No, no se trata del supuesto “fraude” del PRI contra el candidato de las izquierdas, sino del fraude que cometen todos los partidos contra la democracia. Una democracia simulada que no es otra cosa más que el reparto de poder, dinero y privilegios.
Y volver, volver, voooooolver, a tus labios otra vez…
—Fernando Z. Maldonado
2 de julio del 2012: El despertar
Los mexicanos se despertaron el 2 de julio de este año con la buena nueva de que el famoso cuento de Tito Monterroso1 se reencarnaba con la vigencia de los oráculos incontestables: en efecto, el obstinado dinosaurio no sólo estaba ahí, sino que tranquilamente empolvaba su nariz para sonreír a las cámaras. Al parecer nuestra excelsa democracia nos devuelve, después de un entremés, un gobierno con los colores y virtudes del partido que durante siete décadas nos enseñó que “políticas públicas” y “justicia social” son conceptos equiparables a los de corrupción, cinismo y complicidad. Por lo demás, pese al dramatismo, el cambio no es tan radical. Durante los doce años de gobierno del partido que consumó la “alternancia” los mexicanos aprendimos que más allá de su tono conservador y reaccionario, el Partido Acción nacional (PAN) tiene talento para alternar sobre todo la banalidad, la irresponsabilidad y el autoritarismo de cuño propio. Por otro lado, en el momento de escribir esto se encuentra en proceso la impugnación de las elecciones presidenciales por parte de una coalición auto-denominada “las izquierdas”. Interesante apelativo para resaltar el pluralismo. Es una lástima que la principal estrategia de pluralidad en estas corrientes “progresistas” consistiera en la plural exclusión de cualquiera cuya perspectiva implicara criticar la candidatura de Andrés Manuel López Obrador. Es decir, sólo se es plural y democrático en la medida en que se coincide con la misma pluralidad que postula al candidato; de otra forma se puede ser fascista, reaccionario, extremista, purista, sectario, pero jamás democrático o plural.
Democracia mexicana: democracia virginal
Así pues, el panorama político de México parece estar signado por el eterno retorno de los mexicanos a los labios del autoritarismo. En un golpe de boomerang las virtudes de nuestra democracia nos han llevado a un punto que muchos consideran una regresión en nuestro avance democrático. Sin embargo, la democracia mexicana —sus árbitros, sus jueces, sus partidos, sus gobiernos locales y federales, sus ámbitos de deliberación social― no carecen de defensores. El consejero presidente del Instituto Federal Electoral (IFE), Leonardo Valdés Zurita, haciendo gala de una fina dosis de humor e ironía, nos espetaba el mismo 1 de julio del 2012: “México tuvo una jornada electoral ejemplar, participativa, pacífica y realmente excepcional. Hoy vivimos la democracia con absoluta normalidad y tranquilidad; hemos consolidado nuestra democracia electoral”. Como vemos, nuestras autoridades están empeñadas en convencernos de que aunque la democracia mexicana no es un sistema perfecto (pues la modestia es una virtud que no debemos perder), sí que es un sistema loable y efectivo en su capacidad para efectuar elecciones impolutas, de limpidez equiparable a las almas de los neonatos y perfectamente capaces de llevar la voluntad política del pueblo a los órganos de gobierno.
La política del universo cerrado
Aunque menos explícitas, existen muchas más muestras de defensa de esta cultura política y democrática. La propaganda con que se inunda a la sociedad mexicana en el periodo anterior a las elecciones, las campañas de educación cívica en las escuelas y la defensa a ultranza en los medios de comunicación de los valores democráticos ―tolerancia, pluralidad, respeto a las instituciones jurídicas y al Estado de derecho― forman parte de un esquema de adoctrinación que lleva varias décadas de campaña no sólo en nuestro país sino en el mundo entero. En este discurso la “política” no sólo indica los mecanismos para llevar a cabo procedimientos electorales funcionales, sino que, como sugiere Marcuse,2 define y cierra el significado del concepto de democracia y de política a esos procedimientos y valores funcionales, que se imponen desde un sistema capitalista que incluye al mismo aparato electoral.
