Las lecturas de la obra kafkiana sigue ofreciendo nuevas e inagotables lecturas. En esta recopilación de Edgardo Cozarinsky, varios autores lo revisitan para rendirle homenaje a través de su propia escritura.
La tropa galáctica presentada por Edgardo Cozarinsky refulge desde su distancia y ostenta la descentración con respecto a Kafka, es decir, no hallaremos una hueste de escritores influidos o formados por el autor que da nombre al complejo literario amparado en la Galaxia. Kafka no es emperador, tampoco faro, mucho menos maestro. Acaso una fuerza de atracción que da forma al objeto astral donde las luces se dispersan para modelar una silueta. Imaginamos entonces el semblante kafkiano, pero al apuntar nuestros telescopios nos damos cuenta de que cada región del cuerpo galáctico tiene luz propia, una luz kafkiana asequible, mensurable, pero no asimilable al buen Kafka.
Sería grosero asumir centralidad en la Galaxia, pues la fuerza de gravedad, organizando cada cuerpo literario, funciona con la incoherencia y la presencia descoyuntada de la autoridad, ora gigante ora inasible, de las instituciones comprendidas en la escritura kafkiana. Los cuentos compilados despiden luz y ésta, fiel a su vocación desterritorializante, huye en líneas de fuga, expandiéndose por lo bajo, con el dolor de la bajeza, que no vileza.
Gilles Deleuze y Félix Guattari en Kafka. Por una literatura menor, dicen:
Kafka no plantea el problema de la expresión de una manera abstracta universal, sino en relación con las literaturas llamadas menores […] Una literatura menor no es la literatura de un idioma menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor. De cualquier modo, su primera característica es que, en ese caso, el idioma se ve afectado por un fuerte coeficiente de desterritorialización [1983: 28].
Es una literatura movilizada y movilizadora, utiliza el lenguaje institucional y hiere con su bajeza, utilizando la corrección o subvirtiéndola, la lengua-institución. Crea monstruos para inventar espejos.
Esta cualidad la encontramos en la Galaxia Kafka [Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2010], de ahí el acierto, pues ya en Nathaniel Hawthorne, el pariente oculto entre las carcajadas y malos modos de calles y carnavales citadinos, muestran al campirano la presencia ausente, pero actualizada por las miradas huidizas, del objeto desterritorializador, sólo visible en la servidumbre al diablo, quizá.
Es una literatura movilizada y movilizadora, utiliza el lenguaje institucional y hiere con su bajeza, utilizando la corrección o subvirtiéndola, la lengua-institución. Crea monstruos para inventar espejos.
En Paul Leppin se refleja la crudeza de las desterritorialización “y en los ojos de los niños que allí crecían titilaba una indolente y cruel perversidad”, para mostrar el viejo barrio judío, en los “cuchitriles donde el vicio se acostaba en el mismo lecho que el hambre”. Ante la miseria amancebada con la lascivia el cuerpo surge como territorio y Leppin descubre en una prostituta la ternura de la vocación a través del llamado de la carne: “su excitación aumentaba hasta el tormento”, “la sensualidad le tiranizaba el cuerpo”, rompiendo la superioridad institucionalizada del alma con respecto al cuerpo. La derrota de la carne descrita por Leppin nos representa el viejo gueto judío de Praga como extensión, desterritorializado espacio-temporalmente, de los yermos sociales que configuran las ciudades contemporáneas del mundo cuando termina su fulgor galáctico con la sentencia: “Los jóvenes se exponían a la muerte. Los ancianos maldecían la vida”. Casi se escucha el aullido de las balas y los lamentos de las víctimas.
Por su parte, Santiago Dabove también fluye luminoso desde el pasado para cincelar el círculo de un tránsito sin restricciones, apabullando el recorrido cotidiano a través de los inconmensurables de la existencia: la vida y la muerte, pero tasadas con el olor a urbe, hoy identificado por vías sanguíneas apestosas y alarmantes, capaces de recibirnos a unos pasos de la cama para depositarnos a un palmo de los centros laborales (al menos ése sería su espíritu) sobre rieles. Como si hoy, después de una mala noche, pusiera el pie izquierdo en el piso y ascendiera a un vagón del metro para llegar al tedioso trabajo, sentarme frente al escritorio para teclear: “Mi carne, que ya se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos”.
De evitar el atropello y la dispersión de mi cuerpo, quedaría en casa, entonces Bruno Schulz relataría la historia de mi padre “cortando su muerte en tajadas, en episodios, mi padre nos acostumbraba a la idea de su partida”. Lentamente desgajando la consistencia de lo concreto, de lo asequible, un crustáceo babearía como si fuera mi padre, “se diría que exploraba el departamento como por primera vez, ahora desde el punto de vista de un cangrejo”. Relegando la corporalidad humana a una situación de institución familiar, mi padre hecho cangrejo comestible (algo más dramático que descubrirlo cucaracha) danzaría sobre su autoridad desterritorializada hacia el platón y la ensalada.
