¿Cómo traducir el mal?

La ética de la traducción en la obra de Hélène Rioux

La reconocida escritora y traductora quebequesa se ha enfrentado a dilemas éticos en su trabajo, relacionados con los principios ideológicos. Ahora debe afrontar el reto de traducir el mal en estado puro.

Hélène Rioux.

¿Qué es la ética de la traducción? Ante el riesgo de intentar esbozar siquiera una buena o una filosófica y aceptable respuesta, he de ser humilde y decirles con toda honestidad que la pregunta que en realidad quiero intentar responder es: ¿Qué es la ética riouxiana de la traducción literaria? El peculiar adjetivo se debe al apellido de mi autora francocanadiense, Hélène Rioux, quien introdujo el tema ético en una de sus novelas, una en donde una escritora de novelas rosas, que también es traductora, un buen día, luego de un espantoso acontecimiento, decide exiliarse lejos de su país para encerrarse a traducir la autobiografía de un asesino serial.

Ya regresaremos a este salto mortal en pleno trapecio cirquero sin red de protección de por medio. En ese regreso se hallará implícito mi intento de respuesta a la pregunta que ya he formulado.

Para ir subiendo por alguna escalera imaginaria hacia lo desconocido, es necesario adentrarlos en algunos pasajes biográficos de mi autora antes de imitar el salto ya mencionado.

Hélène Rioux ha vivido la vida de una manera muy intensa y, casi desde siempre, al servicio de su pluma y de sus ideas, sus grandes elementos liberadores. Hélène nació en 1949 en Montreal en el seno de una familia humilde y fría. El idílico mundo de la niña querida, amada, apapachada, primermundista y sin preocupaciones estaba muy lejos de ser la realidad de Rioux. Todo lo contrario, al vivir en un barrio muy desfavorecido, tuvo que abstraerse y ensimismarse mucho para no verse lastimada aún más por aquella realidad tan dura que irremediablemente le había tocado vivir. De tal suerte que, desde que recuerda, Hélène leía, leía y leía todo lo que le cayera en las manos. Así se desarrolló su infancia: entre la desesperanza y la lectura. De hecho, sin sus lecturas jamás hubiera descubierto su gusto por escribir. Cosa que la llevó en la adolescencia a sentenciar: “seré escritora”.1

Ya en el Collège français se interesa mucho por el mundo de los cafés y el teatro. Comienza a escribir y puede sentirse la influencia de sus lecturas: Dostoïevski, Éluard, Baudelaire, Prévert. De pronto siente un verdadero desprecio por los métodos académicos y deja la escuela, dando paso a fuertes cambios. Como otros jóvenes, Rioux es pacifista, independentista, y quiere sentirse realmente orgullosa de ser quebequesa. Deja su casa a los dieciocho años y su primer objetivo es publicar poesía. “Fue así como me posicioné más allá del desprecio, de la miseria, de las esperanzas abatidas”, afirma Rioux.2

Tomada la decisión, tuvo que batallar mucho antes de ver publicadas Suite pour un visage,3 Finitudes,4 Yes, monsieur5 y J’elle,6 que serían los títulos con los que Rioux exploraría esa etapa de su niñez desprotegida y su adolescencia rebelde. Entre estos proyectos, de pronto surge su gusto por el ruso y sin más regresa a la escuela para estudiar esa lengua y complementar sus estudios en letras. Concluye sus estudios en 1975 y, como muchos otros literatos, Hélène Rioux comienza a traducir textos tan sólo por ser especialista en literatura. Novelas, manuscritos y ensayos pulen su actividad traductora hasta comenzar a destacar.

Es precisamente durante este proceso de consolidación cuando Rioux se da cuenta de la importancia de la ética en la traducción, pues cuando numerosos escritos y comunicados de la extrema derecha política caen en sus manos, y al no compartir esta ideología, sencillamente no los traduce; busca a algún colega que comparta esas ideas o que, almenos, así fuese sólo por el pago, hiciera el trabajo de manera profesional sin que sintiese conflicto ético al hacerlo. “Me di cuenta de que, a pesar de haber traducido muchos documentos tanto de la izquierda como del movimiento feminista, del separatista, entre otros, éstos no siempre fueron políticamente correctos. Sin embargo, y a pesar de ello, nunca he traducido, ni lo haría, textos que tengan que ver con la extrema derecha. Pienso que, a pesar de la mala calidad o de lo políticamente incorrectos de ciertos textos que traduzco de movimientos con los que simpatizo, el simple hecho de compartir lo básico de su planteamiento, y por mi propia historia y circunstancia, hace que sea mucho más profesional a la hora de traducir, lo que no sucedería de ningún modo con textos de la derecha o de la extrema derecha políticas”.7

Es precisamente durante este proceso de consolidación cuando Rioux se da cuenta de la importancia de la ética en la traducción, pues cuando numerosos escritos y comunicados de la extrema derecha política caen en sus manos, y al no compartir esta ideología, sencillamente no los traduce…

De esta manera, Rioux está claramente haciendo una llamada de atención sobre el peligro de imponer una visión muy distinta en la traducción de textos políticos o ideológicos, de ahí que haya abierto un espacio en su vida para la constante reflexión, sobre todo para no dejarse llevar por incentivos ajenos que, a la larga, contradijeran sus propias posturas de vida.