La política y la democracia quedan así reducidas a la dinámica electoral con que los partidos confeccionan sus estrategias y los gobiernos gestionan los puestos de poder. En este contexto se vuelven vitales los actos de determinar cuantitativamente la realidad y consolidar alianzas estratégicas.
El resultado es que esta doctrina termina por no circunscribirse a las dinámicas de las instituciones encargadas de hacer funcionar los procedimientos de elección de los representantes, a los anuncios del IFE y a las propagandas de los partidos, sino que se expande a lo que la gente piensa sobre la idea misma de política y democracia. En este universo cerrado amplias capas de la sociedad terminan por excluir a cualquier otro tipo de política que se aleje de ese patrón. De hecho cualquier otro significado de política se vuelve no sólo objetable sino impensable; acaso, con suerte, censurable.
Medir el mundo de la necesidad y negociar el mundo de la realidad
La política y la democracia quedan así reducidas a la dinámica electoral con que los partidos confeccionan sus estrategias y los gobiernos gestionan los puestos de poder. En este contexto se vuelven vitales los actos de determinar cuantitativamente la realidad y consolidar alianzas estratégicas. En el reino de la numerología y la estadística se nos dice directa o indirectamente que para la política lo único que existe es la economía: índices cuantificables como los de pobreza, inflación o desarrollo económico deben normar cualquier idea de política. La obsesión por la cuantificación lleva a los partidos y gobiernos a elaborar sofisticadas encuestas y estudios para saber de qué forma satisfacer a los gobernados. Así la tiranía de la cuantificación trasciende en mucho el conteo de los votos y abarca todos los aspectos de la política. La sociedad se concibe bajo fundamentos de una supuesta objetividad científica que en su neutralidad describe las dinámicas del mercado. La política a lo sumo se limita a definir de manera objetiva si ese mercado debe autorregularse o debe ser sujeto de regulación estatal. Por otro lado, los políticos dedican enormes esfuerzos a consolidar las alianzas necesarias que les permitan acceder al poder por medio del triunfo electoral. Las operaciones políticas caen indefectiblemente en el reino de la negociación de cuotas de poder, la cooptación económica o el acuerdo con actores sociales que hasta el momento se les describía como acérrimos antagonistas.
La política y la democracia se convierten así en actividades, en última instancia, pragmáticas y no conocen de compromisos con ideas de justicia o libertad. Estas palabras se vuelven sólo lejanos referentes que se subordinan al imperativo de la ganancia de votos y la aprobación de los gobernados. Lo que importa en este tipo de política es que esté apegada a lo que podemos medir en la realidad y a la ejecución puntual de las medidas necesarias para llegar o mantenerse en el poder: los discursos, los compromisos políticos, los postulados ideológicos salen sobrando. La ética se concibe como ese ornamento que permite el ejercicio del poder “haiga sido como haiga sido” y sin pensar demasiado si los medios son absolutamente contrarios a los fines que se persiguen.
El simulacro
El resultado es un fraude en el que las instituciones se llenan la boca con la defensa de valores que sólo se conciben formal o jurídicamente, pero que no tienen significado concreto en la vida de la comunidad. De esta forma el Estado de derecho, la libertad, la democracia o la justicia no pasan de ser bonitas abstracciones por las cuales luchar, aunque rara vez se les viva en la vida diaria. De hecho cuando se invoca estos conceptos normalmente se hace para censurar o reprimir a todo aquel que se proponga un nuevo significado no contemplado en este aparato ideológico.
Sin embargo, más allá de su impostura jurídica, con una legislación electoral hecha para beneficiar no a la democracia sino a los bolsillos de las burocracias partidarias, unas instituciones determinadas por la misma clase política cuya acción pretenden regular, y unos medios de comunicación con la capacidad de manipular, crear o demoler a políticos e instituciones por igual, el fraude de la democracia mexicana es un ejemplo de perfección difícilmente superable. No está de más recordar que en este contexto de simulación ninguno de los partidos políticos está exento del corporativismo, el clientelismo, el borreguismo, el oscuro tráfico de influencias y dinero, el autoritarismo, el poco compromiso con la transparencia y la rendición de cuentas, el acarreo permanente de personas para llenar las plazas públicas, el uso de los recursos gubernamentales para incidir en las elecciones y los acuerdos impensables basados en intereses nunca declarados. En el fondo y también en la superficie la democracia mexicana no pasa de ser un simulacro grotesco de política.
