Con los brazos abiertos en cruz, María Margarita Cifuentes Delgadillo, orgullo nacional, recordó su pasado.
El primer recuerdo le mostró una foto familiar. En la imagen quedaba constancia de un feliz y maravilloso día de carne asada en el balneario. Al instante su memoria, vengativa, le enseñó el momento en que Juancho, su hermano, la arrojó a la alberca de los grandes. Su angustia por flotar y la desesperación al tragar agua eran más fuertes que el alivio que sintió cuando alguien la sacó de la alberca. Ese día, al tiempo que masticaba un trozo de arrachera marinada, decidió que aprendería a nadar.
También recordó la escuela de natación. El infierno acuático que pasó aprendiendo a flotar y la euforia de su madre cuando por fin, después de muchas sesiones, pudo mantener la cara arriba del agua. Recreó sus primeros largos sin flotadores y su pecho se hinchó de orgullo cuando se vio, completamente agotada, después de su primera vuelta a la alberca de cincuenta metros.
Dicen que el tiempo es relativo. Quizá por eso, y aunque en realidad sólo estaban pasando unos cuantos segundos, María Margarita tuvo tiempo de recordar las vacaciones del 87, cuando vio saltar por todo lo alto a un escuálido adolescente en la quebrada de Acapulco. Ese día tomó la decisión de ser clavadista. Su memoria, generosa, le hizo un fugaz recuento de sus primeros entrenamientos en el trampolín y de cómo, poco a poco, fue ganando metros en la plataforma.
Delante de sus ojos pasaron el profe Lucas, el masajista Rolón, el despido del profe bajo cargos de acoso sexual contra las atletas (ella estaba incluida en el expediente, pero todas las acusaciones resultaron ser falsas), la llegada de la señora Xiu Xiang como nueva entrenadora, el perfeccionamiento de la técnica, las primeras competiciones nacionales, la muerte de Juancho y su madre en un accidente automovilístico, las competencias internacionales, las medallas en los campeonatos mundiales. Una caída libre de recuerdos con epílogo en este momento: la final de la competencia en plataforma de diez metros femenil de los Juegos Olímpicos.
La decisión había sido tomada junto con la maestra Xiang: para cerrar, Cifuentes Delgadillo tiraría un clavado de tres y media vueltas hacia atrás con dos y medio giros, 3.4 grados de dificultad. Era el más complicado, sí, pero Xiang le había dicho, abriendo enormemente los ojos (que ya era mucho decir): “Si lo loglas, tú tenel el olo asegulado”.
Y ahí estaba.
Con los brazos abiertos en cruz.
Preparada para cerrar la competencia: era la última clavadista y conocía los resultados de las demás participantes.
La pantalla electrónica, que mostraba los resultados de las competidoras, la situaba en el quinto lugar, con la posibilidad de salir disparada hasta el primero.
Hasta el oro. Hasta la gloria.
María Delgadillo Cifuentes Delgadillo tomó aire.
Entrecerró los ojos.
Contó hasta tres.
Todavía no separaba por completo las puntas de los pies de la plataforma cuando en el lugar pasaron muchas cosas: la primera y más importante: un fanático hizo detonar un petardo y sacó una manta exigiendo la liberación del Tíbet.
La decisión había sido tomada junto con la maestra Xiang: para cerrar, Cifuentes Delgadillo tiraría un clavado de tres y media vueltas hacia atrás con dos y medio giros, 3.4 grados de dificultad. Era el más complicado, sí, pero Xiang le había dicho, abriendo enormemente los ojos (que ya era mucho decir): “Si lo loglas, tú tenel el olo asegulado”.
Esto motivó que tres de los cinco jueces se tiraran al suelo, temiendo que se tratara de un atentado terrorista. El número cuatro no se tiró, pero se distrajo del desarrollo de las piruetas de la clavadista porque uno de los que sí se lanzó al suelo le golpeó la rodilla derecha —que desde hacía tiempo le aquejaba con fuertes dolores. El quinto, con problemas severos de audición, no escuchó el petardazo. Pero se tuvo que agachar para rascarse el tobillo izquierdo y espantar el mosquito que, desde hacía rato, le estaba decorando de un rojo intenso la articulación.
En resumen: ninguno de los jueces vio el clavado.
Ajena a todo esto, María Margarita Cifuentes Delgadillo ejecutó el salto de su vida. Se sintió segura en cada giro, mantuvo la ubicación de la fosa, logró la vertical justo a tiempo y entró perfecta, apenas salpicando un poco de agua. Pero nada de esto quedó registrado en el video: por órdenes del gobierno local y siguiendo el manual (tajante en el tema de evitar a toda costa darle publicidad a los rijosos, so riesgo de terribles sanciones), todas las cámaras habían dejado de grabar en cuanto explotó el petardo. Por otra parte, la revisión de videos para rectificar o ratificar resultados no había sido aprobada por el Comité Internacional de Clavados, instancia encargada de regir las competencias.
A la clavadista no le daba el cuerpo para contener tanta ira: se deshizo los nudillos golpeando la base de la plataforma y casi se queda afónica cuando fue a gritonear a la mesa de los jueces. De nada sirvió: prácticos, los organizadores encontraron una solución: repetir el clavado.
Obvia decirlo: nada fue igual: el dolor de la mano le impidió realizar los giros adecuadamente y perdió el clavado casi inmediatamente después de salir de la plataforma. Acaso porque de verdad les pareció una ejecución muy mala o por los gritos que les acababan de dar (que en realidad no habían entendido porque ninguno hablaba español), los jueces pusieron las calificaciones más bajas no sólo de la jornada, sino de la historia.
Con una mano vendada, los brazos pegados al cuerpo y abrazada por la maestra Xiu Xiang, la clavadista salió de las instalaciones de la alberca olímpica por la puerta trasera.
No obstante, en su país, propenso siempre a la búsqueda de mártires víctimas de injusticias y adorador de ídolos fracasados, María Margarita Cifuentes Delgadillo continuó siendo orgullo nacional. ®