La filosofía como un arte de morir

Silenciados por la fuerza bruta

“Morir por una idea” pertenece al ámbito del martirio, del “martirio filosófico”. Para que el martirio sea posible no es suficiente llevar a cabo la propia muerte, por espectacular que ésta sea. Morir es sólo la mitad del trabajo; la otra mitad es tejer una buena narrativa del martirio y encontrarle audiencia.

Rachel Weisz como Hipatia

Sucede raramente, pero puede provocar una gran conmoción; llama la atención y se convierte en un tema de discusión y debate. Lleva a la gente a tomar partido, a discutir y a pelear, lo que es mucho decir cuando se trata de asuntos filosóficos. Le sucedió a Sócrates, Hipatia, Tomás Moro, Giordano Bruno y Jan Patocka, entre otros. Debido a una sentencia de muerte irrevocable, una ejecución tumultuaria o una tortura mortal, estos filósofos enfrentaron una de las situaciones más paradójicas: haber sido amantes de la lógica y la argumentación racional para convertirse en seres silenciados por la fuerza bruta; expertos en discursos a quienes les han prohibido el uso de la palabra; maestros del debate y la refutación, impedidos para discutir.

¿Qué ha quedado pues de esos filósofos? Sólo su silencio, su presencia diáfana. Lo único que les quedó como medio de expresión fueron sus cuerpos, agonizantes para entonces.

La situación tiene algo de irónica. Había una antigua tradición de desprecio al cuerpo entre filósofos de distintas escuelas y tendencias. Tradicionalmente, al menos en la filosofía occidental, el cuerpo ha sido visto —con algunas excepciones—, como inferior a la mente: el reino de “la carne”, el dominio de lo incomprensible, de los instintos ciegos y los impulsos impuros. Y he aquí a los filósofos incriminados: silenciados, con nada más que sus cuerpos agonizantes para hacerse oír. Podría decirse con ironía que el cuerpo finalmente tuvo la oportunidad de vengarse de ellos.

Pero ¿cómo es que han llegado ahí en primera instancia? Sucede que algunos filósofos profesan ciertas ideas que los obligan a seguir una forma de vida determinada. En ocasiones esa forma de vida los lleva a elegir entre ser fieles o renunciar por completo a sus ideas. Lo anterior se traduce como “morir por una idea”, dado que esto usualmente implica no sólo una denuncia del estilo de vida del filósofo, sino también, implícitamente, invalida los puntos de vista filosóficos que inspiran su forma de vida. Pareciera la más dura de las decisiones; en términos simples, se reduce a un dilema: si decides permanecer fiel a tus ideas dejarás de existir. Tu muerte será la última oportunidad para poner tus ideas en práctica. En cambio, si decides “traicionarlas” (y por ende traicionarte a ti mismo), permanecerás con vida, pero sin convicciones por las cuales vivir.

La circunstancia de un filósofo encarando tal disyuntiva es lo que comúnmente se conoce como “situación límite”. Aunque no se refiere únicamente al filósofo implicado, sino que en mayor medida se refiere al límite de la filosofía en sí misma, el umbral donde la filosofía encuentra lo “otro” (aquello que no es filosofía), y en el proceso es puesto a prueba.

Tradicionalmente, al menos en la filosofía occidental, el cuerpo ha sido visto —con algunas excepciones—, como inferior a la mente: el reino de “la carne”, el dominio de lo incomprensible, de los instintos ciegos y los impulsos impuros. Y he aquí a los filósofos incriminados: silenciados, con nada más que sus cuerpos agonizantes para hacerse oír.

Mucho antes de enfrentar decisivamente los buenos oficios de la policía política checoslovaca en 1977, Jan Patocka pudo haber intuido el límite referido cuando dijo que “la filosofía alcanza un punto donde no es suficiente plantear preguntas y responderlas; un punto donde el filósofo no alcanzará un progreso mayor a menos que sea capaz de tomar una decisión”.1 Una decisión puede significar cualquier cosa en otros contextos, pero para éste la noción implicada por Patocka no es ambigua. Hay un punto más allá del cual la filosofía —si se precia de serlo— debe volverse algo más: debe volverse acción. Probarse en tierra extranjera, en un territorio que no es el suyo. La prueba decisiva de nuestra filosofía no se lleva a cabo en el ámbito de los métodos estrictamente racionales (escritura, docencia, cátedra), sino en otro lugar: en el enfrentamiento feroz con la muerte del animal que somos. La validez de nuestra filosofía se muestra por sí sola, y si en algún lugar sucede es sin duda en el acto de encontrar la propia muerte; ahí es donde vislumbramos si nuestra filosofía es relevante o intrascendente. Dime cómo enfrentas tu miedo a ser aniquilado y te hablaré (¿diré?) sobre tu filosofía.