Campañas políticas: un caso para Borges
La calidad discursiva de las campañas políticas en México asemeja más a la materia prima de una “historia universal de la fetidez” si algún émulo de Borges tuviera el estómago para emprenderla. Muestras de lo anterior se encuentran por doquier. Por ejemplo, los medios de información, las autoridades electorales, los grupos de apoyo de todos los candidatos e incluso el movimiento #YoSoy132 insistieron durante meses en que los votantes deberían concentrar su atención en las propuestas y evaluar las diferencias en las plataformas políticas. Denominaron a esta acción de masoquismo “voto razonado”. Todos aquellos cuya obsesión enfermiza llevó a leer las propuestas con un mínimo de actitud crítica saben que enunciados tan originales y detallados como “mejorar la educación”, “erradicar la violencia y la pobreza” compitieron en sofisticación, especificidad y coherencia con propuestas tan realistas como colocar el primer mexicano en nuestra galaxia vecina Andrómeda. Baste mencionar que Arena Electoral, una asociación que se empeñó en agrupar a más de 150 expertos de diversas áreas para dar una evaluación cuantitativa y detallada de las denominadas propuestas, arrojó un resultado que no por ser esperable resultó menos desesperante. En una escala del 0 al 10 todas las propuestas evaluadas de manera global rondaban el umbral de reprobación, y lo que es más importante, un análisis estadístico mínimo muestra que las propuestas de los candidatos eran indistinguibles unas de otras; es decir, todas eran igual de malas.3 En concreto, pedir a los votantes que examinaran las propuestas para emitir un “voto razonado” era equivalente a pedir que distinguieran la consistencia y grado de fluidez entre las flatulencias etéreas de catorce niños bajo un ataque agudo de diarrea.
Todos aquellos cuya obsesión enfermiza llevó a leer las propuestas con un mínimo de actitud crítica saben que enunciados tan originales y detallados como “mejorar la educación”, “erradicar la violencia y la pobreza” compitieron en sofisticación, especificidad y coherencia con propuestas tan realistas como colocar el primer mexicano en nuestra galaxia vecina Andrómeda.
Además, a estas alturas queda claro cuál es la función de ese discurso de supuesta objetividad y devoción a la realidad cuantificable. Queda claro, por ejemplo, que con las apropiadas herramientas científicas la tecnocracia gubernamental puede “demostrar” que problemas como la pobreza y la violencia disminuyen gracias a su gestión política. Nunca ha sido difícil encontrar un modelo estadístico que “demuestre” que millones de personas ganan unos cuantos centavos de dólar más y, con ello, saltan milagrosamente de la categoría de pobreza extrema a la de la pobreza a secas, aunque una y otra sean igualmente miserables. Con respecto a las campañas políticas, es evidente que el valor que tuvieron todas las encuestas es fundamentalmente propagandístico y lejano a cualquier narrativa seria de la preferencia electoral. En efecto, no hay que equivocarnos: pretender describir una variable tan compleja como la preferencia electoral es un objetivo ambicioso y controvertido desde el punto de vista metodológico y epistemológico; pero ese objetivo nada tiene que ver con la importancia que se les da a las encuestas en los medios. Como Pierre Bourdieu ya lo señalaba,4 la atención que se les dedica a las encuestas en los medios sólo se explica por el valor que tienen para imponer la idea de que la opinión publica apoya la problemática expresada en las encuestas y en última instancia sostenida por el grupo particular que realiza la encuesta. De lo que podemos concluir que el verdadero uso de las encuestas electorales es consolidar la idea de que la opinión pública apoya a la democracia electoral, y en casos particulares que un porcentaje determinado de esa opinión pública apoya a tal o cual candidato. Esto último tiene como objetivo incidir en la voluntad de los electores indecisos. Cómo Bourdieu lo dice explícitamente, todo esto es un artificio: no hay nada más inadecuado para expresar el parecer de la sociedad con respecto a un tema político que un porcentaje. Así que el verdadero uso de las encuestas es legitimar los discursos de las instituciones electorales y los partidos políticos que son, por supuesto, los más interesados en hacer encuestas.
