Al ver la exposición de Chilango sentí tristeza. Lo contemplado fue una repetición sin goce, sin planteamientos. Una urgencia por hacer “arte conceptual” aunque carezca de concepto. Esas piezas no aterrizan en ninguna tradición —mucho menos en la del pensamiento—; están inspiradas en la ocurrencia y pareciera que se conforman con la mirada despistada que pronto olvida lo visto.
Cuando veo piezas de arte contemporáneo que se conforman sin cuestionamientos intuyo lo aburrido que empieza a ser el presente. Observo los desechos que ya pasan inadvertidos de ciertas obras públicas “conceptuales” que han apostado por un presente que los ha condenado al envejecimiento prematuro (como John, personaje de la película The Hunger, interpretado por David Bowie), entonces me pregunto si “quince minutos de fama” —esos previstos por Andy Warhol— hoy son suficientes para el futuro.
Esto me cuestioné al observar cómo la exposición Señales que precederán al fin del mundo, en la que siete artistas expandían sus obras en distintas áreas públicas de la colonia Roma, en la Ciudad de México, se convertía en basura aun antes de tiempo.
Esta colectiva fue convocada por la revista Chilango, supongo que en su papel de “legitimador” de arte y contagiado por la tendencia internacional de gasificación del arte. Recordemos que actualmente los adjetivos favoritos de las mayorías provienen del mundo artístico: todo lo que nadie entiende es “conceptual” o “minimalista” (desde los floreros hasta las casas, los suéteres, no se diga el diseño).
Santiago Espinosa de los Monteros fue el curador de esta exposición, como escuché decir a unas pubertas, “conceptual”. Uno de los objetivos de esta segunda edición fue reconocer a los artistas “emergentes”, causa que personalmente me parece de mode: nunca entiendo qué es lo que los convocantes entienden por emergente: ¿joven, desconocido, no reconocido, en vías de desarrollo —hormonal y artístico— o qué? Y luego resulta que los participantes son cachirulos o muy sobados, pero no vistos por el dreamteam, ni el mainstream, mucho menos el powerstream. Me pregunto por qué no simplemente se lanza una convocatoria políticamente correcta, o sea: que no discrimine por edad, color, religión, ideología o trayectoria, y que se concentre en observar la fuerza de la pieza en sí. Supongo que en mi mundo ideal la calidad sí ocupa un lugar importante. Pero mi actitud, lo asumo, también es de mode. En fin, supongo que una de las intenciones curatoriales (por el nombre) es sumarse —desde un punto de vista irónico— a la profecía maya. No sé si los artistas también se adhirieron a ese viaje apocalíptico con fecha de caducidad o sólo dejaron fluir el desencanto posmoderno líricamente. Ninguna de las siete obras a simple vista (que es la única apreciación posible debido a su planteamiento) me pareció que hiciera referencia al fin del mundo. Tampoco ninguna me resultó apocalíptica (en el sentido de una tendencia artística internacional presente desde hace tiempo en obras como las novelas de Cormac McCarthy, que carecen de final feliz y exhiben la desesperanza total).
De primer impacto pensé que el tema era el narco. Hubo sobre todo dos piezas que emulaban más un discurso político que arte,1 pero lo que más me cuestionó no fue el tema ni la forma de abordarlos ni la necedad de ser “conceptual a toda costa”, sino el desdén por la calidad: desde el primer día era evidente que ninguna pieza lograría permanecer ni siquiera el mes de exhibición. Entiendo que se trataba de piezas efímeras, pero el concepto de arte efímero2 no implica el uso de malos materiales, sino una permanencia transitoria, una desaparición casi imperceptible debido, precisamente, a los materiales y soportes que, por lo mismo, deben ser elegidos y tratados sin traicionar la razón de ser de la obra. Esta carencia de origen es la que inmediatamente me aturdió. Sobre todo porque es evidente que los artistas seleccionados por Espinosa de los Monteros vienen más de los medios tradicionales (y no es una crítica, sino un hecho) y su manera de abordar soportes efímeros fue hecha desde su experiencia en la creación de obras permanentes. En este sentido, lejos de exhibir un “talento” se expone una deficiencia.
