En verdad es deslumbrante la carrera de Bertolucci, sobre todo la fórmula con que ha sabido dar al moverse entre el gran cine –el llamado de arte– y el cine que aspira a cierto éxito comercial. Sin lugar a dudas, el último de los grandes directores italianos que sigue con vida.
La semana pasada, por espacio de un par de horas, digamos más de seis con los comerciales, prácticamente la mitad de la noche, me quedé rindiendo un desvelado y tardío homenaje, lo confieso, a un filme de 1976 que catapultó a su realizador como uno de los nombres más relevantes en la cinematografía italiana. Con algo de Lucchino Visconti en la elección del reparto y la concepción dramática, no poco de Pier Paolo Pasolini en la sensualidad de ciertas escenas y el retrato realista de la vida campesina, muy cercano al ojo del antropólogo social, presentado en Novecento, sumado a otros hallazgos en la fotografía y la narrativa en imágenes que en algo recuerdan a Michelangelo Antonioni, justifica con creces la vigilia de pasar tal cantidad de tiempo ante el televisor (320 minutos efectivos de filme). Se trataba de conmemorar el nacimiento de Bernardo Bertolucci, acaecido el 16 de marzo de 1941 en la ciudad de Parma.
Con el telón de fondo narra la saga de una familia, tres generaciones de ella, en líneas generales no muy distinta a Los Buddenbrook (1900) de Thomas Mann o bien Cien años de soledad (1967), cuyo autor por cierto –Gabriel García Márquez– está completando sus 85 primaveras, Novecento se centra en el seguimiento de dos destinos que no podían ser más contrastantes: el del nieto del amo, de ilustre apellido Berlinghieri, y el nieto bastardo de uno de los peones más viejos de la finca, bautizado como Olmo, nombre de árbol y símbolo de fortaleza. Cien años de soledad quería representar de manera simbólica el hacerse de una nación desde su poblamiento en territorios de ultramar y por añadidura de conquista, el arranque de una civilización aunque no ex nihilo sino a partir de ciertos elementos preexistentes; Los Buddenbrook son el intento de retratar vagamente la historia alemana desde la unificación hasta la Gran guerra de 1914; Novecento se propone un proyecto más apabullante, cubrir desde la unidad de Italia –hacia 1870– pasando por ambas guerras mundiales pero con un énfasis particular, el surgimiento y la extinción –si no definitiva, sí en su impulso fundamental– del movimiento comunista italiano, que salió revitalizado por el espíritu de los partisanos contra la ocupación alemana pero que más tarde, en plena Guerra fría –por órdenes de los paladines del capitalismo– acabará en persecuciones violentas y atroces, lanzadas desde el anonimato más estricto y cobarde (una víctima destacable fue Pasolini, ultimado el 2 de noviembre de 1975). Con ecos de La caduta degli dei (1969) de Visconti y Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975) de Pasolini, en su último trabajo, en cuanto a la pintura de la bestial altanería de los nazis, Bertolucci no deja pasar la ocasión de caracterizar en Attila Mellanchini (Donald Sutherland), capataz de la hacienda, un típico resentido social, un oportunista sin escrúpulos, un sádico, como eran no pocos de aquellos desesperados animales que formaban las cerradas filas del fascismo.
Una carrera abierta a la controversia y el estupor ésta, la de un creador que –al igual que su maestro Pasolini– diera sus primeros pasos por el accidentado camino del arte precisamente a través de la poesía.