Pero quizá la mayor muestra de temple y coherencia de nuestro sistema democrático la dieron nuestros partidos políticos el mismo día de las pasadas elecciones. La añeja práctica de la coacción y la compra del voto invadió como marea varios estados de la república. Según los números de Alianza Cívica,5 este ejercicio heterodoxo de proselitismo político no fue prerrogativa de un partido en especial: un poco menos de la tercera parte de los votantes (28.4%) fueron presionados para que votaran a favor del PRI-PVEM (71%), PAN (17%), PRD (9%) y Panal (3%). Parece que en éste y muchos otros casos arrojar la primera piedra sería la mejor garantía para morir lapidado.
Desafortunadamente la precariedad de esta cultura política no se encuentra sólo en las instituciones. Como fue evidente en las pasadas elecciones, la discusión política ―no sólo la patrocinada por los partidos políticos, sino la ejercida por la mayor parte de los ciudadanos― no razona por análisis y rigurosidad intelectual sino por generalidades relacionadas con su fin proselitista. El resultado es que durante los procesos electorales abundaron las ponderaciones hagiográficas de los candidatos, los videos en YouTube con generalidades de una elementalidad vergonzante, los artículos de defensa a ultranza, los documentos falsos circulando en internet, las ofensas e insultos sin ingenio, las mentiras francas, las imprecisiones calculadas, las maniobras hechas provocación y la eterna estrategia de utilizar raseros distintos para criticar a los otros candidatos y hacerse de la vista gorda con las inconsecuencias del propio. El resultado es una suerte de ortodoxia en la que cualquier crítica a alguno de los candidatos se convirtió con premura en causa inmediata de linchamiento; cualquier duda fue callada por el estruendo de los aplausos o los abucheos; cualquier intento de profundidad intelectual fue castigado con el descrédito o, en el mejor de los casos, con una tolerancia y respeto que cristaliza no otra cosa que el aislamiento y la indiferencia instrumentada desde las esferas del autoritarismo partidario. Al final, esta forma de entender la política se basa en un principio de profunda exclusión y de hecho termina por excluir no sólo a sus oponentes electorales, sino que incluso condena y descalifica automáticamente a todo aquel que con algún gesto se niega a participar en la política electoral: ¡O votas o te callas!¡Voto nulo; protesta nula!¡Abstenerse es votar por el PRI!
Amén. ¡Bendita seas democracia! ¡Siempre trabajando por el bien de México!
En conclusión, la democracia electoral que se vive en México no es ni si quiera el lindo ornamento espiritual de bajo calibre con que presumen los países ricos su avance civilizador, en medio de la crisis mundial producida por esa misma democracia. En el caso particular de México esa democracia, además de ser tanto o mucho más ineficaz que en el resto de los países, susstituye la discusión política por el griterío, la batahola, el sinsentido y el vómito de opiniones con que se reviste el simulacro de política.
Badiou o la política como verdad
Todo esto termina por asquear tanto al ciudadano atento a los tinglados del poder como al desencantado y desdeñoso de la política electoral. A la larga los integrantes de la comunidad acaban absolutamente hartos de un discurso que sienten igual de relevante que las discusiones entre las porras de diferentes equipos de futbol. Catarsis de fin de semana que poco tienen que ver con el agobio de la vida cotidiana. Pasadas las elecciones o eventos similares se regresa al trabajo, a la escuela, al parque y a la vida precaria a la que estamos destinados más allá del ejercicio de poder que se nos impone desde las instancias gubernamentales.