Además, la muerte resulta un evento tan escalofriante, y el miedo que provoca es tan universal, que «invitar» a morir mediante la fidelidad a las propias ideas es algo que fascina y perturba al mismo tiempo.

Aquellos que lo han hecho son tomados por un aura de elección misteriosa, casi inhumana; nos detenemos frente a ellos con asombro. Con ello también viene una cierta forma de poder. Es por esto que, por ejemplo, la autoinmolación (entendida como protesta política) puede tener efectos sociales y políticos devastadores, como lo vimos en Túnez, cuando Mohamed Bouazizi, un joven de 26 años, se encendió fuego. También es por esto que la propia muerte de estos filósofos —quienes decidieron morir por una idea— termina por verse como parte esencial de su obra. De hecho, usualmente sus muertes se convierten en algo más importante que sus vidas. ¿Por qué Sócrates es una figura tan importante e influyente? Principalmente por la forma y las circunstancias de su muerte. Pudo no haber escrito un solo libro, pero confeccionó uno de los finales más famosos de todos los tiempos: el propio. Cualquier texto filosófico palidecería ante él. Tampoco ha sobrevivido algún escrito de Hipatia; no obstante, su exquisita aunque pasiva ejecución llevada a cabo a principios del siglo V continúa fascinándonos. Una académica contemporánea, Maria Dzielska, hace una semblanza de cómo los cristianos de Alejandría, instigados por Cirilo el patriarca (más tarde santificado por la Iglesia), ayudaron a que Hipatia se incorporara a la tradición socrática de morir:

Una turba llevó a cabo el cometido un día de marzo del año 415, durante la cuaresma, en el décimo concilio de Honorio y el sexto concilio de Teodosio II. Hipatia volvía a casa [..] luego de su paseo habitual en la ciudad. Fue arrancada del carruaje y arrastrada hacia el templo de Cesarión […] ahí le quitaron la ropa y la asesinaron con “pedazos de cerámica” […] entonces transportaron su cuerpo, para quemarlo en una pira, a un lugar fuera de la ciudad llamado Kinaron.2

Giordano Bruno

Uno de los relatos sobre la muerte de Giordano Bruno es particularmente elocuente. En una crónica de ese periodo (“Avviso di Roma”, 19 de febrero de 1600) se lee: “En viernes quemaron vivo en el Campo di Fiore al hermano dominico de Nola, hereje obstinado, su lengua fue inmovilizada [con la lingua in giova] por las cosas terribles que dijo, incapaz de escuchar ni a quienes lo consolaban ni a nadie más.3

Con la lingua in giova! Es difícil encontrar una mejor imagen de lo que puede significar “silenciar al oponente”. No tengo nada en contra del Santo Oficio, excepto quizás que algunas veces tiende a tomar las cosas demasiado literales.

“Morir por una idea” de esta manera es, sin duda, una ocurrencia inusual. Al menos los filósofos no son condenados a muerte de manera cotidiana. Debo añadir, sin embargo, que por más raro que esto sea la situación no es hipotética. Estas cosas han sucedido y continuarán sucediendo. En cierto sentido, es en la posibilidad de morir siendo congruentes con lo que uno piensa donde radica el corazón de la filosofía occidental. En el Fedón platónico Sócrates afirma que la filosofía es meletē thanatou —lo que significa una práctica intensa de la muerte—, refiriéndose quizá a que la filosofía no sólo tiene como objetivo el ayudarnos a enfrentar nuestra mortalidad, sino que también hace posible la comprensión de los riesgos que conlleva esa empresa. Después de todo, esta definición de filosofía proviene de alguien condenado a morir por haber expresado sus ideas, poco antes de ser ejecutado. ¿La lección? Quizás que ser filósofo signifique aceptar la muerte pasivamente en un punto indefinido de tiempo, más que sólo estar listo para “padecerla”; quizás también sea necesario que sea uno mismo quien la provoque, encontrarla a mitad del camino. Eso es dominar la muerte. La filosofía ha sido entendida algunas veces —y con justa razón— como el “arte de la vida”, pero existen muy buenas razones para creer que la filosofía puede ser también el “arte de la muerte”.

