La historia es todo para el materialista histórico. La historia en tanto materia. Hace de ella un material, un objeto, una cosa: le imprime objetivos, funciones, fines. La historia hecha de piezas de Estados y engranes de revoluciones, tornillos de guerras, tuercas de invasiones, palancas de dominaciones. La historia máquina que produce historia.
La variación del significado
Las palabras trocan su significado de acuerdo con el contexto en que se expresen, algo habitual en los juegos de doble sentido de las hablas vernáculas de todos lares. Un mismo objeto puede ser nombrado de forma diferente en distintos países, regiones o poblados que comparten la misma lengua. En las conquistas el idioma dominante se nutre y amplía gracias a términos, metáforas, construcciones idiomáticas y cosmogónicas heredadas de la cultura conquistada. Las migraciones añaden vocablos al pueblo que los recibe y el mercado, la tecnología, la cultura mediática que nos sirve de marco —la globalización— afectan todo campo lingüístico, ideológico y cultural. Las palabras pueden ser amorfas, laxas, siempre cambiantes, pese a la inexorable apariencia de absoluto que a menudo les endilgamos. Los significados se alteran. A veces se falsifican. Por más que haya loado Dante las bondades del cielo, lo dantesco es por siempre infernal. Maquiavélico, en su actual acepción, parece representar lo contrario a lo que era il Machia, como lo llamaban sus amigos. Y cínico —¡que Diógenes os perdone, perros!— alude hoy a un estado intermedio entre mentiroso e hijo de puta. Pero donde más interesante resulta este proceso de dislocación o perturbación de los significados es en el lenguaje político-ideológico. Una misma idea, un mismo concepto, una misma palabra varía según el momento y el entorno. Según el bando también.
De dictadores a libertadores
En la España de la Guerra Civil el adjetivo republicano lo enarbolaron en defensa de la agonizante república las izquierdas todas, desde socialdemócratas hasta anarquistas, sin detrimento del feroz odio que como buenos caballeros profesábanse unos a otros; en los Estados Unidos de hoy, por el contrario, lo portan con orgullo los miembros, simpatizantes y ejecutores de cierto partido político al que cualquier marxista clásico calificaría de reaccionario. También con democracia, cuyo significado cambia —se amplía y reduce— desde la república ateniense hasta nuestros días, según quién y cómo lo invoque. Bakunin, en la década comprendida entre 1840 y 1850 despreciaba la “charlatanería anarquista”, se negaba a pertenecer a ninguna “secta socialista”, consideraba “degradante” el trato con los comunistas y se definía entonces como un demócrata, término que ninguno de sus seguidores actuales usaría al presentarse. Los demócratas contemporáneos, huelga decirlo, tampoco reivindican al viejo incendiario en tanto respetable figura de edificante influencia. Su corrección se los impide. En 1888 Engels contaría que el título perfecto para el panfleto más importante del comunismo decimonónico debió haber sido Manifiesto socialista, pero “en 1847 se llamaban socialistas […] los adeptos de los diferentes sistemas utópicos [y los] curanderos sociales que prometían suprimir, con sus diferentes emplastos, las lacras de la sociedad sin dañar al capital ni a la ganancia”; no como ahora, que socialistas son los socialdemócratas, los social-liberales y los social-nacionalistas que tampoco pretenden, ni pueden ni quieren, transformar las relaciones de producción, las formas de propiedad, el capital y la ganancia. En la órbita del “falso socialismo real” —feliz expresión de Alberola— revolucionario es aquel que obedece y defiende al gobierno con peculiar servidumbre y prontitud, mientras que en una república liberal cualquiera alude justamente a lo contrario. Con la palabra comunismo ocurre algo más grave: de representar libertad, o al menos una aspiración concreta a ésta, ahora, nadie sabe por qué, se asocia de manera automática a dictadura. Dictador, en cambio, nació siendo un título que llenaba de orgullo a sus portadores en la Roma clásica; quizá por ello Simón Bolívar se proclama dictador y libertador, binomio que hoy nos parecería inconcebible o inaceptable. Los contenedores ideológicos, decía, cambian. Los contenidos también.
El sueño estatizado
La apropiación de toda forma de propiedad sobre los medios de producción, los canales de distribución, la banca, la organización del trabajo y las asociaciones obreras, estudiantiles, sociales, académicas y culturales dio al traste con el sueño de explorar formas de propiedad de orden abiertamente colectivo y social, es decir, libres de la intervención del Estado, arrebatándole de la manera más brutal el fruto y la propiedad del trabajo al trabajador mismo.
Así como en ciertos ambientes de derecha se confunde lo social con el socialismo, y en consecuencia se aborrece, así también ocurre que no pocos socialistas reaccionan con desprecio ante la sola mención de la palabra democracia, sin duda por considerarla inherente al capitalismo. Esta trampa semiótico-ideológica, de profundas connotaciones políticas y sociales, ha afectado desde el siglo anterior a todos los movimientos y Estados de inspiración socialista, así de izquierda como de derecha. Si democracia se asocia irremediablemente a capitalismo, entonces la dictadura del proletariado (y no la democracia de éste) aparece como forma de gobierno legítima y aceptable, destinada a convertirse en el fin mismo de esas nuevas revoluciones que con el tiempo mostrarían su profunda esencia burguesa, nacionalista, estatista y centralizadora. La apropiación de toda forma de propiedad sobre los medios de producción, los canales de distribución, la banca, la organización del trabajo y las asociaciones obreras, estudiantiles, sociales, académicas y culturales dio al traste con el sueño de explorar formas de propiedad de orden abiertamente colectivo y social, es decir, libres de la intervención del Estado, arrebatándole de la manera más brutal el fruto y la propiedad del trabajo al trabajador mismo. El sueño de “la tierra para los campesinos y las fábricas para los obreros” sería estatizado también. Al final, ni democracia social —que no es lo mismo que socialdemocracia— ni cooperativas libres ni trabajadores emancipados. La trampa teórica funciona.