Por fortuna, la política electoral no es necesariamente la única y por supuesto no es la mejor forma de entender la política. De hecho, para algunas de las mentes más lúcidas de este siglo renunciar a la democracia electoral no es cerrar los caminos de la política, sino un requisito indispensable para abrir un horizonte de verdadera política. Una de esas mentes es Alain Badiou, uno de los filósofos más importantes de la actualidad. Para este filósofo francés la política debe entenderse como un proceso en el que, a diferencia de un simulacro, se crean verdades que le dan sentido a palabras como justicia o democracia en una comunidad concreta. Las elecciones en esta perspectiva no son política sino mecanismos de gestión de puestos de poder entre algunos privilegiados; el gobierno no es otra cosa que la institución que asume el ejercicio de poder pero no de la política. Así que la idea de que renunciar a la democracia electoral es autocastigarse o marginarse de la vida política —como muchas veces han argumentado los críticos del abstencionismo electoral y el voto nulo— pierde sentido: la abstención no es autocastigo porque no se espera nada de la política electoral independientemente del partido ganador; no hay automarginación porque los sujetos se concentran en formas de política que sí ofrecen un horizonte de justicia, igualdad y libertad.
Si bien es cierto que quizá el propio ejercicio electoral nunca fue una alternativa real de lucha democrática, su impugnación y rechazo sí que lo puede ser: no como la defensa de un partido cómplice, sino como una expresión de rechazo por parte de los sujetos a un simulacro de democracia que se escuda en los procedimientos efectivos para esconder su grotesca cara de inoperancia y corrupción.
La política para Badiou es un caso particular de varios tipos de procesos de verdad que nos dan sentido como “sujetos”. Sin embargo, en esta filosofía el mero individuo no es un “sujeto”. Un individuo es un “alguien” con un potencial no desplegado hasta no verse inmerso en un cambio que modifica radicalmente la estructura de su vida. A este tipo de transformaciones Badiou las llama “acontecimientos”. Algunos ejemplos de acontecimientos son: cuando el evento del amor transgrede enteramente la vida de alguien, cuando un grupo de militantes genera un movimiento de emancipación contra una situación inaguantable, cuando un científico percibe en su trabajo la inminencia de una nueva teoría o cuando un artista sospecha en su obra la fuerza que quebranta y sublima a los seres humanos. Como es evidente para Badiou, la política, como todo proceso de verdad, es esencialmente un acto creativo y comparte muchas características con el amor, el arte y la ciencia. Un hombre o una mujer sin esos procesos no son más que su materialidad animal, absolutamente equiparables a un escarabajo o un canario. Esto no significa que todos debamos ser políticos, científicos o artistas; el placer de la experiencia artística, la portentosa inquietud del conocimiento adquirido, el ardor del amor, la audacia de una acción colectiva, la creación en suma es accesible para todos. Sólo a través de los acontecimientos los individuos se configuran en sujetos, crean verdades y se alejan de su continuidad animal, de su cotidianidad anodina, de su parsimonia vacuna.
Durante el acontecimiento se crean verdades que dependen absolutamente de los afectos, empeños y aficiones del sujeto en la situación concreta en la que se encuentra. Sin embargo, la “verdad” —un concepto clave en la filosofía de Badiou— debe entenderse apropiadamente. Una verdad no es un conjunto de conceptos abstractos y definidos idealmente de antemano que permite discriminar lo real y lo irreal; sancionar lo correcto y lo errado; estipular lo bueno y lo malo. Una verdad, en el sentido badiouano, no existe más que en el proceso en que se recrea en enunciados, en símbolos, en imágenes y en dinámicas que emergen cuando el ser humano se atreve a transformar el curso cotidiano de su existencia. Los sujetos al estar inmersos en un acontecimiento político no sólo crean continuamente verdades, sino que se conducen con un “interés desinteresado” radicalmente alejado del pragmatismo y la utilidad realista tan frecuente en el ambiente de la negociación del poder establecido. Los sujetos, manifestantes por ejemplo, están dispuestos a marchar por horas, aunque todo mundo les diga que es inútil o estúpido hacerlo; los obreros se aferran a sus peticiones y sus barricadas aunque la junta de conciliación y arbitraje declare ilegal su huelga; las mujeres se niegan a prostituir su sexualidad en el trabajo o en el hogar aunque se les insista, amenace o presione bajo el argumento “realista” de las ventajas de hacerlo; las prostitutas se niegan a ser consideradas escoria social que puede ser desechada a voluntad aunque sus clientes, la autoridad o las sociedades de la decencia les escupan a la cara la “realidad innoble” de su profesión; los pueblos indígenas defienden —de la ambición de la industria minera, por ejemplo— el lugar que por siglos le ha dado sentido a su comunidad, aunque el mundo se burle de sus dioses y tradiciones; las víctimas, los hombres, las mujeres, los inmigrantes se niegan a ser objeto de una violencia instrumentada por la criminalidad y el Estado, aunque les recuerden en todo momento la irreparable realidad de sus muertos y la supuesta necesidad de los “daños colaterales”.
