Literaturas aleatorias

Jardines en casa ajena

Me gusta pensar que mi modo de construir textos tenga relación, más que con la tradición probabilística en la ciencia y en el arte, con la manera como fui alfabetizada y que la yuxtaposición de esas circunstancias con las herramientas de la cultura digital es tan sólo un acontecimiento más, en este caso afortunadamente azaroso.

Yo no había cumplido los cinco años de edad. Vivíamos en una ciudad industrial cerca de São Paulo. Mi mamá acostumbraba encerar el piso y luego forrarlo con periódicos hasta que se secara. El piso se volvía una suerte de mapa, un enmarañado de títulos, subtítulos, textos, anuncios e imágenes. Yo pasaba mucho tiempo entretenida con esa yuxtaposición de signos, jugando tal vez a adivinar en ellos algún sentido. Una ocasión se me ocurrió pedirle a mi mamá que me enseñara a leer. Ella asintió animada y en ese mismo día compró un cuaderno, lápiz y goma y empezó a enseñarme las letras y las combinaciones entre ellas. Su método era algo intuitivo, pero resultó eficaz. En poco tiempo yo podía leer los periódicos en el piso e incluso montar con la imaginación cierta continuidad entre las partes de aquella variedad temática y formal.

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En Brasil, entre los años sesenta y setenta, se impulsaba desde el gobierno —una dictadura militar— la industrialización del país. Con ello tomaba cuerpo una significativa clase trabajadora urbana formada por hijos de campesinos que habían migrado a las grandes ciudades para trabajar en las fábricas, la construcción civil, los servicios. La vida en esas ciudades exigía nuevos conocimientos. La gente buscaba aprender no sólo oficios como toda una gama de saberes y prácticas relacionadas con el nuevo entorno social, profesional y doméstico: electrónica, mecánica, dactilografía, puericultura, etc. Asimismo, buscaba ampliar la escolaridad y adquirir cierto barniz intelectual. Se abrieron numerosos cursos rápidos que permitían completar en menos de un año, a costos asequibles, lo correspondiente a cuatro de los ciclos normales de estudios. Las editoriales, muchas recién implantadas, también ofrecían variado material para responder a la demanda. Las enciclopedias, como la Británica o la Barsa, vendidas de casa en casa, eran un bien preciado y aportaban a quienes las poseían, en general en un local bien visible del salón, incuestionable status. Sin embargo, no estaban al alcance de la mayoría. De ahí el éxito de las enciclopedias en fascículos, como Conhecer, que mis padres coleccionaron y cuyas entregas yo esperaba expectante. A veces mi papá también compraba en el quiosco fascículos de otras obras, como la Enciclopédia do Automóvel, de la que recuerdo haber leído varias entradas.

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En el comienzo de los setenta mi papá compró su primer auto, un DKV Vemag blanco año 1967. Se trataba de una camioneta ruidosa que exhalaba un olor a mezcla de aceite y gasolina que salía del tubo de escape e impregnaba nuestras ropas. Esa camioneta poseía el motor en la parte delantera y, por lo tanto, utilizaba un cardán para llevar la fuerza de éste hasta las ruedas traseras. En la actualidad la mayoría de los autos tienen los motores en la parte trasera y prescinden del cardán, que, sin embargo se sigue utilizando en los grandes vehículos, como los camiones.

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El cardán debe su nombre a su inventor, Girolamo Cardano (Italia, 1501-1576), que nació en septiembre. Cardano fue filósofo, medico, matemático, astrólogo, enciclopedista y escribió una de las primeras autobiografías de la edad moderna. Hijo ilegítimo de un abogado aficionado a la matemática, estudió medicina en la Universidad de Padua y luego obtuvo excelente reputación como médico, llegando a atender al papa. Sin embargo, su amplitud de intereses —que incluían a la magia, el ocultismo y los juegos de azar, a los que era aficionado— lo llevaron a tener problemas con la Iglesia, que llegó a encarcelarlo y prohibirle escribir, entre otras cosas por haber escrito un horóscopo de Jesús. La prohibición no parece haber afectado su producción, ya que publicó más de 130 obras, entre ellas una curiosa guía de interpretación de los sueños, y dejó otros cien manuscritos inacabados.