Estados y capitalismos
Que capitalismo y democracia componen un binomio indisoluble es quizá la mentira más repetida de la historia moderna, y desmentida por esa misma historia. El sistema productivo, mercantil y financiero que llamamos capitalismo es justo eso, un orden económico y social sustentado en la más o menos libre generación, circulación y acumulación del capital (inversión, renta, crédito, salario, etc.) y no, en rigor, una ideología política al uso. El capitalismo ha demostrado su capacidad de adaptación a los más variados regímenes político-ideológicos, siendo el parlamentarismo más o menos liberal el redundante pero no el único. La maquinaria del capital se halla en el Chile pinochetista y en la China comunista, en el Marruecos de Mohamed VI y en la Venezuela chavista, en la Italia de Mussolini y en la Alemania del Führer, en la Cuba socialista y en la Argentina de Videla. Y en todas las democracias, funcionales o no, también. Se encuentra siempre mas nunca de igual manera. El capitalismo haitiano y el sueco son tan opuestos como el feudal y el industrial, el oligárquico y el liberal, el nacionalista y el transnacional. El Estado nacional delimita el funcionamiento del capitalismo que contiene y cada capitalismo influye de distinto modo en el Estado que lo enmarca. En medio, la sociedad, más o menos indefensa. Si las empresas estadounidenses y europeas producen en China o en la India no es por empatía ideológica, sino porque esos Estados les permiten condiciones de explotación que los suyos propios ya no toleran. Los otros Estados, los que logran contener la entrada de la corporación extranjera, se convierten ellos mismos en corporación: el Estado-patrón; el dinero como único valor del intercambio de bienes; el salario, única tasación del trabajo. Por más matices, topes, límites y abstracciones que se le aplique ahí está la esencia del capital, aun si la banca es el Estado. La riqueza la acumula y malgasta el Estado gracias a la producción y al mercado que el Estado controla en ausencia de competencia. En la incompetencia. Que no haya empresa privada no significa que el Estado mismo no lo sea. Y una empresa burocrática además. Socialmente antisocial. Es sólo otra forma de dominación del capital, una variante más del orden dominante. Marx lo explica así: “La ‘sociedad actual’ es la sociedad capitalista, que existe en todos los países civilizados […]. Por el contrario, el ‘Estado actual’ varía con las fronteras nacionales”.
Los Estados Unidos revolucionarios de América
El derecho al culto religioso, a la libre expresión y a la organización política eran novedades nada desdeñables ni superficiales que cualquier progresista europeo o americano añoraba desde su propia sociedad.
Desde su independencia y hasta fines del XIX los críticos del ancient régime veían con admiración y respeto el profundo proceso político, social y económico que se gestaba en Estados Unidos. El federalismo, pese a sus limitaciones y excesos, demostraba su eficacia en la administración nacional y en la autonomía regional; el ciudadano, amén de las muchas exclusiones todavía vigentes (mujeres, indios, negros, chinos, et al.), se convertía en un ente político activo; el gobierno, sin abandonar su nepotismo habitual, dejaba de ser hereditario, y la libertad de empresa, desigual en su esencia misma, podía ser ejercida por cualquier ciudadano. El derecho al culto religioso, a la libre expresión y a la organización política eran novedades nada desdeñables ni superficiales que cualquier progresista europeo o americano añoraba desde su propia sociedad. Esperaban, como mínimo, que el “Estado actual” fuera así, pues la imagen “de felicidad que albergamos”, piensa Benjamin, “se halla enteramente teñida por el tiempo [en que vivimos], la felicidad que podría despertar nuestra envidia existe sólo en el aire que hemos respirado”. A lo largo de aquel siglo el significado del proyecto estadounidense —y su representación— era muy diferente a la percepción que hoy tenemos de él. Liberales, demócratas, republicanos, libertarios, socialistas, anarquistas y hasta comunistas se asombraban ante aquel impetuoso avance hacia lo posible, incluso si lo deseable se hallaba más lejos. Marx reconoce de Estados Unidos sus logros en materia política y social —elecciones generales, separación de poderes, descentralización administrativa, instrucción gratuita, etc.— y también, fiel a su lado productivista, desarrollista e industrialista, admira ese increíble dinamismo económico propio del “ingenio yanki”. En efecto, comparado con el capitalismo monopolista de los viejos trusts ingleses, el que se gestaba en la América del norte era profundamente revolucionario. Basta hojear el Manifiesto para encontrar elogios al papel altamente revolucionario de la burguesía en la historia. La fascinación de Marx por el emprendedor es innegable.
Globalización y revolución mundial
Al materialista histórico le fascina el progreso, la industrialización, el desarrollo. A propósito de la conquista de California por parte de Estados Unidos Engels escribe:
Es un progreso que un país que hasta ahora se ocupaba exclusivamente de sí mismo, desgarrado por eternas guerras civiles y retraído a todo desarrollo […], se vea lanzado por la violencia al desarrollo histórico […]. La “independencia” […], la “justicia” y otros principios morales puede que sean afrentados aquí o allá pero, ¿qué significa todo esto ante tantos hechos de este tipo en la historia universal? […] ¿Acaso es una desdicha que la magnífica California haya sido arrancada a los holgazanes mexicanos, que no sabían qué hacer con ella?
Así, entre un capitalismo soso y atrasado, cuyos peones cargan en el lomo la suma de las taras feudales, y otro vertiginoso, urbano e industrial que se extiende a todas las clases existentes y crea nuevas, que estatuye derechos políticos, sociales y religiosos evadidos por el primero y que inicia, además, un proceso de internacionalización que por fuerza influye en la marcha de las sociedades con las que interactúa, el marxista pondera el segundo. La expansión del capitalismo y de la república democrática (“es precisamente bajo esta última forma de Estado […] donde se va a ventilar definitivamente por la fuerza de las armas la lucha de clases”) resultan de suma importancia en ese desarrollo histórico que tarde o temprano habría de arribar a sociedades post-capitalistas. El comunismo, piensa Marx, debe ser un estadio posterior al capitalismo globalizado y no una mera versión estatizada y nacionalista de éste. La internacionalización de los modos de producción del capitalismo moderno internacionaliza también al trabajador asalariado en su doble función de productor y consumidor, a sus organizaciones políticas, sociales y laborales. La internacionalización de la explotación capitalista, piensa, internacionaliza las luchas anticapitalistas. Para el materialista histórico, además de inevitable la globalización es necesaria. La revolución mundial así lo requiere.
La burguesía internacional
El descubrimiento de América y la circunnavegación de África ofrecieron a la burguesía en ascenso un nuevo campo de actividad. Los mercados de las Indias y de China, la colonización de América, el intercambio con las colonias, la multiplicación de los medios de cambio y de las mercancías en general imprimieron al comercio, a la navegación y a la industria un impulso hasta entonces desconocido, y aceleraron, con ello, el desarrollo del elemento revolucionario de la sociedad feudal en descomposición.