La política que nos ofrece Badiou está cimentada en la realidad de las situaciones concretas de cada sujeto. Depende de la realidad, es cierto, pero al mismo tiempo trasciende la propia realidad para anclarse en un ideal que se expresa en tantas formas como políticas de emancipación existan. En esta política no hay un universo cerrado que prescriba las formas “adecuadas” o “correctas” de hacer política, sino que cada colectivo de sujetos decide sus propias estrategias de creación de verdad, y la consistencia de su política depende únicamente de la capacidad que tengan de ser fieles a la política que ellos mismos crean. Pero la fidelidad de la que habla Badiou nada tiene que ver con la adhesión acrítica e inflexible. Si la esencia misma de la política es su capacidad de permanente transformación, la política como verdad debe asumir el acontecimiento y, al mismo tiempo, rechazar la ortodoxia y la burocratización. No hay nada que descalifique de antemano alguna forma específica de hacer política en la medida en que ésta se mantiene como un permanente proceso de creación, y que responde a las situaciones particulares de cada colectivo, y no a la voluntad estática e impuesta de algún candidato, de las instituciones, del Estado o de alguna burocracia partidaria.
El resultado es que para Badiou la política posible es accesible para todos; no se circunscribe a un grupo de privilegiados ni a la acción en un grupo de instituciones que la mayor parte de las veces se encargan de diluir u obstaculizar cualquier intento de política. Para Badiou, más allá de la realidad objetiva, lo que importa en política es cómo los sujetos a partir de las arenas de la imposibilidad prueban nuevos caminos de posibilidad.
La política de lo posible
Los defensores de la política electoral, independientemente de sus tendencias ideológicas, comparten un grito de batalla: “Hay que ser realistas”. La mayor parte de ellos argumentan que la lucha por el poder entre distintos actores políticos responde a la objetiva necesidad de administrar la sociedad. Los científicos sociales de corte liberal argumentan que esas luchas generan los equilibrios de poder necesarios para exorcizar cualquier tentativa de totalitarismo. Los cínicos, de uno u otro gremio, aducen que la política electoral en México es un exacto reflejo de la realidad de su pueblo: ¡Cada pueblo tiene el gobierno que se merece! El pueblo mexicano, dada su idiosincrasia, su mediocre realidad espiritual y ética, merece la política lamentable que vive. Nada de esto es verdad. Como veremos, el hombre admite el propio asesinato de la política en cuanto acepta como ley natural la imposición de lo estrictamente real y posible, del juicio de lo necesario, de la gestión de poderes y el devenir reglado como única forma de política.
La política electoral en México ha derivado en un sistema en el cual una élite, lejos de administrar el poder y los recursos para bien de la comunidad misma, los explota para beneficiar los intereses de una minoría. En este sentido la idea de que la “democracia es un mal necesario” para administrar la sociedad está más cerca de un discurso interesado en la perpetuación del sistema que en su defensa instrumental para desplegar políticas verdaderas.
Por otro lado, como apunta correctamente Marcuse, el totalitarismo no sólo es “una coordinación política terrorista de la sociedad, sino también una coordinación técnico-económica no-terrorista que opera a través de la manipulación de las necesidades por intereses creados, impidiendo por lo tanto el surgimiento de una oposición efectiva contra el todo”. De manera más concreta Marcuse nos aclara: “No sólo una forma específica de gobierno o gobierno de partido hace posible el totalitarismo, sino también un sistema específico de producción y distribución que puede muy bien ser compatible con un ‘pluralismo’ de partidos, periódicos, ‘poderes compensatorios’, etc.”6 Como vemos, el totalitarismo puede convivir perfectamente codo a codo con la democracia electoral.