En su autobiografía Cardano se describió como “genioso, dado a las mujeres, astuto, hábil y diligente, sarcástico, impertinente, triste, mago traidor, hechicero, miserable y odioso, lascivo, obsceno, mentiroso, servil y aficionado a la charla de viejos”. Según el científico Andrew Boyd en un programa dedicado a Cardano de la serie radiofónica The Engines of Our Ingenuity, su vida estuvo marcada por la tragedia. Su hijo mayor fue ejecutado en la cárcel por envenenar a su esposa. Su única hija murió de sífilis contraída mientras fungía como prostituta, hecho que lo llevó a escribir un tratado sobre esa enfermedad. Su segundo hijo, un ladrón perpetuo que se pasó muchos años en prisión, fue uno de sus acusadores frente a la Inquisición.

Cardano murió en Roma en un 24 de septiembre, fecha que según una leyenda habría predicho.

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Enciclopedia es una composición formada por las palabras griegas “enkyklios”, que significa “circular”, y “paideia”, que equivale a “instrucción”. Denominase así a cualquier texto que busca compendiar el conocimiento. El término enciclopedia apareció por primera vez en el título de un libro en 1541 en la obra Lucubrationes vel potius absolutissima kyklopaideia de Joachinus Ringerbelgius.

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Entre las aportaciones de Girolamo Cardano, la más importante —sin desconsiderar el cardán, aunque, una y otra vez, fuera el responsable por los fallos de nuestra camioneta— fue haber escrito la primera formulación del cálculo de probabilidades. En el Libro de los Juegos de azar, un manual para jugadores publicado en 1663, además de describir los juegos y las precauciones a tomar para que los rivales no hagan trampas, Cardano propuso formulaciones matemáticas para calcular la posibilidad de ocurrencia de un suceso aleatorio. Esas formulaciones abrieron todo un campo de posibilidades para la matemática, la filosofía y el pensamiento modernos.

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Este texto puede ser leído como un fascículo de enciclopedia.

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Marginalia es el término general para designar las notas, glosas y comentarios editoriales hechos en el margen de un libro o texto y para describir dibujos y manuscritos ilustrados medievales. Marginalia es asimismo el título de una obra de Gabriel Harvey (Inglaterra, 1545-1630). Aunque es más conocido por sus comentarios sobre William Shakespeare, el libro de Harvey contiene también notas sobre Cardano y Joachinus Ringerbelgius.

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Una de las más célebres marginalias fue la que Pierre Fermat (Francia ?-1665), abogado aficionado a las matemáticas, escribió en las márgenes de una traducción de Arithmetica de Diofanto, un texto sobreviviente de la Biblioteca de Alejandría: el enunciado de la teoría de los números, conocido como último teorema de Fermat. “He encontrado una demostración verdaderamente maravillosa de esto, pero ese margen es demasiado estrecho para contenerla”, escribió. Ese teorema sólo fue solucionado en 1995 por el matemático británico Andrew Wiles.

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Hacia 1654 Fermat empezó una correspondencia con el filósofo, teólogo y matemático Blaise Pascal (Francia, 1623-1662). A lo largo de esa correspondencia desarrollaron reglas matemáticas para describir el azar y llegaron a determinar las reglas fundamentales del cálculo de probabilidades.

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Anthony Giddens en Las consecuencias de la modernidadofrece un estudio de la época moderna desde la perspectiva sociológica en el que conceptos como modernidad, tiempo y espacio, desanclaje, fiabilidad y riesgo, seguridad y peligro son analizados para reinterpretar la realidad social a través de la institucionalización de la duda como consecuencia de esa ruptura con la tradición.

La modernidad, la racionalidad, el estilo, modo de vida, pensamiento, conocimiento y producción social que se construyó a partir de los siglos XVI y XVII en Europa y se difundió por todo el mundo ha estado marcada por el problema del azar, el pensamiento probabilístico y las distintas aplicaciones del cálculo de probabilidades. La ciencia moderna se firma a partir de la física newtoniana, que propone la posibilidad de conocer, por la alianza entre la razón, la matemática y la experimentación, cualquier evento en cualquier tiempo. La modernidad propone un modelo de conocimiento en el que el azar y la contingencia son entendidos como expresiones de un conocimiento insuficiente. Esa visión orientó las aplicaciones del cálculo de probabilidades en las llamadas ciencias humanas y el surgimiento de la estadística. Así el mundo contingente y gobernado por dioses de la antigüedad y el universo ordenado propuesto por la filosofía escolástica fueron sustituidos por un modelo de pensamiento que apuesta por la razón y la ciencia.