Pero eso no es todo, dice Marx: la revolución industrial, la máquina, multiplica la producción para cubrir una demanda que tampoco se estanca; la industria moderna destroza la artesanía, la manufactura, el pequeño taller, y la navegación y el reciente ferrocarril multiplican el flujo de las mercancías. La producción se internacionaliza; el consumo también. “Mediante la explotación del mercado mundial la burguesía dio un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional”, concluye Marx. A lo largo de los años, de los textos, el materialista histórico defiende cada vez más la internacionalización del capitalismo moderno y no deja escapar oportunidad para regañar a los socialistas que pretenden el encierro nacional. Al respecto, a los ideólogos del Partido Obrero Alemán les recuerda que el socialismo en un solo país es imposible, pues el marco en el que se encuentra tal nación no es otro que el del capitalismo mundial. Sobre la linda consigna de la “fraternización internacional de los pueblos”, de la clase obrera, les recuerda que la burguesía “fraterniza ya contra ella con los burgueses de todos los demás países”:
La profesión de fe internacionalista […] queda, en realidad, infinitamente por debajo de la del partido librecambista. También éste afirma que el resultado de sus aspiraciones será “la fraternización internacional de los pueblos”. Pero, además, hace algo por internacionalizar el comercio, y no se contenta, ni mucho menos, con la conciencia de que todos los pueblos comercian dentro de su propio país.
Los socialistas hacen caso omiso a su arenga.
El Estado socialista y la apropiación de la propiedad
El Estado moderno —la organización político-administrativa que pese a todas las variantes formal-ideológicas reconocemos como parte fundamental de la sociedad contemporánea— comienza a gestarse en el siglo XVI con la centralización gradual de los pequeños reinos y feudos y se reconfigura con las revoluciones burguesas del XVIII y XIX, con la nación como espacio político-territorial y, en definitiva, con la máquina capitalista de la revolución industrial. Lo que es inherente al capitalismo no es una forma de gobierno (república democrática o cualquier otra) sino el Estado mismo, el aparato regulador de la economía, la política y la sociedad cuyas instituciones limitan y protegen, simultánea y contradictoriamente, a propietarios y asalariados. Es este Estado, portador de una larga herencia autoritaria y centralista, con formas y fondos que se han ido reacomodando lentamente a lo largo de sucesivas luchas y pobres modificaciones, el que los marxistas pretenden transformar de un solo golpe y concentrar las funciones del capitalismo en su seno. Siendo el encargado de enmarcar el capitalismo, el Estado no puede en sentido alguno abolirlo, como tampoco puede desprenderse del poder político que le da sentido y razón de ser. Ningún Estado, por liberal y democrático que finja ser, permite que el capitalismo funcione a su libre arbitrio ni que el poder político se democratice hasta las raíces mismas de la sociedad; tal y como ningún Estado socialista puede cumplir con su radical función socializadora; limitándose, por el contrario, a la centralización de toda institución política, económica, laboral y social, y a la apropiación de toda forma de propiedad.
Capitalismo estatizado
La estatización, conviene recordarlo, es la privatización por parte del Estado de los medios y herramientas de producción, del patrimonio social y colectivo, de los recursos generales de la nación, de todo trabajo y de toda riqueza generada. No el proletario sino el administrador será el favorecido por la clase dominante: el estamento político-militar. A la postre, la dictadura del proletariado sería sólo una dictadura burguesa en nombre y por el bien del proletariado, y no la ansiada democracia de trabajadores libres en pleno ejercicio, organización y disfrute del poder político, financiero, económico, productivo, laboral, educativo, cultural, de la sociedad emancipada. Enajenados por el Estado de la libertad del trabajo —de la libre asociación laboral entre trabajadores libres— y de la propiedad de éste, los trabajadores ven constreñidas su fuerza laboral y su capacidad de producción, las áreas de intercambio de bienes y el acceso mismo a herramientas y materias primas, y quedan a merced del único patrón. Lejos de desaparecer, las diferencias socio-económicas se acentúan con un escalafón salarial igualitario impuesto por el Estado y no por los trabajadores mismos (“El derecho no tendría que ser igual, sino desigual”, dice Marx al exponer el ejemplo de dos obreros que reciben el mismo salario por el mismo trabajo y las mismas horas, pero uno tiene tres hijos y el otro ninguno: “A igual trabajo y, por consiguiente, a igual participación en el fondo social de consumo, uno obtiene de hecho más que otro, uno es [tres veces] más rico que [el] otro”). Pese al discurso proletario, el obrero aparece como el menos libre y el peor pagado de los trabajadores asalariados, siendo los servicios asistenciales del Estado aquello que sostiene su condición y le impide escapar a ésta. Visto el sometimiento laboral, la gratuidad de los servicios es una entelequia teórica, pero es también la práctica real que salva al trabajador de la ruina provocada por el capitalismo estatatizado que lo asiste. Esta hegemonía política, económica, ideológica y cultural recuerda a estructuras sociales de genuina y profunda inspiración oligárquica, con una clase gobernante intocable escudada tras otra que ha creado a tal efecto —la burocracia policiaca— y que desde ahí controla y suprime a todas las demás clases. Así, las revoluciones socialistas parieron Estados burgueses, sociedades nacionalistas y economías capitalistas planificadas por un gobierno monolítico y vertical que en aras de conservar el poder adquirido no puede sino perpetuar “la sociedad actual, pero sin los elementos que la revolucionan y descomponen”, dice Marx: “La libertad consiste en convertir al Estado de órgano que está por encima de la sociedad en un órgano completamente subordinado a ella”, so pena de quedar atrapados “en una especie de democratismo que se mueve dentro de los límites de lo autorizado por la policía”. No se equivoca aquí.
El Estado revolucionario conservador
Así, la revolución destinada a liberar al trabajador del yugo del capital queda bajo el control de un Estado revolucionario que en virtud de su propio “desarrollo histórico” se organiza con igual o mayor rigidez que el reaccionario, y cuya común naturaleza despierta en ambos un mismo instinto conservador.