La pieza “Infinita tristeza”, de Antonio Gritón, constaba de telas negras colgadas en los árboles a lo largo de la calle Orizaba; de entrada el sentido transitorio de la obra sólo está dada en el montaje y desmontaje. Quizá si hubiera elegido materiales orgánicos otra historia sería, en cuanto a técnica; en cuanto a tema, ver ondeando telas negras mientras camino no me transmite tristeza ni idea apocalíptica alguna ni del fin del mundo, sino más bien de desperdicio: como cuando me topo al caminar con ropa tirada que nadie levanta. Esa pieza hace más referencia a los tenis colgados en los cables (como imagen popular ya arraigada en el imaginario colectivo chilango) que al tantas veces mal sobado arte conceptual. Asimismo, la pieza ganadora del artista Taniel Morales, “Delfín del mundo o colaterales”, que consiste en 60 mil figuras de unos siete centímetros, hechas de papel bond y pegadas a lo largo de 1.6 kilómetros —también en la calle de Orizaba—, como espectadora me habla más de una crítica a la guerra contra el narco que del fin de mundo, y también me confiesa que el autor no tiene idea de lo que es el arte efímero simplemente por el material elegido. Si bien la permanencia fue más que fugaz, en este sentido cumplía su naturaleza transitoria (pese a la propia intención, supongo, de ser vista durante un mes); aunque a la semana ya parecía basura.
Ambas piezas fueron más “interesantes” en su instalación: la de Morales inquietaba y atraía la atención, la gente se acercaba, preguntaba. Espero que haya grabado el proceso, el registro será, desde mi perspectiva, la obra completada con la imaginación de quien observe el video e imagine a los 60 mil muñequitos tomando las banquetas de la calle favorita del imaginante. La puesta de la pieza de Gritón puesta (que sí presencié) parecía más una producción de “algo”, un comercial, un video o, como escuché por ahí, “hasta un performance”; ojalá haya grabado la situación, las reacciones de la gente o la indiferencia. A la distancia, creo que me gustaría ver un video en el que se observa a unas personas trepadas en los árboles mientras al ras de la tierra nadie los mira. Mi pieza se titularía: “Indiferencia”.
“Luz final”, de Jordi Fontanet, es quizá la única pensada dentro de la tradición del arte efímero y la que temáticamente sí me traslada a una escena del fin del mundo. El artista colocó lucecitas brotantes en las alcantarillas, que nos llaman al inframundo o a un submundo que parece —éste sí— emerger. Lo mejor de la pieza es la sutileza, su estar casi imperceptible. Al contrario de “Marabunta motorizada”, de Yolanda Cabrera, que desde la instalación de las larguísimas calcomanía del rastro de una llanta parecía sólo mugre, restándole belleza a la fuente de la Plaza Luis Cabrera. Lo mismo sucede con “Contaminen sus camas y una noche serán sofocados por sus propios desechos”, de Yuri Aguilar, quien invadió la fuente del David, en la Plaza Río de Janeiro, de desechos plásticos —perdonen mi ignorancia, pero no encontré relación entre el nombre y la pieza.
“Arte en fuga”, de Barry Wolfryd, me resultó un mal pastiche inspirado en la imagen de la lata de sopa Campbells de Andy Wahrol, una escultura que no tiene nada de efímera. Por último, “La gran ola”, de Irene Dubrovsky, que según la cédula se trató de una relectura de la obra del artista japonés Katsushik Hokusai y que, según apunta el curador en la cédula, es “el aviso del desastre inminente en una ciudad alejada del mar, es como un vaticinio inevitable del desastre que vendrá”, únicamente subraya el desastre de un mal entendimiento de lo conceptual y pone en evidencia que los artistas —como ya lo mencioné— están atrapados en los medios tradicionales. Lección: el arte conceptual es más complejo de lo que los propios artistas suponen. No es para todos, y no está mal ni está bien, es una búsqueda personal que no puede copiarse ni que todos pueden hacer. Como diría mi abuelita: “De la moda, lo que te acomoda”.
Me pregunto por qué pareciera ser una obligación hacer piezas “conceptuales”. Para qué empeñarse en hacer lo que dicta el momento. Por qué replegarse a lo que suponemos que la superestructura determina como obra de arte.
Soy respetuosa del arte conceptual, sobre todo porque sus grandes hacedores me han enseñado que pensamiento y reflexión no están peleados con la técnica ni con la estética. Una idea puede ser no solamente hermosa, aunque sea terrible, sino provocativa, y puede también mover las entrañas. Una idea puede ser conmovedora y transgresora. Por eso al ver la exposición de Chilango sentí tristeza. Lo contemplado fue una repetición sin goce, sin planteamientos. Una urgencia por hacer “arte conceptual” aunque carezca de concepto. Esas piezas no aterrizan en ninguna tradición —mucho menos en la del pensamiento—; están inspiradas en la ocurrencia y pareciera que se conforman con la mirada despistada que pronto olvida lo visto, ninguna cosquillea la curiosidad ni invita a una lectura juguetona e inteligente, sino que las convierte inmediatamente en basura.