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Anthony Giddens en Las consecuencias de la modernidad ofrece un estudio de la época moderna desde la perspectiva sociológica en el que conceptos como modernidad, tiempo y espacio, desanclaje, fiabilidad y riesgo, seguridad y peligro son analizados para reinterpretar la realidad social a través de la institucionalización de la duda como consecuencia de esa ruptura con la tradición.

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El caso es que, aunque con pocas probabilidades matemáticas, las cosas ocurren, nos sorprenden, arrollando las certezas fabricadas por la razón y la ciencia y lo que Giddens denomina “sistemas expertos”. En 19 de septiembre de 1985 un terremoto de 8.1° en la escala de Richter afectó la Ciudad de México, matando a más de cinco mil personas. En 11 de septiembre de 2001 un atentado terrorista destruyó las torres gemelas en Nueva York y cobró unas tres mil vidas.

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Entre el final del siglo XIX y los primeros años del XX la contingencia irrumpe en el pensamiento moderno a partir del arte. Los artistas, desde el romanticismo, han buscado reflejar la vida, y por lo tanto lo “irracional y contingente”, en sus obras. Esa idea atravesó virtualmente todos los campos del conocimiento, llegando a la física —este enlace lleva al primer capítulo del clásico de Paul Forman, Cultura en Weimar, causalidad y teoría cuántica, 1918-1927, análisis clásico de las relaciones entre arte, ambiente cultural y teorías científicas. Para la mecánica cuántica, elaborada entre los años veinte y treinta del siglo XX para describir el comportamiento de la materia en su microestructura, las probabilidades no expresan nuestro conocimiento insuficiente, sino, como explica Werner Heisenberg (Alemania 1901-1976), uno de los creadores de esa teoría, “algo situado a mitad de camino entre la idea de un acontecimiento y el acontecimiento real, una rara clase de realidad física a igual distancia de la posibilidad y la realidad”.

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A lo largo del siglo XX el arte y la literatura han explorado de distintas formas la idea de probabilidad. El brasileño Haroldo de Campos (1929-2003) consideró el probabilismo integrado en la construcción de la obra de arte, como elemento deseado de su composición, como uno de los caminos más problemáticos de la creación artística de nuestros días. En A arte no horizonte do provável vislumbró la posibilidad de trazar un paralelo —con las debidas precauciones— entre lo que ocurre en el arte del siglo XX y lo que sucede en la física a partir de la sustitución del rígido determinismo, en correlación con noción de certeza, por la probabilidad, el principio de la incertidumbre de Werner Heisenberg.

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Uno de los primeros en tratar de incorporar el azar a la creación literaria fue Tristan Tzara (Rumania 1896-Francia 1963). Durante una reunión de los surrealistas en los años veinte propuso crear un poema en el momento sacando palabras aleatorias de un sombrero. Sobrevino un disturbio, y André Breton (Francia 1896-1966), que murió en un mes de septiembre, expulsó a Tzara del movimiento.

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En la música las corrientes aleatorias tuvieron su cumbre en las creaciones de John Cage (Estados Unidos, 1912-1992), quien ha sido objeto de numerosos homenajes este mes de septiembre en que se celebra el centenario de su nacimiento. El autor de Music of Changes (1951), al cortar, reeditar y combinar sonidos, inauguró una forma de hacer música. Cage llegó incluso a predecir que el futuro de la música sería la música electrónica. Con esa versión de Tiësto de Three Dancers, nos sumamos a la celebración.

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En los años cincuenta —de modo similar a lo que me pasó con los periódicos que mi mamá ponía en el piso— el pintor y escritor Brion Gysin desarrolló el método propuesto por Tzara después de haberlo descubierto accidentalmente. Él había colocado hojas de periódico como un mantel para proteger de los rayones una mesa mientras cortaba papeles con una hojilla de afeitar. Luego de cortar sobre los periódicos, notó que las páginas recortadas mostraban interesantes yuxtaposiciones. Comenzó a cortar en secciones deliberadamente artículos de periódicos, los cuales reorganizó al azar.

Gysin le mostró la técnica a William S. Burroughs (Estados Unidos, 1914-1997). Juntos, luego la aplicaron tanto a escritos impresos como a grabaciones de audio en un esfuerzo para decodificar el contenido implícito de un material. Su hipótesis era que la técnica podía ser usada para descubrir el verdadero significado de un texto. Burroughs sugirió asimismo que podía ser utilizada como un método de adivinar el futuro y afirmó que “Cuando se cortan líneas de palabras el futuro se filtra”.