En cierto sentido, es en la posibilidad de morir siendo congruentes con lo que uno piensa donde radica el corazón de la filosofía occidental.

“Morir por una idea” pertenece al ámbito del martirio, del “martirio filosófico”. Para que el martirio sea posible no es suficiente llevar a cabo la propia muerte, por espectacular que ésta sea. Morir es sólo la mitad del trabajo; la otra mitad es tejer una buena narrativa del martirio y encontrarle audiencia. La muerte de un filósofo sería en vano sin el narrador adecuado, así como sin una audiencia receptiva con consciencia culpable. Un sentimiento de culpa colectiva puede hacer maravillas por la narrativa de un martirio a punto de suceder. En algún lugar escribí acerca de la importancia de la narrativa y la historia colectiva para la construcción de un martirio político. Lo mismo vale para los filósofos-mártires. En cierto sentido, dejan de ser seres de carne y hueso para resignificarse en personajes literarios de toda clase; si se quiere que sus historias resulten efectivas deben seguir las reglas, adecuarse a un género determinado y responder a necesidades específicas. Ciertamente habrá historiadores que buscarán establecer “los hechos”. A pesar de lo inconveniente de los “hechos” —dejando a un lado que la Historia escrita, tal como lo expresó Hayden White hace mucho tiempo, es en sí misma una forma de literatura—, rara vez se enfrentan al reto de lidiar con las narrativas que dominan la consciencia popular.

Los autores de la época de la Ilustración, así como las académicas feministas del siglo XX, han cumplido un papel importante al “hacer” de Hipatia una filósofa mártir. Sin contar con que los autores anticlericales y los intelectuales han hecho lo mismo por Giordano Bruno, Vaclav Havel y Patocka. Aunque es sin duda Platón el más influyente “creador” de mártires. No sólo hizo de Sócrates el arquetipo del filósofo mártir, sino que prácticamente inventó el género. En la recreación que hace Platón del caso de Sócrates tenemos todos los ingredientes de una buena narrativa del martirio: un protagonista que, debido a su compromiso con una vida virtuosa y una búsqueda espiritual, se vuelve antagónico de su comunidad; una disposición para morir por sus creencias más que para aceptar las órdenes de una muchedumbre errática; un medio político hostil determinado por la intolerancia y la estrechez mental; una situación de crisis que deviene en una cadena de hechos dramáticos; un clímax en forma de juicio público y la respectiva confrontación con una multitud frenética, y finalmente la heroica —aunque injusta— muerte del héroe, seguida de su apoteosis.

Más allá de esto, los escritos de Platón han conformado aparentemente el comportamiento actual de la gente que ha enfrentado una decisión semejante a la de Sócrates. Cuando Tomás Moro, por ejemplo, poco antes de perder la cabeza, dijo “Muero siendo un buen siervo del rey, pero primero Dios”, estaba haciendo una referencia obvia a las palabras que Sócrates pronunció durante su juicio, como se hizo en este pasaje de la Apología: “Señores, soy su más fiel y devoto servidor, pero le debo mayor obediencia a Dios que a ustedes”.

Estos filósofos ¡no pueden ni morir sin dar los créditos académicos adecuados! Justo como lo había dicho Moro, debe haber tenido una idea repentina que lo que estaba a punto de hacer no era tan real como le hubiera gustado que fuera, como si algo “irreal” —del mundo de la ficción, de los libros que había leído— se hubiera infiltrado en su propio acto de morir.