Marx sabe que las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y sobre todo las del XIX lograron triunfar e imponerse sólo a condición de que las burguesías hubiesen iniciado ya la transformación de las relaciones sociales y de producción, y detentaran por tanto un poder económico concreto. Por eso su propia insistencia en la conquista del poder político como condición previa a la emancipación económica del proletariado parece un sinsentido dialéctico, histórico y materialista. Justo porque del desarrollo de la burguesía y su industria depende el suyo propio, porque no vive “sino a condición de encontrar trabajo” y “venderse al detalle como cualquier otro artículo de comercio” y porque no ha transformado él mismo y a su favor las relaciones de producción y las formas de propiedad, el proletariado no puede legalizar políticamente la libertad económica que aún no ha conquistado ni ejercido, ni semejante libertad le podrá ser dada por Estado alguno sin destrozarla o destrozarse. Para lograr tal transformación social y económica desde el poder político, y aun sabiendo qué es el Estado y cuál su papel en la historia, el Marx político propone una
violación despótica del derecho de propiedad y de las relaciones burguesas de producción mediante la adopción de una serie de medidas que desde el punto de vista económico parecerán insuficientes e insostenibles, pero que en el curso del movimiento se sobrepasarán a sí mismas y serán indispensables como medio para transformar radicalmente todo el modo de producción,
etcétera, con la esperanza de que ese “proletariado elevado a la condición de clase dominante” logre abolir las viejas relaciones de producción, las contradicciones de clase y a las clases mismas, desapareciendo entonces su propia dominación. Así, la revolución destinada a liberar al trabajador del yugo del capital queda bajo el control de un Estado revolucionario que en virtud de su propio “desarrollo histórico” se organiza con igual o mayor rigidez que el reaccionario, y cuya común naturaleza despierta en ambos un mismo instinto conservador. Que en aras de perpetuarse y garantizar su conservación la “dictadura revolucionaria” estaría obligada a destruir su propia provisionalidad es algo que el Marx dialéctico no puede haber ignorado.
Obreros burgueses
Es justo al Marx político a quien Bakunin le recuerda que “el sometimiento del trabajador al capital es la fuente de toda servidumbre, [y] la emancipación económica de los trabajadores el gran objetivo al cual debe subordinarse todo movimiento político”; que “no existe ningún principio político que sea capaz de movilizar a las masas” y que éstas lo que “quieren en todas partes es su emancipación económica inmediata”.
Todo este movimiento político predicado por los socialistas de Alemania, dado que debe preceder a la revolución económica, no podrá ser dirigido más que por burgueses, o, lo que es peor, por obreros transformados por ambición o vanidad en burgueses y pasando en realidad, como todos sus predecesores, por encima del proletariado. [Ese gobierno] no se contentará con gobernar y administrar a las masas políticamente, […] sino que las administrará económicamente concentrando la producción y la justa distribución de las riquezas, el cultivo de la tierra, el establecimiento y desarrollo de las fábricas, la organización y la dirección del comercio y en fin, la aplicación del capital a la producción por un único banquero, el Estado.
Imperturbable, Marx responde que tras conquistar el poder político del Estado, y “una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya concentrado toda la producción en manos de los individuos asociados, el poder público perderá su carácter político”. Así de fácil.
Los obreros y la máquina estatal
Imperturbable, Marx responde que tras conquistar el poder político del Estado, y “una vez que en el curso del desarrollo hayan desaparecido las diferencias de clase y se haya concentrado toda la producción en manos de los individuos asociados, el poder público perderá su carácter político”. Así de fácil.
Si Marx parece depositar su confianza en una dictadura benévola que tras concentrar el poder político, el capital y los medios de producción felizmente otorgará a los trabajadores su tan ansiada libertad, Bakunin no es menos vago al afirmar que la emancipación económica del proletariado se producirá de la “solidaridad militante”, de la “organización internacional de la lucha económica del trabajo contra el capital” y de una “guerra organizada de los trabajadores del mundo entero contra todas las clases explotadoras y dominantes”, y que gracias al “desarrollo espontáneo y directo de las ideas filosóficas y sociológicas” no podrá limitarse ya a la “constitución de un nuevo privilegio, un nuevo monopolio, una clase o de una dominación nuevas, o un nuevo Estado”. Ambos coinciden en que “la cuestión política es inseparable de la económica”, pero como entre el huevo y la gallina, la duda consiste en qué ocurre primero. “Nuestra misión”, asegura Bakunin en 1851, “es destruir y no construir; otros hombres serán los que construyan, mejores que nosotros, más inteligentes y más libres”. Marx, por el contrario, insiste en que los comunistas “tienen”, cursivas mías, “sobre el resto del proletariado la ventaja de su clara visión de las condiciones, de la marcha y de los resultados generales del movimiento proletario”, adquirida gracias a la tenacidad y modestia de “ese sector de ideólogos burgueses que se han elevado teóricamente hasta la comprensión del conjunto del movimiento histórico”, y Bakunin se limita a refunfuñar “contra todo aquello que remotamente pueda parecerse al comunismo estatista […] impuesto a las masas ignorantes por algunas inteligencias superiores”. Al “plan ideal proyectado por unos pocos sabios o filósofos” opone una espontánea organización de la sociedad “de abajo hacia arriba” que al suprimir el poder político conducirá a “la total emancipación de las masas trabajadoras y su libre organización social, libre de la intervención gubernamental, formada por la asociación económica de las personas”: “El socialismo revolucionario ha hecho su primera aparición brillante y práctica en la Comuna de París”, anuncia con orgullo, omitiendo quizá que la experiencia duró dos meses. A regañadientes, en 1873, Marx reconocerá que “la clase obrera no puede simplemente tomar posesión de la máquina estatal existente y ponerla en marcha para sus propios fines”. La Comuna, en efecto, se encargó de demostrarlo.