Me pregunto por qué pareciera ser una obligación hacer piezas “conceptuales”. Para qué empeñarse en hacer lo que dicta el momento. Por qué replegarse a lo que suponemos que la superestructura determina como obra de arte. Sé que algunos pensarán que yo qué sé, y no se trata de presumir credenciales que acrediten mi postura, sino de sentido común: una obra contundente lo es para el entendido y para el “analfabeto visual”. El primero lo podrá desentrañar conceptualmente y el otro lo podrá gozar en la mirada. Como las cascadas de Olafur Eliasson que caían en el puente Manhattan, en Nueva York. O la gravedad que transmiten las esculturas de Richard Serra o la fragilidad minimalista de las esferas de Anish Kapoor. Más allá de definiciones y significados, atrapan la mirada y no se olvidan; se entrometen en la memoria y ahí están sin explicaciones en una experiencia estética —simplemente—, ideológica o filosófica, pero se meten al alma y a la mente cuestionándonos lo que son en nosotros, tejiendo la experiencia de la mirada para generar un rizoma intelectual que como espectador me mueva no sólo en la emoción y en la estética, también en la inteligencia. Personalmente esto es lo que busco.
Esta exposición fue presentada paralelamente a la feria de arte contemporáneo de la Ciudad de México Zona MACO, en la que me sorprendió, más que el inconsciente colectivo de los artistas, las fórmulas asumidas en la creación de arte, como lo testimonian estas imágenes tomadas en dos galerías distintas, de dos artistas diferentes que parecen la misma idea. Imagen 1: artista Marine Hugonnier de la Max Wigram Gallery; imagen 2: Alessandro Balteco Yazbeck, de la galería Henrique Faria Fine arte. No cabe duda que al cliente lo que pida. Una delicia, tanto como la pintura de Gabriel Orozco exhibida en el stand de la Kurimanzuto, supongo que para una artista que rechaza la pintura, este cuadro hecho de puntitos que no es más que la escena de los avionazos del September 11th de 2001, es una burla («crítica») «a los lugares comunes de la pintura» o simplemente la constatación de que la gente compra un nombre (marca) y no una obra. Así es el mercado. Usted dirá.
Por fortuna, mi recorrido se vio recompensado con tres piezas: la de Anish Kapoor; unos delicados y humorísticos dibujos de Peter Callesen, “Little cut to the one” (2008) y “Like a Bird”, mera frescura ante un evento tan cool que resulta tieso. Por último, me merece una mención especial lo que yo considero una obra maestra: la tienda de la galería Quetzalli dentro del área expositora de las “grandes galerías”. Maestro Toledo, ¡bravo!, por su atrevimiento y contundencia a presentar una tiendita sin más con piezas de diseño utilitario hermosísimas que muestran lo evidente: el arte es una mercancía. ¡Llévelo, llévelo! ®
Notas
1 No porque el arte no pueda ser político; Vicente Razo es un artista que ha explorado esta vertiente de una manera aguda, inteligente, mordaz y contundente. Recomiendo ver su última serie —una belleza— de monografías, que en un majestuoso acto posmoderno copia las típicas monografías de papelería con las que crecimos —parece que aún se usan— pero de temas artísticos. Una crítica sutil y directa al sistema educativo mexicano.
2 Es aquella expresión artística creada sobre el concepto de fugacidad. El espíritu perecedero y transitorio subraya su no permanencia como su leiv motiv.
Carmen
Seguro que la muestra es malísima, pero tu artículo está peor.
Escribes con las patas. No sabes nada de arte y de literatura, menos.
La crítica que haces es periodismo mal hecho.
carla
No he visto la exposición y no la vería por el simple hecho de que lleva el mismo nombre de una novela de Yuri Herrera y según leo, no tienen nada en común, al parecer ni si quiera hace referencia al autor
Jorge
Miriam no entendiste: Si el arte “siempre” se adelanta, qué señales más claras quieres del fin del mundo que aquellas que son palmaria muestra de su decadencia
:P