Finalmente, el argumento de que el pueblo mexicano tiene el gobierno que se merece es absolutamente insostenible. La política nunca ha podido basarse en la mera verificación de la realidad —sea ésta buena o mala— de una comunidad, pueblo o sociedad, porque al hacerlo se queda anclada al ámbito de lo real. Toda política, incluso todo simulacro de política, apela a enunciados de potencialidad: al futuro que —aunque no se pueda verificar en el momento en que se propone la política— se vislumbra o promete mejor que el presente.
En efecto, una verdadera política apunta potencialmente a la justicia, a la erradicación de la violencia, a la emancipación de los individuos de su condición de opresión. Sin embargo, la simple verificación de la realidad no arroja en sí misma ninguna luz o espacio en el cual desplegar la política de cualquier sociedad. En el caso particular, la realidad mexicana es precisamente la imposibilidad de la política como justicia o libertad. Evidencias de esa imposibilidad sobran. Baste echar un ojo a nuestro sistema de justicia, a nuestra podredumbre educativa o a la ortodoxia y corrupción de nuestros partidos políticos para darnos cuenta de que poco hay en esa realidad que pueda articular una política de libertad y justicia. Además, es claro que no existe política en el simple hecho de acumular las realidades de los individuos, ponerlos bajo un mismo techo y propiciar que intercambien opiniones y puestos de poder. Ahí tenemos nuestras cámaras legislativas y nuestros partidos políticos: lugares en donde es más fácil encontrar un convenio para explotar injustamente amplias poblaciones de México que un principio de justicia. La política posible no está ahí. Esa política parlamentaria no es más que el reino de la rapiña y el consenso comercial, la gestión de poder, la repartición de las agrupaciones y las instituciones desde las que se administra la violencia laboral, militar y social.
¿Significa esto que la política es imposible? No precisamente. Lo que significa es que la política no puede fundamentarse en una supuesta realidad objetiva que podemos estudiar con la neutralidad del discurso científico. Esa objetividad que tecnócratas y marxistas se han empeñado tanto en medir para justificar la evolución de las sociedades por las fuerzas macroeconómicas o la lucha de clases. Argumentos igualmente olvidadizos de que la política se centra en los sujetos que la hacen; en cómo se comprenden esos sujetos en situaciones concretas e inéditas y en qué elementos intervienen para que esos sujetos decidan organizarse con una fuerza que reside en ellos, pero también en un exceso de ellos. De esta forma, ninguna pretensión de cuantificar o medir la realidad científicamente es capaz de dar cuenta de la política. En vano se empeñan los economistas para determinar las condiciones de acción de los individuos por medio de una objetividad siempre engañosa. Una dimensión basada en los ideales compartidos de los sujetos y que se sustrae a las dinámicas económicas es lo que da cuenta de sus acciones políticas. Consecuentemente, la política sólo es posible una vez que es liberada de la tiranía de los números, de la opresión de los sujetos por lo numerable: número de votantes, número de manifestantes, número de huelguistas, número de encuestas, etcétera.
Igualmente, es claro que entender la política a partir de lo cuantificable, de la numeralia de la realidad objetiva convertida en institución, promueve un discurso en que todo continúa en el mismo estado de injusticia y opresión. Si se sigue esa lógica de la realidad se tendría que afirmar, por ejemplo, que Peña Nieto, al ganar en unas elecciones llenas de irregularidades pero finalmente amparadas por el sistema jurídico que las produce, llegaría al gobierno bajo el amparo de un proceso “políticamente democrático”. Es necesario rechazar las falacias de un simulacro de política por más que se les defienda con el argumento de una realidad objetiva y cuantificable: no hay nada de político ni de democrático en la victoria de Enrique Peña Nieto, aunque los votos se hallan contado minuciosa y correctamente.