La traducción al español.

Una vez adquirida esta conciencia respecto de su trabajo como traductora, pero sobre todo como traductora literaria —periodo nada corto y nada fácil—, Hélène comienza a traducir como nunca. De hecho, la especialización en la traducción literaria es tal que no hace ninguna otra cosa y se convierte en su modus vivendi. Se esmera en esta noble labor hasta ganar el premio QSPELL por la traducción de la novela Self de Yann Martel (el mismo autor de la novela La vida de Pi, cuya historia hecha filme pudimos ver en México bajo el título Una aventura extraordinaria, del director Ang Lee), lo que viene a confirmarle que va por buen camino y no sólo eso, sino que la forma en que traduce es bien acogida.

Rioux, evocando su niñez y su adolescencia, se encierra con la obra que traducirá para empaparse por completo de ella, como cuando leía, leía y leía de niña, a solas en su cuarto. De hecho, si puede exiliarse, mucho mejor. Fue así como el gusto por el idioma español8 se apoderó de una forma muy especial de ella y decidió comprar una casa en España —emulando con ello el cuarto de su niñez—, para autoexiliarse y estar lejos, en soledad, con la traducción literaria y la escritura.

En 1949, año del nacimiento de Rioux, había una profunda crisis social debido a que el gobierno quebequés de Maurice Duplessis permitió una grosera apertura económica a los intereses estadounidenses, llevando a la sociedad francoparlante de Canadá a una situación de abierta confrontación. Entre asesinatos, sistemas corruptos, desempleo y descalificaciones políticas, hubo muchas huelgas, y fue a partir de la grève d’Asbestos de aquel año (la que movilizó de forma más efectiva a miles y miles de obreros de Quebec) cuando varios sectores comenzaron a solidarizarse con los trabajadores. Por la política entreguista y por todas las faltas a los derechos humanos durante su administración, a la época de Duplessis se la conoce como “los años negros”. Tal vez por eso el barrio de Pointe–Saint–Charles, en Montreal, con toda su violencia y desigualdad, marcó de manera definitiva la visión del mundo y la vida de Rioux. “La desesperanza marcó mi adolescencia, marcó a mi generación”. La declaración no es para nada gratuita si vemos tanto el contexto donde vivió la escritora como las circunstancias de su país. Un país, Canadá, que despreciaba todo lo que oliera a francoamericano y que le negaba a Quebec mostrar toda sus capacidades, primero como país libre —la fuerte etapa independentista— y luego como provincia de habla francesa. Este endurecimiento y etapa oscurantista cambió un poco con la llegada de la llamada Revolución Tranquila, un acontecimiento que no se sabe aún cuándo o en dónde surgió con exactitud. Lo cierto es que, a raíz de los cambios mundiales provocados por la Segunda Guerra Mundial, esta revolución traería algunas reformas políticas, sociales y económicas positivas para Quebec.

A pesar de estas transformaciones que dieron aire fresco a ciertas estructuras gubernamentales y que vieron alguna correspondencia en la sociedad quebequesa, la vida cotidiana continuaba siendo muy insatisfactoria. El factor de la cultura y la lengua diferentes —el francés respecto de la lengua nacional y predominante que era el inglés—, así como el de la cultura propia —ninguneada por los canadienses anglófonos— reclamaban con violencia espacios que aún les eran negados, y no sólo eso, sino que también les eran vedados.

La atrevida y muy conveniente idea, pues, de convertir la región quebequesa en un país en toda la extensión de la palabra creció de manera abrumadora. Así las cosas, comenzaron a surgir grupos rebeldes independentistas, siendo el más importante el Frente de Liberación de Quebec (FLQ), que entre 1963 y 1970 cometerá alrededor de doscientos crímenes violentos, utilizando granadas y bombas en una serie de atentados. Más allá de esta violencia abierta, el objetivo era también buscar la independencia de Quebec en el terreno de las ideas, de la cultura y de sus valores afines.

