La antropóloga y traductora polaca habla en este texto de las razones que la llevaron a traducir el libro La fiebre blanca, de su compatriota Jacek Hugo–Bader, al español que se habla en México y no al español neutro que nadie habla y que prefieren muchas casas editoriales.
Everything worth translating should be translated as many times as possible, even by the same translator, for you can never step into the same original twice.
—Eliot Weinberger, “Anonymous Sources”
Me enfiebré sin más
Contagiada por la pasión de Jacek Hugo-Bader decidí traducir su libro, La fiebre blanca, una colección de reportajes sobre el antiguo imperio soviético que en Polonia se publicó por entregas en el periódico Wyborcza en 2007 y en forma de libro en 2009. Ya en el primer capítulo Hugo–Bader nos hace saber la historia de este largo viaje de seis meses, así como su objetivo: cruzar Siberia en solitario y en invierno. Fue un regalo que venía preparando para sí mismo desde hacía un tiempo. En 2007 cumpliría cincuenta años y soñó con una celebración poco convencional.
Decidí emprender un viaje yo también. Porque traducir este libro fue todo un viaje. Pero no quise esperar hasta tener los cincuenta años. No tengo la paciencia para emprender los proyectos a un plazo tan largo. Lo quise hacer ahora. Ahora que tuve el coraje.
Viendo en retrospectiva, nunca tomé la decisión de traducir el libro al mexicano, simplemente siempre supe que lo haría así; creo que después busqué racionalizarlo y entonces una de las primeras cosas que recordé fue al padre de la literatura polaca, Mikołaj Rej. No es que sea mi poeta favorito, pero en el apenas naciente Renacimiento de Polonia en 1562 dijo una cosa muy poderosa, que se quedó grabada en mi mente:
A niechaj narodowie wżdy postronni znają,
Iż Polacy nie gęsi, iż swój język mają!
Parafraseando el polaco antiguo, dijo: “Que todo el mundo sepa que los polacos no son gansos y tienen su idioma”. Se refería a que los polacos no tenían por qué escribir en latín, lingua franca de la literatura de la época. En su epigrama satiriza los sonidos del latín que a los polacos les recuerdan a los gansos.
Así, no me quitaba de la cabeza la idea de que los mexicanos tampoco somos gansos y no vamos a traducir a un español neutro. Estoy simplificando, claro. Lo que quisiera resaltar también es que hay muchos factores extralingüísticos que cobran peso en la traducción.
No tardaron en llegar consejos de los viejos lobos de mar de que nadie publicaría una traducción al mexicano, incluso hubo quien me dijo que el mexicano no existe y que para traducciones se estila el español-de–preferencia–neutro. Entiendo el valor lingüístico de la unidad de una lengua, sobre todo si se habla en países esparcidos por los cuatro continentes, pero no veo por qué haya que despreciar el valor de la traducción dialectal.
Más allá de la discusión lingüística formal, nadie puede negar que los mexicanos hablan el mexicano y que este dialecto del español es sumamente rico. El que la traducción literaria suele hacerse en otras variantes igualmente resulta un tema secundario para mi argumento, pues lo que quiero contar es una historia de amor. Mucho antes de que Jacek escribiera La fiebre blanca yo ya estaba fascinada con el habla de los mexicanos. Su estilo juguetón, su desdramatización cotidiana del dolor a través de la carrilla, el significado de los patronímicos que intentaba pronunciar sin escupir; tanta confianza lingüística que le tienen a su habla, hasta parece que aquí nadie puede equivocarse, cualquier cosa se presta para una bromita.
No tardaron en llegar consejos de los viejos lobos del mar de que nadie publicaría una traducción al mexicano, incluso hubo quien me dijo que el mexicano no existe y que para traducciones se estila el español-de–preferencia–neutro. Entiendo el valor lingüístico de la unidad de una lengua, sobre todo si se habla en países esparcidos por los cuatro continentes, pero no veo por qué haya que despreciar el valor de la traducción dialectal.