La verdad es que la única política posible es ese espacio desplegado más allá del reparto de las opresiones reales y de los poderes objetivos. Para la política de lo posible la imposibilidad objetiva es absolutamente irrelevante, como para los enamorados es absolutamente irrelevante que se puedan verificar decenas o miles de objeciones que cuestionen la posibilidad misma del amor. Por supuesto, este tipo de política es utópica. Empero, como diría Oscar Wilde,7 “Un mapa del mundo que no incluya Utopía no merece ni mirarse pues deja fuera el país en el que la Humanidad está siempre desembarcando”. Como hemos visto, también se puede argumentar que esta política es imposible. Imposibilidad que, por otro lado, no ha impedido que los zapatistas, los wixárikas, las mujeres, los estudiantes, los trabajadores y muchos más hagan la política posible en nuestro país. En ese sentido quizá sea mejor decir que la política de lo posible se basa precisamente en el hecho mismo de su imposibilidad. O mejor dicho, que la política de lo posible es aquella que afirma infinitos posibles a partir de los despojos de la imposibilidad.
Un corolario necesario del presente ensayo es que en el caso particular de México, el fraude no nació el 2 de julio de 2012, ni siquiera el día que comenzaron las campañas. La verdad es que el fraude siempre estuvo ahí. De él participaron no sólo la realidad objetiva del descaro de la compra y coacción de votos en marcha desde hace meses, sino la complicidad de todos los partidos que negociaron el consejo ejecutivo del instituto federal y la legislación electoral para privilegiar sus parcelas de poder sobre la equidad de las elecciones. Si bien es cierto que quizá el propio ejercicio electoral nunca fue una alternativa real de lucha democrática, su impugnación y rechazo sí que lo puede ser: no como la defensa de un partido cómplice, sino como una expresión de rechazo por parte de los sujetos a un simulacro de democracia que se escuda en los procedimientos efectivos para esconder su grotesca cara de inoperancia y corrupción. México no tiene lugar para el desánimo: la política posible está y siempre ha estado en los pasos de quienes la crean. Esperemos que a nadie le falte el aliento, a nadie le falten los ojos, a nadie le falten los huesos para hacer política. ®
Bibliografía
Alain Badiou, Manifiesto por la filosofía, Madrid: Cátedra. 1989.
———————, El ser y el acontecimiento, Buenos Aires: Manantial. 1999.
——————— y Peter Hallward, “Politics and philosophy”, Angelaki, vol. 3, no. 3, 1998.
———————, San Pablo, Barcelona: Anthropos, 1999.
———————, Condiciones, México: Siglo XXI, 2003.
———————, La ética. Ensayo sobre la conciencia del Mal, México: DF, 2004.
———————, Lógicas de los mundos: el ser y el acontecimiento, 2, Buenos Aires: Manantial, 2008.
———————, Filosofía del presente, Buenos Aires: Capital Intelectual, 2010.
Pierre Bourdieu, “La opinión pública no existe”, sitio web consultado el 5 de agosto del 2012.
Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, Barcelona: Seix Barral, 1972.
Oscar Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo, sitio web con versión en fichero consultado el 12 de agosto del 2012.
Notas
1 Augusto Monterroso (1921-2003) fue un escritor guatemalteco que le cobró un enorme cariño a nuestro país. Maestro del relato breve escribió lo que hoy con frecuencia se conoce como el cuento más corto del mundo. Éste es el cuento de talante profético al que se hace referencia en este ensayo y que se puede consultar en sus Obras completas, p. 75.
2 Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, capítulos 2 y 4.
3 Las evaluaciones globales obtenidas por Arena Electoral en más de treinta áreas específicas por candidato son: Enrique Peña Nieto, 5.4; Andrés Manuel López Obrador, 5.9; Josefina Vázquez Mota, 5.2; Gabriel Quadri de la Torre, 4.0. Aunque se observan discretas diferencias, es evidente que un análisis de varianza de las evaluaciones emitidas por los expertos pondría en evidencia que las propuestas, consideradas de manera global o por áreas, son estadísticamente indistinguibles al menos entre los candidatos con evaluaciones más cercanas (es decir, probablemente con excepción de Quadri). Más información aquí.
4 Pierre Bourdieu, “La opinión pública no existe”; se puede consultar aquí.
5 Véase.
6 Herbert Marcuse, idem, p. 33.
7 Oscar Wilde en “El alma del hombre bajo el socialismo”.