De la idea a la ideología
Las revoluciones burguesas del XVIII y el XIX imponen nuevas condiciones materiales al mundo que conquistan —modos y relaciones de producción, estructuras económicas, formas de propiedad, instituciones de poder, etcétera— e imponen también nuevas condiciones ideológicas. Todo es ciencia en el siglo XIX y, por Dios, la ciencia inexplicada se vuelve incuestionable. Cierta percepción ontológica de la ciencia, como si heredara la condición dogmática de la fe, sirve de sustento al nuevo orden laico. La “verdad” científica se disemina por el cuerpo social a despecho de todo credo, pero su esencia, el pensamiento neutro, tarda mucho en irrigar. Por encarnarle el alma de la religión, por considerarla sucesora de aquella, aparece como superación y liberación. De esta visión trascendentalista y redentora nace la ideología del progreso, madre de toda ideología política ulterior. El simple gesto de ir hacia adelante, aunque al frente esté el abismo, adquiere entonces una carga positiva que todo otro movimiento reivindicará para sí también. En términos neutros, sin embargo, evolución es tan sólo el paso gradual de un estado a otro, la continua e incontrolable mudanza adaptativa que por carecer de punto de arribo no transcurre en línea recta ni acelera jamás su paso. Revolución, siguiendo esta idea, es la ruptura violenta de un estado cuyas convulsiones y estertores anuncian ya la inminencia del cambio, abriéndose un atajo en la espiral evolutiva. Y desarrollo, en sentido estricto, es el acto mediante el cual se extiende aquello que estaba arrollado, o enrollado, y se estira hasta el límite de su propia condición. Toda idea, neutra en su origen, carece de ideología, “pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas”, nos recuerda Cioran.
Las revoluciones de la naturaleza
La historia no es una línea recta y ascendente. La naturaleza no tiene principio ni fin, ni adelante o atrás, ni bien ni mal. Mucho menos principios o fines otros que su propia conservación. El orden natural de la naturaleza misma es tan incuestionable como carente de razón. No hay justicia, igualdad ni democracia; tampoco tortura, crueldad o dictadura. No tiene planes ella. Su conservación no depende de una galaxia u otra, de un sistema, un planeta o una especie cualquiera. Depende de sí misma, con todo lo que ella incluye, que es todo. La creación, la destrucción y la muerte le son tan naturales como esenciales son el equilibrio, la fuerza y el movimiento para su devenir. El largo e inconsciente proceso que dividió Pangea en cinco continentes —esa interminable disputa territorial, si queremos ideologizar— no ha concluido aún. La tectónica de placas provoca choques cuya fuerza supera hasta lo incalculable a la más poderosa de las bombas de fisión. Cuando esto ocurre se desata el terremoto, que es el modo natural de hacerse la revolución. El desarrollo del desierto implica la conquista de áreas verdes; las mareas obedecen a una potencia extranjera, y la tierra y el mar coexisten en eterno conflicto fronterizo. Maremotos, diluvios y sequías revuelven espacios y especies a su paso, alteran flora, fauna y geografía y arrancan vidas, mas no pueden matar la vida misma ni la naturaleza que los comprende. El volcán es un forúnculo en la piel del planeta y el incendio un sarpullido. El desbordamiento de un río es una leve hemorragia nasal, y poco más. Cualquier ideología o poesía dela naturaleza es por naturaleza falsa.
Capitalismo, evolución y progreso
Evolución no significa mejora o avance, sino cambio y adaptación. La subsistencia de una especie la dicta su adaptabilidad, es decir, la capacidad de adaptarse al entorno y de adaptarlo. Todas las especies alteran su espacio, desde las microscópicas hasta los grandes cetáceos. Alimentarse significa intervenir. La dialéctica de la naturaleza es sin duda implacable, mas no ideológica. Presentar la evolución como un proceso de perfeccionamiento que causalmente se detiene en nosotros es la base de esa ideología humanista que glorifica nuestra superioridad y justifica no sólo la transformación, sino la abierta dominación de esa naturaleza de la que somos producto mas no productores: No producimos naturaleza, producimos, en el mejor de los casos, mercancías naturales. Y verdades ideológicas. La revolución política fue la gran enseñanza del pensamiento burgués. No lo olvidemos nunca; fue la burguesía la que nos inculcó el amor por la revolución política al presentarla con todo ese bello romanticismo que tanto nos gusta y cargarla de un positivismo que en sí misma no tiene. De no ser por el pensamiento burgués la revolución sería vista como lo que es: una simple guerra por la conquista del poder, el mecanismo mediante el cual la dominación se perpetúa al transformarse. Esa transformación, su nombre lo indica, afecta sólo a los signos externos, a su estructura formal, y aunque nadie puede negar el impulso social, político y económico que generan, lo esencial en ellas es la dominación misma. Transforman los viejos Estados monárquicos en burgueses. Guillotinan a la realeza, saquean las prebendas y propiedades de la aristocracia y campantes ocupan su lugar en la estructura dominante. La imagen avanzadora y ascendente del desarrollo es también herencia de aquella burguesía. La ideología desarrollista nos lanza a la conquista de los pueblos “incultos” con la excusa de salvarlos de la ignorancia; positiviza la explotación interna y ultramarina de la naturaleza, de los mercados, de las culturas, de los trabajadores, y otorga un valor otro al proceso de monopolización de lo ajeno que sostiene el desarrollo del desarrollo. Y desarrollar el desarrollo, no lo olvidemos, es el único objetivo natural del capitalismo. A su evolución, el capitalismo le da el nombre de progreso. Los democratismos, los fascismos y los socialismos son todos dignos hijos de tal proceso. El progreso es también su consigna evolutiva.
El animal social
Justo en aras de la lucha por la supervivencia las especies se organizan colectivamente para asegurar el sustento y garantizar el cuidado de sus más débiles: las crías. La existencia depende de la coexistencia, de esa “vida social que es un arma en la lucha por la preservación”, dice Kropotkin.
Si bien los naturales procesos evolutivos, selectivos y adaptativos de todas las especies configuran también la nuestra, el animal humano empieza, por sí mismo, una evolución para sí mismo. Este proceso natural marca el desarrollo o desenvolvimiento de la especie humana y sus asociaciones, de sus sociedades. Esa evolución, dice Molina Montes, se encarga de perpetuar “aquella información que la biología no puede recordar ni transmitir”: la cultura, la tradición, el saber. La ciencia. La técnica. Es gracias a esta evolución que en las organizaciones sociales de toda la historia conocida, con su naturales estadios de excepción, no aplica el principio de supervivencia por el que se rigen las demás especies naturales. Es esta la razón, insisto, por la cual el darwinismo social, el malthusianismo y otras excrecencias supervivencionistas, por más que cierta intelectualidad se empeñe en pregonarlas y la cultura popular las banalice, no encuentran apoyo práctico en la cultura, en la naturaleza humana. Estas ideas no tienen sustento, y lo recordamos. Refiriéndose al animal humano Darwin insiste en que “los más aptos” no son los más fuertes, los más sabios ni los más hábiles, sino los que mejor saben unirse y combinar sus esfuerzos: “Aquellas comunidades que encierran la mayor cantidad de miembros que simpatizan entre sí florecerán mejor y dejarán mayor cantidad de descendientes”. El animal social sabe que necesita de otros para continuar la vida, es natural. El panal no tiene carta magna. En todas las sociedades animales, desde el hiperorganizado hormiguismo hasta la microcolonia félida, los individuos se ayudan y protegen dentro del marco social que los contiene. Justo en aras de la lucha por la supervivencia las especies se organizan colectivamente para asegurar el sustento y garantizar el cuidado de sus más débiles: las crías. La existencia depende de la coexistencia, de esa “vida social que es un arma en la lucha por la preservación”, dice Kropotkin. Si el lobo solitario nos conmueve es por su soledad, por la decadencia que su figura insinúa. Por la inminencia de su desaparición individual.