¿Cómo idear un retorno, un giro que nos aterrice? Johannes Urzidil propone un Kafka envejecido por una nueva vida que inició con su muerte y crea, desde un huerto, el epitafio que evitará la entrevista programada por Gilles Deleuze, concertada en su consultorio de esquizoanálisis:
—Señor Kafka, con su huida se territorializó (incluso fue a la tierra, manipuló tierra y cosechó hortalizas) y evitó la profundidad de su encomienda al convertirse en un autor célebre, al instaurar una Galaxia. ¿Por qué lo hizo?
—Verá, le voy a responder con evasivas de corte nietzscheano. “Todo lo que ha nacido está sometido a la ley de lo efímero. Vivir es morir lentamente”, y si para llevar mi literatura menor a la acción política frontal debía hacerme una presencia mítica, decidí morir de veras para vivir mi vida sin imposiciones, “lo más a menudo, un simulacro de muerte, pues lo que no vive de veras no muere de veras”. En todo caso, “morir no existe, apenas si un buen día nos vence la vida”. En realidad no me convertí, me convirtieron, me comprendieron y me inventaron, la misma vocación de siempre, pues “lo que el hombre toma en sus manos se convierte en historia”, “hay muchas cosas terribles pero ningún terror mayor que el hombre”. Todo eso combinado creó un monstruo que no soy yo, fue algo kafkiano de veras.
¿Cómo idear un retorno, un giro que nos aterrice? Johannes Urzidil propone un Kafka envejecido por una nueva vida que inició con su muerte y crea, desde un huerto, el epitafio que evitará la entrevista programada por Gilles Deleuze, concertada en su consultorio de esquizoanálisis.
Pero quedamos con la misma sensación. Llamamos, entonces a Isaac Bashevis Singer, quien nos presenta a un amigo de Kafka. Le exponemos nuestra situación y el buen hombre, ajado por el inmisericorde paso del tiempo, se explaya, aclarando primero que “uno no puede llenarse el estómago con el pasado”, pero sí le colma un poco el ánimo. Vaga por los viejos teatros, la viejas tertulias, y por fin nos deja ver algo interesante: “Ése era el problema de Kafka al escribir: veía todos los defectos, los propios y los ajenos”. Apenas un poco más, cuando declara: “Yo nunca fui tímido y acaso sea esa la razón por la cual no llegué muy lejos”. Algo de la fuerza atractiva de Kafka se nos deja ver y vamos comprendiendo cómo se hace posible este universo de reglas kafkianas. Aunque Virgilio Piñera nos advierte: “Un miserable es un ser humano cuyo trasero se encuentra a la disposición de todos los pies; absolutamente de todos los pies, comprendidos los mismos pies de los miserables”, y la única posibilidad de evitar que el propio pie patee el trasero está en la maravilla de la autofagia, alcanzar el límite del universo a través de la absorción del cuerpo propio vía oral, y masticando incluso las muelas. Bohumil Hrabal descubre la forma de la autodigestión como una kafkería mientras J. R. Wilcock desmorona el cuadro al narrarnos sus monstruosidades, las cuales, como una horda de chacales se lanzan contra las instituciones y las reducen a escombros. Esas instituciones de la modernidad tamizada por los medios-espectáculo, casi como situacionista, monstrifica los monstruosos rostros fotochopeados y las voces edulcoradas a través de dispositivos para ronronear jergas onomatopéyicas, sonsonetes imbéciles que definen la institucionalidad de la sociedad del espectáculo, permitiendo al monstruo onanista divertido a medias (mediatizado) por una pantalla plana, ser el modelo de humanidad ética (nueva moralidad). Sin embargo, parece improbable que este medio-sujeto “pueda casarse, ni que pueda hacer el amor con otras personas que no sean él mismo, pero ésta es una condición bastante común”, quizá apenas una máquina de palabras, como advirtió el amigo de Kafka.
Uf. Esta galaxia parece del todo inhabitable. Guy Davenport aparece y nos endulza un poco. Pero lo hace, cómo no, kafkianamente: “Era la primera tragedia de su vida y la niña gozaba de todas las posibilidades que le ofrecía”. Las cartas de una muñeca, redactadas por Kafka, nos brindan un aparatoso choque de cometas de luces con múltiples nacionalidades. El remanso sólo nos lleva al planeta desarrollado por Reinhard Letteau. Ahí la voz de antelación anunciando la llegada realiza la hermosura de la tardanza y el anhelo por evitar la concreción, vengándose con el castigo al invitado. Timo Berger descalabra la colectividad que, a decir de Deleuze y Guattari, sería una característica de la literatura de Kafka y lo que, a fin de cuentas, constituye la galaxia. Berger, colectivizado, deja asomar al fan obsesionado que, en su actitud, convierte a Kafka en un maestro. Pero esto sólo como advertencia, pues se nota cómo cada arista de esta galaxia compone una literatura kafkiana (menor) al “escribir como un perro que escarba su hoyo, una rata que hace su madriguera. Para eso: encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propia jerga, su propio tercer mundo, su propio desierto [ibid.: 31]”, su propia galaxia.
Ah, por cierto, como en toda galaxia, siempre rondan meteoritos y materias poéticas. ®