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El modo de escribir de Burroughs, especialmente la técnica cut-up, ha influido en la forma de componer de músicos como David Bowie, Patty Smith, Kurt Kobain y Radiohead. Asimismo ha sido utilizada por escritores, como Julio Cortázar en Rayuela.

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“Literatura aleatoria” es el subtítulo de un fragmento que Guillermo Cabrera Infante (Cuba, 1929-Inglaterra, 2005) en Tres tristes tigres abre con estos versos de Ballade de concours de Blois del poeta, ladrón, asesino, pendenciero de cantina y vagabundo François Villon (Francia c. 1431-1464): “Sólo confío en las cosas inciertas/ sólo las cosas claras están para mí turbias/ no abrigo dudas más que en la certeza/ y por azar el conocimiento busco/ y cuándo gano todo, perdiendo me retiro”.

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Uno de los primeros en tratar de incorporar el azar a la creación literaria fue Tristan Tzara (Rumania 1896-Francia 1963). Durante una reunión de los surrealistas en los años veinte propuso crear un poema en el momento sacando palabras aleatorias de un sombrero. Sobrevino un disturbio, y André Breton (Francia 1896-1966), que murió en un mes de septiembre, expulsó a Tzara del movimiento.

Me gusta pensar que mi modo de construir textos tenga relación, más que con la tradición probabilística en la ciencia y en el arte, con la manera como fui alfabetizada y que la yuxtaposición de esas circunstancias con las herramientas de la cultura digital es tan sólo un acontecimiento más, en este caso afortunadamente azaroso. Asimismo me gusta pensar que el problema de mis textos es principalmente la síntesis. Trato de abrir en un mínimo de palabras o de espacio textual el mayor número posible de referencias. Éstas, a su vez, conducirán el lector según su repertorio o preferencias, de modo que pueda participar de la obra. Así, la autoría se acerca a agenciar sentidos. No se trata de crear un punto de vista único, de hacer coincidir lector y narrador. No se trata de crear identidades y jerarquías. Se trata antes de disolver las identidades en el proceso de creación. De entender la retórica no en el sentido equivocado de decoración o superfluo, sino como parte de la verdad, y a ésta como creación, revelación o descubrimiento. Me gusta pensar que a los nuevos modos (digitales) de escribir, pensar y representar corresponde una recreación de la literatura.

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La idea de que la contingencia, o el azar, es la única explicación para la configuración del mundo como lo conocemos y asimismo para nuestra presencia y lugar en él es la tesis central del paleontólogo y ensayista Stephen Jay Gould (Estados Unidos, 1941-2002), nacido en septiembre. En La vida maravillosa sostiene que toda la diversidad de la vida actual en la tierra, incluyendo a los seres humanos, proviene de un ancestro que sólo por puro azar escapó de la gran extinción del Cámbrico, que eliminó la inmensa mayoría de las formas de vida entonces existentes.

Si Pikaia no sobrevive […], somos barridos de la historia futura: todos nosotros, desde el tiburón al petirrojo y al orangután […]. Y así, si usted quiere formular la pregunta de todos los tiempos (¿por qué existen los seres humanos?), una parte principal de la respuesta […] debe ser: “Porque Pikaia sobrevivió a la diezmación de Burgess Shale”. Esta respuesta no menciona ni una sola ley de la naturaleza; no incorpora afirmación alguna sobre rutas evolutivas previsibles, ningún cálculo de probabilidades basado en reglas generales de anatomía o de ecología. La supervivencia de Pikaia fue una contingencia de la “simple historia”. No creo que se pueda dar una respuesta “superior”, y no puedo imaginar que ninguna resolución pueda ser más fascinante. Somos la progenie de la historia, y debemos establecer nuestros propios caminos en lo más diverso e interesante de los universos concebibles: un universo indiferente a nuestro sufrimiento y que, por lo tanto, nos ofrece la máxima libertad para prosperar, o para fracasar, de la manera que nosotros mismos elijamos [Traducción de MAB].

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Una formulación optimista, y por qué no decir, compleja. La leí cuando escribía mi ensayo-tesis Reinventando el labirinto: el azar en la ciencia y la crítica a la modernidad, en el comienzo de los noventa. Por ahora apuesto tan sólo a seguir jugando con aquellas hojas de periódicos esparcidas al azar. ®

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Publicado en: Jardines en casa ajena, Septiembre 2012

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