Apoyo mutuo
La división del trabajo aplica tanto al animal humano como a otras faunas salvajes; más o menos rígida, más o menos funcional, se halla en todas las especies social-individuales: unos miembros cazan, otros cuidan, otros crían. Kropotkin habla de “apoyo mutuo” (no solidaridad ni igualdad sino apoyo, principio mecánico del equilibrio). La selección natural y el apoyo mutuo no se contradicen; forman parte de un mismo proceso destinado a garantizar la supervivencia individual y colectiva. Al margen de las relaciones meramente alimenticias se establecen otras gratuitas: el tiburón y la rémora, el perro y el humano. No se comen mutuamente, se apoyan en la lucha por el alimento. Y lo dice sin romanticismo:
Naturalmente, ni las hormigas ni las abejas, ni siquiera las termitas, se han elevado hasta la concepción de una solidaridad más amplia, que abrazase toda su especie. En este respecto, evidentemente, no alcanzaron ese grado de desarrollo que, por cierto, tampoco encontrarnos entre los dirigentes políticos, científicos y religiosos de la humanidad. Sus instintos sociales casi no van más allá de los límites del hormiguero o de la colmena.
Aun así, las diversas colonias de insectos evitan perturbarse mutuamente; la guerra —¡y cuidado con un ejército de hormigas!— sólo estalla cuando el hielo, la lluvia o la sequía limitan la provisión de alimento. Lo mismo el animal humano, recuerda Maine: “El hombre nunca fue tan brutal ni tan estúpido como para someterse a un mal como la guerra sin hacer algunos esfuerzos para conjurarla”. El derecho internacional comienza a perfilarse en la tribu. Naturalmente desconfiamos del Otro, naturalmente le tememos o incluso lo menospreciamos. Pero naturalmente no queremos morir por ello.
La duda constante
Lo que parece un triunfo de la racionalidad objetiva, la sumisión de todo lo que existe al formalismo lógico, es pagado mediante la dócil sumisión de la razón a los datos inmediatos”. El pensamiento crítico es el pensamiento que nace de la crisis y provoca crisis en el pensamiento: a nada teme más el hombre que a la crisis de las ideas. A la duda constante.
“Lejos de profesar el desprecio por la vida humana, sentían los primitivos horror al suicidio y a la sangre. Derramarla era considerado una cosa tan grave que cada gota de sangre vertida, no solamente de sangre humana, sino hasta la de ciertos animales, exigía que el agresor perdiera de la suya una cantidad igual. Por esto en el seno de la tribu un homicidio era cosa absolutamente desconocida”, relata Kropotkin: “No se podía asaltar un pueblo sin prevenir antes a sus habitantes. Nadie osaba matar en el sendero que frecuentaban las mujeres para ir a la fuente. Y para pactar la paz era necesario pagar el equivalente de hombres muertos en ambos bandos”. Insiste en recordarnos que la historia del pensamiento es como un péndulo en constante oscilación: “La evolución de la humanidad no ha tenido nunca el carácter de una cadena ininterrumpida de sucesos”. De Darwin dice Cappelletti que destrozó “la idea de la fijeza e inmovilidad de las especies”; en cambio, lo que queda inmóvil desde entonces es la idea de una evolución que se fija en el hombre. Y la ciencia no consigue acabar con el fijismo del dogma. En un mundo que se acelera cada vez más, donde las novedades se difunden con creciente celeridad y las teorías y los descubrimientos se suceden sin interrupción, atesorar verdades inamovibles se vuelve más urgente que antaño. Las ciencias exactas parecen deber su exactitud a la fijeza de sus verdades y no a la verdad de un método fijo. Horkheimer y Adorno lo resumen así: “En la reducción del pensamiento a la categoría de aparato matemático se halla implícita la consagración del mundo como medida de sí mismo. Lo que parece un triunfo de la racionalidad objetiva, la sumisión de todo lo que existe al formalismo lógico, es pagado mediante la dócil sumisión de la razón a los datos inmediatos”. El pensamiento crítico es el pensamiento que nace de la crisis y provoca crisis en el pensamiento: a nada teme más el hombre que a la crisis de las ideas. A la duda constante.