No era para nada como yo hablaba el polaco, siempre cuidadosa de diversas terminaciones de los siete casos en tres géneros, formas verbales con una multiplicidad de irregularidades, con terminaciones diferenciadas por el género también, los clásicos referentes literarios —porque si no uno parecía un bruto—, todas esas arbitrariedades que en Polonia parecen absolutas. Vaya, creo que nunca disfruté el polaco tanto como hablar el mexicano.
Los mexicanos privilegian unas maneras muy dinámicas de decir las cosas sólo para darse un gusto. ¿Qué pasión? ¿Qué pasión te domina? ¿Qué Pachuca por Toluca? ¿Qué transita por tus venas? ¿Qué transa con la que baila y danza? ¿Qué transita? ¿Qué pasitos con tamaños zapatotes? Ay, cuántas maneras de decir: ¿Qué pasó?
Si habitamos nuestra lengua o lenguas a gusto —y me atrevo a decir que los mexicanos habitan su español a gusto—, se vuelven algo más que el instrumento de comunicación, como sugiere Adam Gopnik.1 En este misterioso espacio somos sus ciudadanos, y nos sentimos libres de usarla, pero también de crearla; al fin y al cabo no es que el lenguaje preceda a los humanos, sino que son las diferentes colectividades las que lo forman a través del tiempo. Por tanto, ni el uso cotidiano del lenguaje ni los valores propios de cada lengua son una cuestión de normatividad de un grupo ilustrado de gramáticos, más bien están vinculados a la necesidad y la voluntad de personas, hablando sus idiolectos que eventualmente suman el colectivo creador del idioma.
Me sentí como una traidora mientras traducía los primeros capítulos, pero como antropóloga que soy, con el tiempo logré verme desde afuera y comprendí que al principio me sentí así porque quise estar segura de que lo que en verdad estaba haciendo era traducir, y no simplemente intercambiar unas palabras en polaco por otras en español. ¿Acaso no era propio de traductores profesionales sentir que no pueden compensar demasiado a ninguna de las culturas en cuestión —pues siempre tienen la sensación de quedarse a medias—? Eso coincidió con las transcripciones de los apellidos y nombres polacos al español, estrategia por la cual opté con los rusos, buriatos o evencos. La diferencia radicaba en que los polacos transcritos al español me causaban mucha inquietud, por no ser como deben (“ulica Warszawska” por “calle Varshavska”, “RWPG, Rada Wzajemnej Pomocy Gospodarczej” por Rada Vzayemney Pomocy Gospodarchey, etc.), mientras que quedaba muy contenta con los cambios desde el ruso, por ser la única forma legible para los mexicanos, y también para mí (Комсомо’льская пра’вда por Komsomolskaya Pravda, La Verdad de Komsomol; ni se diga la transcripción del inglés al ruso o polaco: en mi mente, mazefakery en vez de motherfuckers funcionaba de maravilla). Qué contradicción. Así funciona la lengua materna, después de todo, en el plano inconsciente es la referencia absoluta. Quise que los mexicanos pudieran pronunciar lo extranjero en vez de romperse la lengua como suele suceder cada vez que intentan pronunciar Lech Wałęsa o Witold Gombrowicz a la polaca.
Polaco, ucraniano, inglés, francés, húngaro, hebreo, mexicano, ruso, alemán, italiano, castellano2… más o menos en ese orden ha existido La fiebre blanca en el mundo.
