Considerando que en Stalker el espectador se pierde en el interior del filme, es tentador proponer una hipótesis análoga: que la Zona es metáfora del cine, que puede cumplir deseos insospechados, y que el stalker, único guía en este laberinto, es el representante del director.
Stalker (1979, Andrei Tarkovski) es un filme complejo, largo y hermoso, del que podríamos hablar durante horas si nos detenemos en la novela de la que es adaptación (conocida en castellano como Picnic extraterrestre, de Arkadi y Boris Strugatski), en su postura hacia su contexto sociopolítico o en su rica simbología. Si algún día me atrevo a escribir un libro sobre los dos filmes de Tarkovski de ciencia ficción, sin duda me dedicaré a explorar la relación que hoy tenemos con todo ese material pensado para otra época y otra sociedad. Pero hoy estamos aquí para hablar de viajes y Stalker es el viaje más extremo que puede ofrecerse al espectador.
Tomando el mundo creado en la novela de los Strugatski, el filme nos presenta la Zona, un territorio que a partir del impacto de un objeto extraterrestre dejó de manifestar las leyes que la ciencia ha descubierto para el resto del planeta. La Zona es la región de lo imposible, donde las tropas (enviadas anticipando la posibilidad de una invasión) perecieron por razones desconocidas, los paisajes cambian de un momento a otro y la muerte acecha en lugares insospechados. Entre todas sus maravillas, la Zona cuenta con una habitación que cumple un deseo a quien logre llegar hasta allí. En la versión de Tarkovski (ésta es una diferencia sustancial con la novela) un stalker es un guía que conoce los peligros y que lleva hasta esa habitación mágica a quienes contratan sus servicios. Por el carácter ilegal de este paseo, quienes son guiados por el stalker en el filme sólo serán conocidos como el escritor y el profesor.
Durante la primera parte del filme, antes del ingreso a la Zona, la elección de planos está dentro de los cánones tradicionales: travelling que culmina en un plano situacional, plano detalle que se extiende a otro travelling que presenta a los personajes: la familia del stalker. El plano situacional tiene una función muy específica en el cine: que los espectadores puedan comprender las relaciones espaciales entre personajes y objetos que se mostrarán luego en planos más cortos. Así es como recorremos el hogar del stalker y el bar donde se encuentra con sus clientes. Sin embargo, la organización del espacio cambia cuando nos acercamos a la Zona. El principal aliado del plano situacional es el raccord de movimiento: si un personaje (un tren, un caballo o incluso la cámara) se mueve de izquierda a derecha, cuando llegue al límite el corte deberá mostrarlo moviéndose en la misma dirección o si ha cambiado de dirección deberá observarse dentro del plano un objeto que muestra la continuidad entre una toma y otra. Ésta es una convención que directores como Yasujirô Ozu a veces eligen evitar, en una reflexión sobre el propio lenguaje. Pero en Stalker la transgresión constante del raccord comienza cuando los personajes se preparan para ingresar a la Zona, cuyo acceso es custodiado por el ejército: el camino se convierte en un laberinto para el espectador que casi no tiene puntos de referencia. Una vez que los disparos quedan atrás se suceden los primeros planos de los personajes que, consternados por una violencia a la que (es evidente) no están acostumbrados, se acercan a la Zona en monorriel. Son imágenes largas, angustiosas, que se vuelven casi hipnóticas gracias al movimiento de la cámara (fija con respecto a los personajes pero en un travelling con respecto al paisaje) y los sonidos rítmicos del recorrido por la vía y de lo que creo que son cables en tensión. De pronto la imagen que había sido monocromática toma color y del travelling pasamos a un plano fijo y general de un paisaje. El cambio es evidente, estamos en la Zona, pero es difícil recordar qué fue lo último que vimos antes de entrar.
Considerando que en Stalker el espectador se pierde en el interior del filme, es tentador proponer una hipótesis análoga: que la Zona es metáfora del cine, que puede cumplir deseos insospechados, y que el stalker, único guía en este laberinto, es el representante del director.
Esta entrada a la Zona es representativa de lo que ocurrirá durante todo el recorrido: el escritor, el profesor y el espectador están perdidos, el único que conoce el camino es el stalker. Si compartimos con los personajes la desorientación, pronto compartimos algo más. Las miradas al principio son equívocas, el stalker parece hablar con el escritor pero su mirada se dirige a la cámara, con una media sonrisa, para luego apartarse. Cuando, agotados, los personajes se recuestan y se quedan dormidos, la cámara muestra en detalle los objetos que se esconden bajo el agua de un arroyo y oímos la voz de la mujer del stalker que cuenta una historia que podría asemejarse a un mito. De todas estas imágenes, entre las que vuelve a colarse lo monocromático, no sabemos qué es real y qué es sueño, pero así son las cosas aquí: el espectador ha ingresado a la Zona. La confirmación la tenemos en cuanto los personajes despiertan y, en primeros planos de sus rostros, miran directamente a cámara: reconocen nuestra presencia. Luego tanto el escritor como la mujer del stalker hablarán al espectador, pero eso es sólo la culminación de un proceso que a través de imágenes y sonidos nos ha sustraído a un mundo de ficción.
En otra oportunidad, al hablar sobre Solaris (el otro filme de ciencia ficción de Tarkovski) propuse la siguiente hipótesis: el misterioso océano extraterrestre que da nombre al filme y que ofrece a los personajes el dudoso regalo de volver carne a los personajes que se ocultan en su mente y sus sueños (si nos ponemos psicoanalíticos podríamos decir “en su inconsciente”), ese océano, decía, funciona como metáfora del cine, que también nos atrapa con nuestros sueños y pesadillas. Considerando que en Stalker el espectador se pierde en el interior del filme, es tentador proponer una hipótesis análoga: que la Zona es metáfora del cine, que puede cumplir deseos insospechados, y que el stalker, único guía en este laberinto, es el representante del director. Soy propensa a dejarme atrapar por las tentaciones, así que los invito a aceptar esta hipótesis pero con una condición: no podemos identificar al stalker con el director ni con el grupo de guionistas, ya que su detractor, el escritor, demuestra ser un oponente digno que incluso puede considerarse vencedor. Es decir que el escritor también es vocero del pensamiento expresado en el filme. Además debo poner otra objeción a nuestra hipótesis: no todo el cine logra sumergirnos en algo análogo a la Zona, es decir, un mundo sin certezas, sin coordenadas, y del que volvemos agotados, sucios y diferentes de quienes éramos cuando partimos.
Al principio de esta serie de artículos propuse tres elementos del cine de viajes: el desplazamiento geográfico, la incomodidad y el no encontrar aquello que se buscaba. Señalé que en ciertos filmes esto no sólo describe la experiencia de los personajes sino también del espectador con respecto al filme. Creo que Stalker es el ejemplar extremo del cine de viajes. Si comenzamos con el ejemplo de Viaje en Italia para definir nuestros criterios de selección, debemos terminar con Stalker porque sintetiza en una metáfora éstos y tantos otros filmes que podríamos agregar a nuestra lista.
Creo que sé lo que algunos lectores están pensando: desde otro punto de vista el viaje último, el definitivo, no es el que nos lleva al interior de la ficción sino el que el caballero y los actores ambulantes recorren bajo la mirada amorosa de Ingmar Bergman en El séptimo sello. Por eso, desde el mes que viene vamos a hablar de cómo representa el cine nuestro destino inevitable. ®