Un toque nostálgico, casi teatral, vienen a ser las referencias a la nutrida tradición operística italiana, durante el siglo XIX (uno de los peones, deforme y jorobado, responde al sobrenombre de Rigoletto; el nieto del patrón se llama Alfredo, como el protagonista de La traviata [1856]; se hace incluso una alusión a la muerte de Giuseppe Verdi, ocurrida el 27 de enero de 1901). Burt Lancaster, el abuelo Berlinghieri, consagrado por Visconti en su caracterización del príncipe Fabrizio di Salina en Il Gattopardo (1963), ya bastante mayor, de hecho su personaje es un anciano senil e impotente que representa las alcabalas vacías de la antigua escuela, intransigente aunque inofensiva. El hijo mayor, Ottavio (Werner Bruhns), resulta todo un sibarita que prefiere el exilio autoimpuesto a la embarazosa convivencia con sus parientes. Más adelante, cuando Alfredo (Robert De Niro) y Olmo (Gérard Depardieu) alcanzan la mayoría de edad, acudirán a la lejana ciudad, que un día divisarán después de la lluvia desde lo alto del granero, en búsqueda suya. Los dos personajes crecen juntos, tienen estrecho contacto físico, casi de hermanos (quizá Olmo sea el fruto de algún desliz del patrón con una de las siervas, como vemos al viejo Alfredo Berlinghieri tener con una moza casi niña, a quien conduce a los establos, para embarrarse de estiércol y de leche), en ciertos momentos casi llegan a caer en una suerte de homoerótica, cuando de niños comparan la forma de sus penes, tocan sus cuerpos, casi se besan. Este papel, sin embargo, quedará reservado para Ottavio Berlinghieri quien, a imitación del barón alemán Wilhelm von Gloeden (1856-1931), gusta de capturar con su cámara tomas de efebos desnudos en un romántico intento de revivir la cultura de la Grecia clásica. Un viaje a Taormina, en Sicilia, es el escenario idóneo para ello y también para que Alfredo se enamore y comprometa con Ada Fiastri Paulham (Dominique Sanda), una joven amiga parisina de Ottavio, aficionada como él a la pintura contemporánea, quien cultiva la poesía dadaísta, conduciendo un Lamborghini como desesperado y apurando bebidas embriagantes como esponja. Ellos, junto con Olmo, en su pasión irrestricta por las doctrinas comunistas, serán la contraparte de las ideas que prevalecen entre los señores quienes, a imitación de las órdenes secretas de caballería medievales, forman una liga de camisas negras que comienza a acosar y dar muerte a los campesinos y trabajadores rebeldes. Cuando llega el ascenso de Mussolini, los reaccionarios logran aplastar la resistencia socialista. Son una punta de embusteros, ladrones y violadores. Attila, escoria militar de la Primera guerra al igual que Adolf Hitler, ha aprendido la lección de amoralidad y vileza requeridas, y se apresta como líder. Se convertirá, entre otras cosas, en el amante de Regina (Laura Berti), la prima ninfomaníaca de Alfredo, pariente política de los Berlinghieri que acaba junto con su madre de arrimada en la casa grande. Hay suficiente espacio para todos, pobres y ricos, grandes y pequeños, siempre que se restrinjan a representar sus papeles. El caso del matrimonio Pioppi (Pietro Longari Ponzoni y Alida Valli) es ilustrativo. Cuando los grandes terratenientes forman su Ku Klux Klan o famosa liga, il signor Pioppi se niega a participar. Es el único, junto con Alfredo al principio (es por ese tiempo cuando conoce y se enamora de Ada, luego admitirá el status quo y no será como lo llama su mujer más que un pusilánime). El día de la boda queda signado por un evento fatal: la violación y asesinato de un niño, un señorito, a manos de Attila con la enajenada aquiescencia de Regina. Al principio pretenden imputarle la culpa a Olmo, pero un vagabundo sale en su auxilio y cogen al primer incauto. Luego, por una amnistía general, este mismo personaje regresa a la hacienda para confesar su gesto a Olmo, prueba innegable de solidaridad entre los pobres.
Olmo, soldado en la Primera guerra, vuelve a la hacienda que lo vio nacer al lado de su madre, ahí conoce a Anita Foschi (Stefania Sandrelli), una maestra de ideas sociales progresistas con quien procrea una hija. La esposa muere al poco tiempo pero a Olmo lo que menos le hace falta son mujere, ya que éstas se sienten naturalmente atraídas hacia él –a causa de su apostura, valor y defensa de los intereses de sus iguales–. Incluso la propia mujer de Alfredo Berlinghieri queda fascinada ante Olmo, que siempre habrá de respetarla, pues es quien en ausencia de la madre le enseña las primeras letras a su hija. Alcohólica y presa de una profunda desilusión, terminará abandonando al marido.