Mi propuesta de traducción fue del polaco al mexicano y se publicó en México a principios de este año.3
El mexicano es mío. Tyś nie gęś
Esa convicción me dio el coraje de traducir con nuevas palabras. Por ejemplo, en el segundo capítulo “Examen de la locura o el pequeño e inútil diccionario ruso–mexicano del argot jipi”, ya en la versión polaca había varios términos que Hugo–Bader transcribió al polaco y que a pesar de que me sonaban extranjeros, los comprendí y asumí como propios. En un nivel traductológico, esta crónica fue quizá la más difícil, pero sin duda la más disfrutable. Inventé varios neologismos que parecen funcionar bien en el contexto. El más representativo es el verbo vintit, que quiere decir levantar, encerrar, arrestar. Viene de la palabra vint, tuerca, pero en el argot jipi es “redada de la milicia”, “arresto”, de modo que vintit es arrestar. Así que en la traducción tenemos frases en las que la milicia vintió a Til, uno de los informantes clave de este diccionario cuyos términos a la vez suman una historia no lineal de los jipis en Moscú; que a Danil Kaminski lo vintieron en 1980. Igual, a los jipis se les dice jip y ellos a menudo terminaban en durkas, o sea psiquiátricos, porque kaifaban: tomaban drogas. Kaif es uno de los conceptos más interesantes en el libro, porque kaif no sólo es droga en el sentido convencional. Es un misterioso término ruso que se refiere a un extraño estado de conciencia, felicidad, autorrealización a la par con la sensación de equilibrio. Esta palabra viene del turco, pero en realidad es árabe. Los rusos, dice Jacek, a menudo experimentan kaif durante los viajes lejanos: la inmensidad, la ventisca, la armonía y, claro, el vodka, que prolonga y conserva este estado. Así el sistiema de los jips, la totalidad de la nación de los volosaci. Me conmoví mucho cuando poco después de la publicación de La fiebre blanca en el FB alguien utilizó esta palabra para referirse a los jipis. Supe que estaba leyendo el libro. Es mucho pedir que se quede con nosotros este término, pero cobró un poco de vida lejos de su país de origen.
El polaco en que están escritos los reportajes me pareció muy fresco, frontal, material. No es el lenguaje típico del periodismo con su pretensión objetivizadora, donde el reportero narra los hechos mas no sus impresiones. Jacek no condena políticamente, pero sus simpatías quedan claras por la selección de preguntas, palabras y uno que otro comentario. El ejemplo más simpático tal vez es el intercambio de unos leves insultos entre la chamana de los borrachos, psiquiatra udege de la Siberia oriental, y el reportero polaco: ella exclama “estúpido cristiano” y él le contesta “bruja asquerosa”, después de lo cual los dos se ríen y se van a tomar un coñac. Lo que quiero ilustrar aquí es el tipo de concesiones que se toma el propio autor, lo cercano que es a los personajes que va encontrando en su camino y todo esto, sin duda, tuvo que influir en la manera en la que cuenta esas historias. No son sus informantes en el sentido estricto de la palabra. Para que la gente cuente sus intimidades hay que saber convivir con ella. Pocas son las entrevistas que se pueden contar por horas, a menudo pasa días enteros con las personas que poco a poco van revelando sus vidas.
El polaco en que están escritos los reportajes me pareció muy fresco, frontal, material. No es el lenguaje típico del periodismo con su pretensión objetivizadora, donde el reportero narra los hechos mas no sus impresiones. Jacek no condena políticamente, pero sus simpatías quedan claras por la selección de preguntas, palabras y uno que otro comentario.
Encima de todo, Jacek escribe como habla, incluso los cuestionamientos históricos más profundos están expresados con simpleza y una especie de elegancia popular, entre las groserías se asoma la ligereza de la mirada. De esta manera es uno con su entorno, no crea la distancia entre sus entrevistados y la figura del periodista, porque de hecho no se asume como tal durante los encuentros. Claro, deja correr la grabación, pero en la charla son dos seres humanos que se alegran, sufren y chupan juntos. Se trata de momentos netamente compartidos y ahí la selección de palabras es clave.