El sano retorno a la dominación
Benjamin dice que la historia “es objeto de una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo pleno, un tiempo-ahora” que rompe con la plana concepción del pasado anclado en el pasado. “El historicismo plantea la imagen ‘eterna’ del pasado; el materialista histórico, en cambio, plantea una experiencia con él que es única”; no se limita a verlo como una mera sucesión de datos, sino como un pasado que retorna y calma la angustia del presente ante su incierto futuro. Gracias a este salto, el presente supera su soledad al atisbar un posible avance en el ayer. Hacer “saltar el continuum de la historia”, dice Benjamin, “es peculiar de las clases revolucionarias en el momento de su acción”. Si “la antigua Roma fue para Robespierre un pasado cargado de tiempo-ahora” que le permitía ver su propio proceso como una Roma que regresa; la Revolución francesa significó para Marx, en virtud de su propia fascinación por el vencedor de antaño, “la chispa de la esperanza” que se enciende en lo pasado. Benjamin le recuerda al materialista histórico que “los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido alguna vez”, y esa voz despierta la duda, la sospecha, la posibilidad de que aquel sólo simpatice con los oprimidos en razón de su posibilidad de triunfo, de su propia capacidad para erigirse en clase dominante, y no por la condición misma de su opresión. Al lumpenproletariado Marx no le concede más que una remota probabilidad de ser útil, de ser “arrastrado” al movimiento de la historia. Las clases medias europeas no sólo son conservadoras sino reaccionarias, pues luchan contra la burguesía sólo para salvarse de su propia ruina. El campesinado alemán o francés le resulta tan ajeno como estorboso, un triste escollo en la vía del progreso, y a la pequeña burguesía no le desea sino su pronta aniquilación bajo la impetuosa marcha de la gran industria, de una burguesía mayor. Sólo el proletariado es verdaderamente revolucionario y, como por azar, “una pequeña fracción de la clase dominante que se adhiere a la revolucionaria, a la clase en cuyas manos está el porvenir”, asegurando así su sano retorno a la dominación, su nueva “marcha en el cortejo triunfal” del que hablara Benjamin. La solidaridad se ejerce siempre con la futura clase dominante. Sobre la India Marx expresa, respecto de los nativos aplastados por la invasión inglesa, que “por penosos que sean nuestros sentimientos”, la historia la escribe el Occidente moderno con la misma mano con que signa el progreso, la industria, el capitalismo y la revolución social que les acaba de pasar por encima destruyendo sus relaciones de clase, sus formas de propiedad, sus medios de producción y todo su viejo mundo sin convertirlos por ello en un “pueblo civilizado”, pero acercándolo un poco más a la modernidad. Desde “el punto de vista de la historia”, y a pesar de todos los crímenes, “tenemos derecho a exclamar: ‘¿Quién lamenta los estragos / si los frutos son placeres’”. Marx, desde luego, no es un romántico cualquiera. Benjamin lo sabe: “La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento”.
El primer fin de la historia
De los vencedores pasados y presentes nacen los del futuro; del apoyo de los vencidos depende el triunfo y ejercicio de su dominación. Para recobrar lo perdido, la historia presente avanza un instante hacia el pasado. La revolución francesa apela, para unir a las masas campesinas, a la recuperación de la autonomía comunal saqueada por el orden monárquico. Las del XIX en toda Europa excitan a los obreros con la posibilidad de recuperar la propiedad del taller, ahora fábrica del proletariado. La rusa de 1917 mira hacia el proyecto socialdemocrático de 1905, y la cubana de 1959 fija la vista en la constitución de 1940. A veces ocurre que el pasado contiene ideas del futuro. Marx y Bakunin le imprimen a sus ideas un nuevo fijismo emanado de cierta interpretación estática de la evolución: el animal más perfecto, la civilización más avanzada, el capitalismo que ha alcanzado ya su máximo desarrollo. Proclaman el fin de la historia. No serán los primeros ni los últimos. La tradición mesiánica tampoco se detiene. Tras siglos de orden feudal y lentas transformaciones, al chocar con la velocidad del capitalismo moderno presuponen que avanza a toda marcha hacia su pronta extinción, cuando en verdad va poco a poco hacia una brutal sutilización de la explotación. No lo quieren ver. Cultísimos, no imaginan que esa explotación del siglo XIX es apenas el inicio; que la explotación sigue su propia curva evolutiva, refinándose en pos de su conservación. La explotación tiene también instinto de supervivencia. Aprende a aflojar las riendas. Eso lo determina el entorno. La socialdemocracia lo entiende mejor. Y les arrebata el futuro.
La explotación suave
Bakunin no puede imaginar que el gran movimiento huelguístico que él define como guerra económica contra el capital y que se desarrolla solidariamente en toda Europa será hábilmente aprovechado por el reformismo burgués. Con Marx, reconoce la inmediatez de las luchas nacionales aun si el objetivo último es la patria Tierra, el proletariado mundial, los oprimidos del globo. Las repúblicas son nuevas, no así el sentimiento nacional, que se refuerza por inclusión y exclusión desde el siglo XVI. Como el obrero no tiene propiedad y la explotación del capital es la misma en todo país desarrollado, Marx concluye que el capitalismo “despoja al proletariado de su carácter nacional”. Nada más lejos de lo real: justo por carecer de propiedad otra, la patria aparece como única propiedad posible y viable. Será una ficción pero es una ficción reconfortante, y no se la deja arrebatar. Bajo el influjo de las ideas anarquistas y comunistas la socialdemocracia se abre camino con la promesa de lo posible. Abraza las más caras y urgentes exigencias del movimiento obrero y la base comienza a migrar. Ha visto ya la derrota de demasiadas revoluciones proletarias. En Inglaterra, Francia y Alemania se transita hacia el reformismo. Las conquistas económicas, sociales y políticas empiezan a ser reales sin la terrible realidad de la revolución. Nada de emancipación del capital. La socialdemocracia no habla de ello. Y entre un Estado capitalista que los explota de la peor manera y otro que suaviza la explotación, el obrero tiene que elegir el segundo. Se harta de sueños. Ni Marx ni Bakunin intuyen que la misma lógica del progreso, de la evolución, del desarrollo de que ellos mismos son hijos, impulsa también al obrero a avanzar, a ascender. A convertirse en clase dominante como prometiera el marxismo o a reformarse socialdemocráticamente y adquirir unas pocas comodidades burguesas. No puede seguir en el mismo sitio. Tiene que aburguesarse.
La fábrica, la ciudad, la nación
Relata Mariátegui
La creciente revolucionaria declinaba. Al periodo de ofensiva proletaria seguía un periodo de contraofensiva burguesa. La esperanza de una revolución mundial inmediata se desvanecía. La fe y la adhesión de las masas volvían, por consiguiente, a los viejos jefes. […] Hacia un socialismo moderado y parlamentario afluían las gentes que, en otros tiempos, hubiesen afluido al radicalismo.
El ideal está ahí, no muere. La teoría tampoco. Y tampoco la explotación. Pero la solidaridad internacional mengua: los obreros cargan también sus prejuicios nacionales y una creciente necesidad de nación. Es natural. A mediados del XIX el trabajador fabril, el obrero, el proletario, forma parte de estrato social reciente, de una clase todavía carente de historia propia. No hay orgullo en su condición de explotado. El orgullo obrero, el sentimiento que convierte al proletariado decimonónico en el gran movimiento social capaz de sacudir la Europa entera, que se bate en barricadas junto a sus hermanos internacionales y organiza huelgas que de inmediato son aplastadas por los aparatos represivos del Estado, ese orgullo, decía, no proviene de su condición de explotado sino de la posibilidad de escapar a tal explotación. De dejar de ser el obrero que hasta entonces es. La industria crece, y más y más excampesinos nutren la maquinaria fabril y las luchas obreras; pero el campesino sí profesa un gran apego a la tierra, a sus tradiciones y valores, a una cultura que antecede con mucho a esa cultura obrera que en virtud de las interminables jornadas laborales el trabajador fabril no tiene tiempo de forjar. La cultura obrera es la cultura de su explotación, de su lucha por la supervivencia. La fábrica es el territorio concreto de esa explotación. La solidaridad se localiza: la fábrica, la ciudad, la nación. Y los trabajadores comienzan a entrever que es posible mejorar su condición dentro del capitalismo, dentro del marco de la nación. Sin renunciar al Estado.