Es una apoteosis, el día de la liberación. El pueblo que había sufrido la tiranía de los camisas negras se vuelve contra ellos, armados de trinchetes y guadañas, salen a cazarlos. Attila y Regina reciben ejemplar escarmiento. Un personaje particularmente logrado es el de Attila. Donald Sutherland, quien ya había hecho su debut en la escena italiana con Casanova (1976) de Federico Fellini, logra imprimir a su persona un sello de cinismo, crueldad y un carácter cómico notable. Acabará linchado, con horcas o palos largos encajados en varias partes del cuerpo –a diferencia de Alfredo quien, al final encontró el valor de despedirlo, al que se le abre un juicio popular, donde histriónicamente se condena al amo pero se exonera al hombre–. La amistad inquebrantable entre estos dos seres humanos soportará eso y más pues, al final de sus días, ya como ancianos y con la espalda encorvada, ha de vérselos peleando y abrazándose como lo han hecho desde niños. Éste es el happy ending para los protagonistas, la tragedia es para la historia y la humanidad entera: lo que ambas guerras vinieron a poner en evidencia fue la codicia sin límites de los hombres que, en su afán de dominio, fueron capaces de poner los mayores avances de la ciencia y la técnica al ciego propósito de vencer a toda costa.
Dadas las expectativas que había provocado el filme, la crítica se mostró severa: en Estados Unidos la cinta fue considerada como propaganda comunista; en Italia la escena donde una meretriz masturba a dúo a los dos hermanos de leche –como se dice entre nosotros– provocó la censura de la Iglesia.
Que Europa haya sobrevivido a ese siniestro experimento en la historia de la humanidad constituye a la vez un milagro y una terrible advertencia: otra guerra similar, de escala verdaderamente planetaria, reduciría a los escasos supervivientes, si los hubiese, a la condición de hombres de las cavernas. ¿Qué se propuso retratar Bertolucci? Eso y más, sería la respuesta justa. Contar una historia coherente en imágenes, dar vida a personajes vigorosos, encarnar y caracterizar ideas, perniciosas y prometedoras (las promesas, sociales y artísticas, son dudosas y arriesgadas). Cada cual ha de quedarse con algo cuando ve la película, qué cosa en concreto dependerá del caso de cada quien. Titular a la cinta Novecento, como se caracterizaría en italiano el siglo XX, hacerlo a través de sus guerras y la traición a los ideales de avance en materia social, es proponerse una magna obra. Dadas las expectativas que había provocado el filme, la crítica se mostró severa: en Estados Unidos la cinta fue considerada como propaganda comunista; en Italia la escena donde una meretriz masturba a dúo a los dos hermanos de leche –como se dice entre nosotros– provocó la censura de la Iglesia. Ultimo tango a Parigi (1972) junto con Il conformista (1970), sobre una novela de Alberto Moravia, y La commare secca (1962), su primera película sobre un guión de Pier Paolo Pasolini, ya habían levantado sospechas de dudosa moralidad. El año anterior Bertolucci había fungido como aiuto regista –asistente del director– en Accatone (1961) de Pier Paolo Pasolini, mientras que con Sergio Leone colaboraría en C’era una volta il West (1968) como uno de los guionistas (otro fue Dario Argento y el otro el propio Leone). De 1970 es La strategia del ragno, sobre un relato de Jorge Luis Borges. Más tarde vendrán L’ultimo imperatore (1987), The Sheltering Sky (1990), Stealing Beauty (1996) y The Dreamers (2003). En el 2012 es el estreno de Io e te, la historia de un adolescente que les dice a sus padres que se va a una excursión en las montañas para esquiar mientras que, en realidad, permanece escondido en el sótano de su casa. En verdad es deslumbrante la carrera de Bertolucci, sobre todo la fórmula con que ha sabido dar al moverse entre el gran cine –el llamado de arte– y el cine que aspira a cierto éxito comercial. Sin lugar a dudas, el último de los grandes directores italianos que sigue con vida. Una carrera abierta a la controversia y el estupor ésta, la de un creador que –al igual que su maestro Pasolini– diera sus primeros pasos por el accidentado camino del arte precisamente a través de la poesía. ®