De ahí también viene la decisión de enriquecer la traducción con múltiples neologismos. Deben acercarnos un poco a la atmósfera del libro, a esas realidades lejanas que tienen su propio lenguaje. Como en su encuentro con Emma Rudolfovna Lysenko, alias la Virgen María del Komsomol; medallista olímpica de la República de Komi en Siberia, hoy sin techo. Qué chiste llamarla “sin techo” nada más, cuando en Moscú, se llama bomzyja, brodiaga: lico biez opriedielionnogo miesta zytielstva, sin domicilio fijo. En polaco el capítulo 19 se titula simplemente “Bomzyja”. En español opté por incluir una pequeña explicación: “Bomzyja o el arte de vivir en la calle”. Luego de este título no encontré ninguna razón por la cual no hablar de bomzyjas a lo largo de todo el texto. A mí me gusta, me parece que a pesar de su carácter extranjerizante alcanza a evocar cierta cercanía. Desde el punto de vista antropológico no hay mejor empatía que la que se logra hablando con las palabras del otro. Es el primer paso para reconocer las diferencias y respetarlas. Entiendo que en muchas ocasiones se podrían evitar esos préstamos y tengo mucha curiosidad por ver cómo lo abordarán los españoles de la editorial Dioptrías que están a punto de publicar su propia traducción de La fiebre blanca. Para mí era importante sumergirnos en un mar de palabras nuevas. Las palabras que le sirven al otro para contar sus historias pues el propio lenguaje del libro es triangulado. Yo traduje del polaco, pero Hugo–Bader charló en un ruso elemental. Y era así porque muchos de sus entrevistados no hablan ruso como lengua nativa. Todos esos factores influyeron en la complejidad del mosaico cultural y lingüístico, en las referencias culturales cruzadas. Fue una de las razones por la cual no vi ninguna contradicción en el hecho de que los personajes hablaran mexicano, ya que tampoco podrían haber hablado polaco, el idioma original del libro. Aquí lo importante fue el registro, pues tenía que ser popular o simplemente ni yo misma lo hubiera creído.
El asunto con las traducciones es que trabajan necesariamente con la imaginación. Si uno no quiere asumir que son reales, a pesar de que hablen mexicano, la única manera de conocer a los personajes del libro sería volverse un hiperpolíglota, porque además del ruso habría que aprender el evenco, el buriato y el udege, entre otros; ir a Siberia, buscar la confianza de la gente, saber hacer las preguntas adecuadas…
El asunto con las traducciones es que trabajan necesariamente con la imaginación. Si uno no quiere asumir que son reales, a pesar de que hablen mexicano, la única manera de conocer a los personajes del libro sería volverse un hiperpolíglota, porque además del ruso habría que aprender el evenco, el buriato y el udege, entre otros; ir a Siberia, buscar la confianza de la gente, saber hacer las preguntas adecuadas y entonces atreverse a comprenderla de la manera más pura, ortodoxa y, sin duda, más realista que real. Rechazando el ejercicio de la imaginación en cuanto a lenguajes hablados y apostando a los lenguajes verdaderos, uno se perdería de mucho más de lo que gana leyendo traducciones en lenguajes imaginarios.
Pero, ¿cuál es la diferencia entre escribir y traducir? ¿Por qué se vale escribir en dialectos locales, pero no así traducir?
White teeth, de Zadie Smith, no tiene prefacio. Smith no justificó el lenguaje en el cual escribió su libro. No es la voz de la gente letrada: culta, rebuscada, con vocales redondas y consonantes más o menos en su lugar, como ella misma lo refiere en su ensayo de 2008 “Speaking in tongues”. No, Smith escribió en la voz de origen, que tanto el tiempo como el esfuerzo son capaces de borrar, pero sin duda, era la voz que pensaba a Sadie cuando todavía era Sadie —una adolescente inglesa, de padre blanco y madre jamaiquina, antes de cambiar su nombre a Zadie.
‘Jackie.’
‘Irie.’
‘Pale, sir! Freckles an every ting. You Mexican?’
‘No.’
‘Arab?’
‘Half–Jamaican. Half–English.’
‘Half–caste’, Jackie explained patiently. ‘Your mum white?’
‘Dad.’
Jackie wrinkled her nose. ‘Usually de udder way roun’.
‘Cheer up, bwoy’, she said in a lilting Caribbean accent that reminded Archi of that Jamaican Cricketer, ‘it might never happen.’ [(Refiriéndose al fin del mundo)].
‘I think it has.’
Archie who has just dropped a fag from his mouth which had been burning itself anyway, saw Clara quickly tread it underfoot. She gave him a wide grin that revealed possibly her one imperfection. A complete lack of teeth in the top of her mouth.
‘Man … dey get knock out’, she lisped, seeing his surprise. ‘But I tink to myself: come de end of de world, d’Lord won’t mind if I have no toofs.’ She laughed softly.4
The harder they come, de Micheal Thelwell (1980), una de las primeras novelas escrita en el patois jamaiquino, tiene un pequeño prefacio, pero sin hacer mención del lenguaje. Eso sí, al final hay un breve glosario —una rebelión contra el lenguaje impuesto.