Ciertamente, morir es una experiencia brutalmente real en sí misma, quizás la más brutal de todas. Y me temo que Moro tenía razón: morir por una idea nunca se da en forma pura. Siempre es parcialmente realidad, parcialmente ficción (en proporciones no reveladas). Como la mayoría de las cosas en la vida. ®

—Publicado originalmente el 12 de junio de 2011. Traducción Paulo Gutiérrez

Notas al pie:
1 Citado por Eda Kriseova, Vaclav Havel, traducción al inglés de Caleb Crain [Nueva York: St Martin’s Press].
2 Maria Dzielska, Hypatia of Alexandria, traducción al inglés de F. Lyra [Cambridge, MA: Harvard University Press, 1995], p. 93.
3 Luigi Firpo, Il Processo di Giordano Bruno [Roma: Salermo Editrice, 1998], pp. 355-356

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Publicado en: Enero 2012, Ensayo

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  1. Me parece un artículo interesante pero difiero en los siguiente:

    1) La filosofía antigua es un modo de vida (como precisa Pierre Hadot)¿dónde está la filosofía de los cínicos, los pirrónicos,los estoicos, los pitágóricos, en su obra o en sus actos? Estaba, más bien estrechamente unida la vida al decir. Pero en la Filosofía Moderna se profundizan las esciciones, siendo la de mayor importancia para el análisis que aquí concierne, aquella en la que por un lado está lo que se piensa (lo que se dice) y por otro lo que se hace. Me parece que el artículo no dicierne esta condicionante de su interpretación y supone que en la Filosofía por un lado están las ideas y y por otro los actos, siguiendo una línea de argumentación sesgada.

    2) En este sentido, supone que la Filosofía generalmente ha despreciado el cuerpo y hace cuadrar la historia de la filosofía desde esa perspectiva. Cuando su bien existe un planteamiento de desprecio del cuerpo respecto del alma, no es una nota fundamental de la filosofía, baste enunciar al respecto la metafísica del amor sexual de Shopenhauer que se fundamenta en la biología humana, los análisis fenomenológicos de Marcel sobre el cuerpo, la ponderación de lo quínico por parte de Sloterdijk, la taxonomía de Aristóteles, el hedonismo que comienza con el cuerpo de Epícuro, la eticidad del cuerpo del otro -su mirada, su rostro- en la ética de Levinas, la metafísica de la expresión de Nicol que tiene por base los sentidos y el cuerpo, por no abundar en la acción de Blondel,el Desein de Heidegger, la dialéctica de Hgl… Así, el modo de enfocar la relación cuerpo y ‘mente’ del articulista en su texto es muy parcial.

    Este mismo enfoque parcial se nota en el énfasis que pone quien escribe en la parte «narrativa de la filosofía» (que incluso la quiere ver como ficción)sobre la vida del filósofo. Me parece que proceder así es tergiversar las referencias pues que Sócrates en el pasaje citado se refiere al dios (Apolo)no Dios, que es ajeno al griego y propio de otro contexto -el cristiano de Moro.

    Por lo tanto, en la filosofía no es que las ideas o los textos obligen a actuar en consecuencia de quien las piense o quien las escribe, sino que quien filosofa dice actuando y actúa diciendo. De ahí, que a mi juicio la filosofía no se agote en que la idea tenga o no que actuarse (como si la filosofía o la ética fuera teatro o mera legislatura) sino que contrario a la cita de Patocka y las conclusiones que se sacan de ahí ‘que la filosía se agote en la preguntas y las respuestas’ y le sea ajena la descisión y el mundo de la vida, a mi juicio la filosofía se juega en el pensar poderosamente la vida siendo el pensamiento también vida. De este modo, por ejemplo, la filosofía del docente-filósofo no se queda en el aula, vive filosóficamente su magisterio, no es que en la muerte del filósofo se ‘filtre’ la ficción de las letras, sino que se vive filosofando hasta cuando se muere, se sigue pensando hasta dormido, se sigue interrogando, si fuera el caso, en los inferos.

    Lo que hace entonces la filosofía no es ficcionar o legislar la vida, sino propiamente pensarla en toda su amplitud y en este sentido plantearse problemáticamente ante la pregunta por ella y por la de la muerte. Lo que hace, en última instancia, es mantener la pregunta y la búsqueda por el misterio de lo que es viviéndolo al máximo, pensándolo.

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