Libertad y poder político
Bakunin anota:
No existen más que dos grandes países en el mundo en los que el pueblo disfruta realmente de su libertad y del poder político. Son Inglaterra y los Estados Unidos de América. La libertad es allí más que un derecho político. Es la naturaleza social de todo el mundo, hasta tal punto general que los mismos extranjeros más desheredados, los más miserables, disfrutan de esa libertad plenamente como los ciudadanos más ricos y los más influyentes. […] El pueblo inglés constituye una verdadera fuerza, lo que se denomina la fuerza de la opinión, pero no solamente de la opinión de las clases políticas, o privilegiadas, sino la verdadera fuerza de la opinión popular, fuerza que existe como un hecho social y que actúa como una fuerza siempre latente y siempre presta a hacerse sentir, fuera y por encima de todas las formas políticas y de los derechos explícitamente expresados y consagrados por la Constitución inglesa. […] El pueblo inglés no tiene necesidad de conquistar ni su libertad ni su poder político, los posee ya de hecho, en sus costumbres. […] Lo que digo del pueblo inglés se aplica naturalmente aún más al pueblo de los Estados Unidos de América, donde la libertad y la acción política directamente ejercida por las masas alcanza el más alto grado de desarrollo conocido hasta ahora en la historia.
La lucha, pues, empieza a dirigirse al parlamento. A la política nacional. A las reformas legales. A las leyes laborales.
La máquina de la historia
La historia es todo para el materialista histórico. La historia en tanto materia. Hace de ella un material, un objeto, una cosa: le imprime objetivos, funciones, fines. La historia hecha de piezas de Estados y engranes de revoluciones, tornillos de guerras, tuercas de invasiones, palancas de dominaciones. La historia máquina que produce historia. La historia materia prima de la historia. La historia realidad material. La historia de los hechos. Los objetos de la historia. El materialista histórico concluye que “toda la historia de la humanidad ha sido una historia de lucha de clases” y que la lucha de clases es la evolución de la historia. El materialista histórico, el científico, el ingeniero, el contador, ve resultados, avances, ganancias, pérdidas, logros, progresos: mide los fragmentos de la historia, los analiza, les da vuelta y los devuelve a la línea de producción. El materialista histórico pretende ignorar que la evolución de la historia no consiste en sus luchas, sino en los roces y fricciones del día a día entre todas las clases. En la adaptación de todas a cada nueva etapa de la dominación. Que esa evolución es la constante y la revolución el instante. El materialista histórico ve los pasos, las fases, los saltos “en el continuum de la historia”, y se pregunta si con su nueva máquina dialéctica puede fabricar un nuevo producto, una nueva materia, un nuevo bien histórico. El pensador piensa que puede producir historia, la historia del mañana. Que la apropiación del producto de la historia es el poder, que el objeto de producir historia es la apropiación del poder histórico. Que el combustible es la lucha de clases. Pero esa lucha de clases que detona revoluciones no ha sido nunca la lucha de una clase contra otra, sino la de todas las clases contra una sola que las domina a todas. La revolución depende del hartazgo de todas las clases y no de la sola voluntad de una. Ese hartazgo colectivo es la chispa que acelera la maquinaria de la historia. De la conjunción urgente y espontánea de las luchas de todas las clases de la sociedad, cada una en pos de sus propios intereses y todas contra aquella las somete por igual, depende el triunfo de la revolución. Luego, viene la traición, la apropiación del poder por una nueva clase dominante.
La producción de la historia
La revolución no la hace una clase revolucionaria; al contrario, la revolución hace revolucionarias a todas las clases al reaccionar al unísono contra una misma dominación. La revolución no es un objeto histórico ni una teoría ideológica; la revolución es la fractura natural del obstáculo que entorpece la evolución de la sociedad junta. La revolución es la guerra a la que naturalmente teme el animal humano. Es la disolución, la destrucción del orden que conoce: el presente al que ya está adaptado. El instinto de conservación lo amarra al orden que domina al ser dominado por éste. Sólo cuando es inevitable se lanza el animal humano a la aventura de lo desconocido, a la desventura de la guerra. De ello se nutren la revolución y la dominación por igual. La historia de la humanidad no es sólo la historia de la lucha de clases; es la historia del apoyo de las clases una con otra, una sobre otra, así en sus luchas como en sus dominaciones. Es la historia de la lenta adaptación de las sociedades, las clases y los individuos a las condiciones materiales de la historia, a la dominación histórica. La historia de la humanidad no es la historia de sus guerras; es ante todo la de sus paces, voluntarias o no. La revolución es apenas un memento, no la historia en sí. El materialista, con la ciencia de la historia, del progreso y de la industria, ve avances, productos, resultados, y quiere ignorar el complejo proceso de autoproducción que requiere cada nuevo objetivo y cada nuevo objeto de la historia. Ve los saltos y quiere producir un salto también. Quiere producir historia, producir un nuevo hartazgo. Echa a andar su máquina histórica e instruye a los obreros en su uso. En los beneficios de producir historia. Les muestra el organigrama. Les explica que la historia es de quien domina los medios de producción de la historia. Que si producen suficiente historia la maquinaria de producción de historia será propiedad de todos ellos. Que la historia produce dominación y que ellos pueden producir la suya propia y ejercerla sobre la historia misma. Que en la explotación que produce la producción de la historia se produce su propia liberación histórica. Que producir historia es apropiarse de ella. Que ellos serán los propietarios de toda la historia producida. Del beneficio histórico también. Que el progreso lo produce el obrero en la usina de la historia. Que la historia produce futuro. Que el futuro les pertenece. Que él es sólo el planificador de la producción. El organizador. El administrador. El rector. El ingeniero. El maquinista histórico en la era de la reproducción mecánica de la historia. ®