más terrenal terapéutico, para que la sociedad pueda entender la gran burla que representa hacia la propia humanidad el cómo están organizadas las sociedades hiperconsumistas. En realidad, tan alejadas de la felicidad colectiva.
Los mecanismos de exclusión se han vuelto más sutiles con el paso del tiempo. Si en el pasado el apestado, el leproso, era señalado y apartado de la sociedad, el día de hoy, el sin papeles, el marginado económico suple ese papel. Según Anna Adell, el hombre contemporáneo, al sentirse huérfano, busca ocupar su parcela en la red global, sacrificando su libertad a cambio de protección, ofreciéndose a un “sistema de registro permanente”.
Ya entrando en materia, la autora habla de cómo desde la Edad Media el suplicio público de los ajusticiados era una manifestación del poder. A partir de la Revolución Francesa y el pensamiento ilustrado, el escarnio público se considera salvaje y poco civilizado. En ese momento cambian las tornas y el castigo se ejerce con discreción, y citando a Focault, Adell apunta que “El objeto de castigo ya no es el cuerpo sino el alma”.
Con el capitalismo, las técnicas de represión se sutilizan todavía más, y en este aspecto cita el trabajo de Santiago Sierra, quien exponiendo y usando a los seres más desprotegidos económica y socialmente para ridiculizarlos en sus piezas —masturbándose frente a una cámara, una anciana remunerada por estar horas frente a una pared, yonkies dejándose tatuar a cambio de una dosis de heroína o unos empleados sosteniendo una pared por horas…— “da visibilidad a las relaciones de vasallaje que sustenta el dinero”. Claro está, cobrando decenas de miles de euros por los registros de esos escarnios públicos, poniendo de paso en la picota lo absurdo e inmoral del mercado del arte.
Aparece entonces el artista contemporáneo como aquel que lleva al límite las contradicciones del sistema y la crueldad que ejerce contra los más desprotegidos. Algunos se burlan de manera cínica, y otros, en pleno martirio se exponen, con su arte, incluso a perder la vida. En este aspecto, la autora cita a Chris Burden, quien se hizo disparar en el brazo (pero podían haber errado el tiro y darle en el corazón) y se hizo crucificar en el techo de un volkswagen, a la artista cubana Tania Bruguera, quien en sus piezas siempre pone en peligro su integridad física en acciones que ejemplifican suicidios simulados, como en la pieza Autosabotaje, un juego de la ruleta rusa que la artista escenificó en la Bienal de Venecia 2009.
En esta misma línea se situaría el trabajo performático de la atormentada artista cubana Ana Mendieta, cuya carrera terminó cuando se arrojó o fue arrojada, nunca se sabrá, desde un piso 37 en Nueva York, un acto que cerró su trayectoria artística de denuncias con la más brutal de todas, aquella que exigía su propia desaparición.
El dolor también ha entrado en los espacios museísticos, como en el caso de Bob Flanagan, conocido como el Súpermasoquista, quien ante un diagnóstico de fibrosis quística terminal hacía de los museos salas de hospital donde recibía visitas y era atendido por su enfermera incondicional Sheree Rose, y donde combatía el dolor con el dolor, llegando a colgarse del techo con un sistema de poleas, en un guiño al martirio de san Pedro.
O en el caso del artista Franko b, quien en protesta por la condena de un tribunal por prácticas masoquistas entre homosexuales se tatuó la frase Protect me en su cuerpo, al que convirtió con ese y otros tatuajes en bitácora y recipiente de sus denuncias con violencia autolesionadora.
En este ensayo Anna Adell hace un somero recorrido que ilustra la idea de que quizá el arte exista como modo de exorcizar culpas e hipocresías sociales, y que responde a la antigua y tradicional vocación humana de encontrar un chivo expiatorio que pague por las culpas de todos.
En este contexto, la figura del martirio de san Sebastián es recogida por muchos artistas homosexuales para ejemplificar el sufrimiento y escarnio de los que sufren las embestidas, físicas y sociales, del sida.
Esa vocación autolesionadora también aparece en tribus urbanas como la de los emos, quienes se hacen incisiones con navajas en sitios visibles del cuerpo y a los que Zizek cita como ejemplo de autolesión constructiva frente al nihilismo pasivo y conformista de la masa.
Vivimos una época en la que el dolor se ha museizado y se construyen sin cesar altares al sufrimiento humano, ya sea en antiguos campos de concentración, en la Zona Cero de Nueva York, en escenarios de tsunamis y catástrofes naturales o provocadas, como Chernobyl, que se convierten en lugar de peregrinaje de hordas de turistas del sufrimiento humano, el llamado turismo tétrico.
En este ensayo Anna Adell hace un somero recorrido que ilustra la idea de que quizá el arte exista como modo de exorcizar culpas e hipocresías sociales, y que responde a la antigua y tradicional vocación humana de encontrar un chivo expiatorio que pague por las culpas de todos. El arte dibuja, en este caso, una cartografía de la exclusión y la marginación social. El resto, lo que nos venden como arte contemporáneo, probablemente no sea más que un espectáculo dentro de la cultura del ocio en las sociedades artificialmente engordadas, y que es sobre todo, un gran negocio para unos pocos. ®