No tengo que seguir soportando esta mierda, este silencio atroz. Por fin averigüé la dirección del impostor y vengo a buscarlo. Tenemos pendiente un baile impostergable. Cruzando la calle se levanta el edificio de apartamentos número 1944. La fachada es vieja, destartalada y escucho el motor del taxi que se marcha. Volteo a mi destino, el último piso. Conforme subo escaleras me trueno los dedos de las manos y frente a la puerta del departamento 7 me detengo a reflexionar sobre los orígenes de la persecución absurda que culminará cuando trasponga el umbral. Existe un farsante pregonándose yo, estoy aquí para desenmascararlo y también para conocer mi propia historia. Tocaría o no: mejor sujeto mi sombrero mientras venzo los quicios del marco de una patada que abre la puerta con violencia. Sin pensarlo entro blandiendo mi revólver en la penumbra de un caos con botellas vacías de vino separando páginas de libros desperdigados, fotocopias en origami sobre los muebles y receptáculos de ceniza por el piso, emulando minas. Hay un fuerte olor a Woodstock aquí adentro. Hay una televisión transmitiendo caricaturas mudas y alcanzo a distinguir contra la pantalla una silueta. Eureka, es él. Arriba los brazos, ordeno, lento, lento. Lo caché in fraganti en el sofá. Le informo que lo tengo en la mira para que no intente nada estúpido y amartillo el revólver, el clic del percutor lo alerta del cañón a punto de guiñarle a su nuca una bala. Pero su risa inesperada me pone la carne de gallina. Eleva los brazos despacio: una mano sujeta un apestoso porro que humea, la otra se aferra con recelo a una lata de cerveza. Y le parece graciosa la emboscada, ríe a carcajadas. Trato de callarlo con amenazas pero anda necio. Sabes quién soy, sabes a qué vengo ¡Canta, cabrón! Le asesto un culatazo en la mera clavícula. Se deja caer, laxo, aún riendo como payaso loco y al encararlo noto ese detalle perturbador ¡Su rostro es idéntico al mío! Aprovecha mi desconcierto para darse una honda calada y soplar un pulpo de niebla. No estoy jugando, advierto, sin dejar de apuntarle con el arma pero sentándome con las piernas cruzadas, conteniendo el impacto de la sorpresa. Él embucha su trago de cerveza ¿Qué quieres oír? Si ya sabes que la verdad no existe, responde, serio por el peso de las palabras en la boca. Está ebrio y dopado (como niño) pero no es real, debe ser un clon. Chapoteo en sus ojos de jamaica y deseo asesinarlo pero necesito que confiese. Procedimiento siete: presionar duro para extirpar información. Contaré hasta cinco, le digo, evitemos el espectáculo de tu cerebro apelmazado como pizza en la pared. Arruga la frente. Uno. Reaccionará cuando no quede cuartel. Pronuncio dos. Pero fuma otro jale y no respira. Eco del tres y este idiota enseñándome su pulgar sopla otro pulpo de niebla. Y tose, continúa volando. Pronuncio la O del cuatro al cubo, multiplicada por suspensivos. Me levanto de un brinco, aflojando la corbata, dispuesto a dactilar el gatillo cuando. Puedo hablarte del infierno si tanto insistes, dice, aunque nada te sonará nuevo. Me observa sin parpadear. Llevo dos lustros bajo los efectos de la marihuana, fumándola diario, en bong o en manzana. Su espíritu vegetal me habita como templo al fiel, como llave que abre alquimias a una percepción trascendente. Gasta la bacha. Estás confundido, lo contradigo, sólo eres un adicto de lo peor y tienes problemas con la droga. Sostengo un romance con la droga, replica. Dice que considera normal cuando surgen problemas a lo largo de las relaciones duraderas, que no siente vergüenza o remordimientos ni considera suspender la dosis habitual. Estás enfermo, discrepo. Claro que no soy perfecto pero sé divertirme, contesta. Dañas tu cuerpo, alienas tu mente. ¡Sales con el sermón barato de la pureza! Estalla, cuando todo está contaminado: comemos ensaladas químicas, bebemos agua procesada, frotamos nuestra piel con lejías, detergente para