Esta novela que se escribió a partir del guion cinematográfico de Perry Henzell y Trevor Rhone (1972) cuenta la historia de un DJ Reggae (en el papel principal aparece el legendario Jimmy Cliff) que llega de la zona rural a Kingston. Por azares de la vida se convierte en un paria, un pistolero de gueto. El asunto aquí es que el personaje —por fin— hablaba como habla la gente en Jamaica (broken English o African English o afrojam5frente al standard English).
‘What your name bwai?’
‘My name Dudus, mam.’
‘Whe’ you come from, son?’
‘Blue Bay, mam.’ The boy was about Ivan’s age and seemed mannerly enough. He said that he came from the neighboring town no more than five miles away.
‘Who is yo’ father, son?’
‘Him name Maas’ Burt. Maas’ Burt Thomas.’
‘The same one have a boat, and sell fish a Blue Bay market?’
‘Yes’m.’
‘Ah know him. You come from good people, son. But tell me somethin’—what was that name ah hear you callin’ Ivan?’
‘Rhygin, mam. No so me hear the pickney dem callin’ Ivan?’
‘Well’, she said sternly, ‘him name Ivan. Ah doan want hear you call him nuthin’ else. All a you little bwais is too mannish.’6
El aparente rechazo a este tipo de dialectos por escrito no es sino una manifestación del colonialismo interno que nos sigue censurando a nosotros mismos, así como todas las formas que se le escapan al lenguaje culto. Tampoco pretendo sugerir que la tradición de la oralidad por escrito existe exclusivamente en inglés, simplemente doy ejemplos de lenguajes que me animaron a traducir La fiebre blanca de la manera en que lo hice.
Y el ejemplo que influyó de forma más trascendente en el valor de mi propio lenguaje —y éste, mucho anterior— es el de Zora Neale Hurston, una de las primeras antropólogas del sur de Estados Unidos de principios del siglo pasado. Ella sí que era valiente. “Jump at the sun”, le decía su madre. Si no llegas ahí, al menos despegaste tus pies por un rato.7
Hurston registró fonéticamente el código que hablaban entonces los recién hechos ciudadanos negros.
‘It’s uh known fact, Pheoby, you got tuh go there tuh know there. Two things everybody’s got tuh do fuh theyselves… They got tuh go tuh God and they got tuh find out about livin’ fuh theyselves.’8
No muchos se animaron a publicarla y terminó trabajando de intendente, aunque también vale decir que era su decisión, pues ya estaba planeando su próxima investigación sobre las trabajadoras del hogar, como refiere Alice Walker en su ensayo “Looking for Zora”, de 1975. Murió olvidada y desprestigiada, pero no por ello dejó de escribir así: en un lenguaje pícaro, atrevido y que no hacía concesiones.
Una de las personas que la rescató del olvido fue justamente Alice Walker y así el mundo angloparlante pudo valorar a Zora una vez más. El doctor Benton, de Etonville, el lugar de nacimiento de Zora, no dejaba de asegurar a Alice Walker que el inglés de Zora era excepcionalmente hermoso. Para sus entrañas, Alice pensó que era una manera muy astuta de convencerla de que Zora no hablaba en el registro negro en el que escribía.
Zadie Smith, quien se declara su hermana, dice que Zora tenía una confianza metafísica dentro de sí (Their eyes were watching God: What does soulful mean?, 2009). Sin duda, eso fue lo que le permitió escribir de una manera atrevida: no neutral, no reprimida, pero a la vez sin resentimientos. En su época una mujer negra tenía derechos comparables con los de un animal de granja. “De nigger woman is de mule uh de world”,9 dice la abuela de Janie en Their eyes were watching God. Y aun así Zora escribía como quería.
“There is no agony like bearing an untold story inside you”, escribió más adelante en Dust tracks on a road.10Para mí resulta igualmente agonizante tener que contar historias en un lenguaje que nadie habla: el español neutro. En cambio, el mexicano es mío. También es mío, pues. No por un accidente geográfico, sino porque yo lo asumo como tal, es mi voz adquirida.