blanquear dientes, nos inoculan vacunas, recetas de laboratorios alemanes. La herida está hecha. Vivimos en extinción perpetua y no quieren que probemos el sabor de la tierra pero yo lo conozco porque rompí esas cadenas del espíritu que llaman reglas y me volví amo de mis excesos, un perfecto nómada metafísico. Delira su arenga conforme caduca mi paciencia, balbucea todavía incoherencias. Que la política miente, que unos bandidos uniformados como soldados andan deforestando la sierra. Disuelve ajenjos de sofisma como el tonto del tarot, sólo consigue engañarse. Que la paranoia deriva de negocios clandestinos, de pulmones, que la sirena y el cáncer son sus guiñoles predilectos. En tanto yo rastreo pistas, uno los puntos y lo imposible cobra sentido: ya sé por qué me acusan de haber vomitado un sábado en Amarantus, de alucinar el cañón del Sumidero con LSD y entiendo esos testimonios apócrifos que me pintan consumiendo cocaína en una cantina de Ciudad Juárez, coqueteando con dos mulatas por el malecón de La Habana o aquel rumor de que probé peyote crudo en los desiertos de Coahuila. Entonces era cierto, mi doble cometió esos libertinajes que me imputaron. La confusión es lógica entonces. ¡Xo! Cuánto deseo eliminarlo pero ahora es hora de restregarle su miseria en las narices, de darle su merecido y atormentarlo hasta el fin. Lo llamo grifo con desprecio, pinche pacheco, maldito jipi comeflores. Alega que se considera mas bien viajero frecuente. Ignora la gravedad, su precaria circunstancia. Como antecedente le siembro en el ombligo tal puñetazo que se doblega y boquea, parece cherna. Disfruto verlo sufriendo, es grato, casi un souvenir. Padecí asma de niño y sobrevivía conectado a una máquina de respiración artificial pero esta sabandija mutó a fumador empedernido, consuetudinario; vaya errata del milagro. Por puro placer lo patearía pero no pretendo noquearlo, debe mantenerse consciente para entender su sentencia. ¡Por tus pendejadas perdí novias, oportunidades de trabajo, me arruinaste! Le reclamo y balbucea nimiedades. Me pide que adivine quién vive siempre bajo un puente pero luego entona como lotería la solución al acertijo. ¡El drogadicto! Se ríe sólo de su chiste pero su risa es cansada, suena triste y lejana, grabada en vinilo. ¡Defraudaste a mamá! Reprocho, la hiciste llorar. Tartamudea como si le hubiera comido la lengua el ratón. Demasiados preámbulos, deseo destruirlo, no es la primera vez que juego a Dios pero sí a suicidar un reflejo torcido en el espejo. Le aseguro que ya nadie será víctima de sus vicios, que terminó la fiesta. Porque tú no eres Juan Esteban, espeto rencoroso, apuntándole a quemarropa entre ceja y ceja. ¡Ya sé! Responde, también sé algo que tú no, tampoco eres Juan Esteban del todo: existen otros u otro que nos abarca y es tú, yo y cualquier Juan Esteban por conocer. A la sien va el punto final. Cae abatido, aterriza inerte. Contemplo el cuerpo e imagino que se trata de un cadáver hindú, con ese asterisco azul que perforó mi disparo en su cráneo, soñando sobre su charco de catsup. Sin embargo, titubeo, lo que dijo antes de fallecer me perturba, tengo dudas. Empiezo a olfatear alrededor, a registrar el apartamento persiguiendo claves del misterio. Así doy con esta robusta colilla de hierba olvidada en un rincón, pero. Estoy listo para encender la última huella, necesito saber. Me digo date, date y ¡Qué diablos! Me doy, mis labios inflan al pulpo de niebla. Me relajo, cojo del refrigerador una lata de cerveza, dejo que las caricaturas mudas capten mi atención con sus personajes de colores. Me siento a verlas en el sofá, son tan amenas, quedo encantado. Y justo cuando recuerdo que dejé abierta la puerta escucho mi propia voz detrás ordenándome permanecer quieto y escucho el clic de un percutor. Es gracioso. ®
EL HOMBRE QUE SE CREÍA JUAN ESTEBAN
Publicado en: Mayo 2010, Narrativa
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