Al principio era el verbo. Y el verbo era mexicano
“Sólo rezaba para que no se chingara mi lazik durante la noche y en medio de la taiga, y para que no fuera a toparme con bandidos.” Así empieza La fiebre blanca en mexicano, pues es una traducción anunciada desde la primera frase. Sin engaños para el lector. El verbo que usó Jacek Hugo–Bader, nawalić, no es neutro, pero tampoco es muy vulgar; es un estropearse familiar, informal; para ilustrarlo mejor, añado que no se debe incluir en ensayos escolares. Ahora, si hubiera usado joder para traducir nawalić la tinta sonaría más bien al castellano o al boliviano, mientras que no hay verbo más mexicano que chingar.
Con eso niego que sea una transgresión traducir como hablamos de hecho, primordialmente porque, por un lado, no reconozco esa norma comercial según la cual hay que publicar en el español neutro y, por el otro, no me parece que la norma divisiva entre lo culto, lo literario, lo estandarizado y lo vulgar tengan fronteras estáticas. Como todas las normas, pretenden regular la creatividad colectiva, y yo prefiero otra cosa para mi pensamiento. Yo cruzo la frontera sin papeles. ¡Cómo disfruto de hacerlo: hablar y escribir este lenguaje vivo que juega conmigo, que revuelca mis esquemas y, de repente, se me escapa para seguir una vida propia! Este lenguaje es mi norma —por el momento. Me enamoré de él desde mi primer viaje en el pesero, cuando medio abrumada por el tamaño del DeFectuoso viajaba a ritmo de cumbia y, con una libreta en la mano, apuntaba todos los “pinches”, “güeyes” y “cabrones” que el conductor lanzaba a su eterno acompañante. Iba a mi casa asombrada de cuántas cosas se podía decir con un simple “cabrón”. Y eso fue mucho antes de que saliera El chingonario.
Puede ser que estemos cambiando las cosas, porque últimamente leí diferentes españoles en un solo libro, y fue un reportaje tremendo. Los migrantes que no importan, de Óscar Martínez —muy a pesar de sus terribles historias— habla en voces centroamericanas a la par con el mexicano, tal y como se oyen en las calles, tal y como hablan los migrantes. Esa diversidad impresa —“tenés” y “tienes” en la misma página11—, que inmediatamente me permite reproducir diferentes acentos en mi cabeza y darles textura a las personas que cuentan las historias, me parece un lenguaje digno de escribirse.
Yo también así me pienso, y así traduzco. Éste es un registro del habla en México mientras yo estuve aquí de testigo.
Pero soy una pirata, hoy pretendo hablar el chilango, ayer hablaba el slang de Londres, y antes de eso imitaba la jerga de los teporochos polacos. Navego por el lenguaje como otros por los mares. A veces no regreso, pero nunca olvido. ®
Notas
1 Adam Gopnik, “Out loud: translation and untranslatables” en The New Yorker, 2014: http://www.newyorker.com/online/blogs/culture/2014/05/out-loud-translation-and-untranslatables.html (último acceso 19/05/2014).
2 Los derechos en España los adquirió una recién creada casa editorial, Dioptrías. La lista completa de traducciones está aquí http://czarne.com.pl/katalog/ksiazki/biala-goraczka/wydania-zagraniczne (último acceso 20/06/2014).
3 Jacek Hugo–Bader, La fiebre blanca, trad. Anna Styczyńska, México: La Mirada Salvaje/Surplus, 2014.
4 Zadie Smith, White teeth, Londres: Penguin Books, 2000, pp. 273 y 24–25.
5 L. Emilie Adams, Understanding Jamaican Patois. An introduction to Afro–Jamaican Grammar, Kingston: LMH Publishing Ltd, 1991, p. 5.
6 Micheal Thelwell, The harder they come, Nueva York: Grove Press, 1980, p. 17.
7 Zora Neale Hurston, Dust tracks on a road, Nueva York: HarperCollins, 1995, p. 572.
8 Zora Neale Huston, Their eyes were watching God, Nueva York: Harper Perennial Modern Classics, 2006, p. 192.
9 Ibid., p. 14.
10 Ibid., p. 717.
11 Óscar Martínez, Los migrantes que no importan, Oaxaca de Juárez: Surplus, 2012.