Los guerrilleros querían que el pueblo los escuchara, que supiera que sí había una alternativa nacional, más allá de las concesiones del Canadá inglés. Redactaron un manifiesto pero las puertas institucionales se cerraron para ellos, por lo que decidieron irse por la vía del secuestro político para conseguir su objetivo.9 Sus ansias se calmaron cuando por fin el gobierno federal aceptó transmitir su mensaje político–revolucionario.10

Aquello trajo consecuencias en el asunto que nos compete.

La literatura, en esos tiempos, no estuvo exenta de las mismas contradicciones y de la misma revolucionaria batalla por hacerse de una identidad propia. Dada la situación de Quebec, la literatura incipiente de sus jóvenes escritores no era muy distinta y pintaba su raya respecto del establishment. Los años sesenta y setenta del siglo anterior vieron pasar la insatisfacción, el desapego de los valores culturales propios del estatismo de las viejas generaciones, el hartazgo de todo y por todo, las formas violentas, las ganas de experimentar cosas inéditas y la enorme incertidumbre de no estar pisando nunca terreno firme. He ahí el caldo de cultivo perfecto en el que, por ejemplo, se daría la convocatoria para el primer referéndum sobre la soberanía de Quebec del resto de Canadá.11

Surge una larga fila de autores que, tanto en su proceso creativo como en su vida personal, llevarían la marca de los quebequeses indómitos, inconformes, irreverentes y, sobre todo, intimistas, quienes hartos de la pobreza económica, la pasividad, el aislamiento, la discriminación y el conformismo deciden tomar una actitud más atrevida, original y sumamente arriesgada: ya no identificarse con la cultura inglesa ni con los estadounidenses; tampoco con los canadienses anglófonos ni con Francia. Entonces la literatura quebequesa comenzó a decir lo que sentía a partir de su propia circunstancia, por muy incipiente, amorfa o extraña que resultara.

He aquí algunos escritores representativos quebequeses que surgieron de aquella época: Jean–Paul Desbiens, Gérard Bessette, Jacques Renaud, André Major, Hubert Aquin, Marie–Claire Blais, Réjean Ducharme, Anne Hébert, André Gervais, Gérald Godin, Michel Tremblay, Gaston Miron, Gilles Vigneault y, por supuesto, Hélène Rioux.

Todos ellos, unos más radicales que otros, tomaron la identidad individual como una fuerte y gigantesca bandera, cual reflejo de la realidad política y social que también estaba experimentando Quebec. No es gratuito que su inconformidad y su hastío hayan estado ligados a un impedimento de ser y de expresarse perversamente impuesto por un entorno de pobreza no sólo económica sino cultural, que se reflejaba con mayor brutalidad en la muy concreta invisibilidad intelectual y la muy extendida pobreza del lenguaje.

Se hizo comprensible, pues, que la producción literaria quebequesa explotara algo violenta y desparpajada en miles de formas intimistas a través de la mirada personal y sólo personal, a través de aquel famoso “Je” que muchos comenzaron a utilizar cada vez más, atreviéndose a dejar atrás añejos y anquilosados temores.

Así, la biografía y la autobiografía de estos literatos —quienes fungieron como espejos para mirarse y mirar a Quebec y su realidad de ida y de regreso— se convirtieron en las figuras más socorridas para decir “Aquí estoy y esto es lo que pienso”, “Aquí estamos y nosotros somos la literatura quebequesa, ¡nuestra literatura!” No por nada, la literatura quebequesa de los años sesenta y setenta fue un fértil terreno donde “el autoanálisis y el autorretrato parecen haberse convertido en la sustancia misma de la novela de esa región en aquellos años”.12

En la mayoría de esas obras uno casi puede llegar a tragarse irremediablemente ese tufo a crítica por todo y contra todo, esa insatisfacción por doquier, pero también ocurre lo mismo con sus vientos de cambio: su lucha contra el sistema escolar, contra los valores establecidos, contra la corrupción en todos los ámbitos, contra el conformismo, en pro de una independencia urgente, por la revisión de las desgracias familiares, el infortunio, la política, las ganas de jugar más con la lengua, de expandir la lengua, de reivindicar el francés de Canadá, de hacer mucho teatro, de mostrar la peculiar realidad mestiza del mundo canadiense…

En el Canadá francófono la literatura guardó una relación muy íntima con el nacionalismo, con todas las penurias y los cambios importantes de la época moderna que buscaron incesantemente una identidad propia, una salida a los males y preocupaciones que provenían única y exclusivamente de la realidad quebequesa y de ninguna otra.

Para que el arte no terminara contaminándose de cosas que no le concerniesen, la literatura local decidió liberarse, algo tarde pero lo hizo, de su misión nacional y de sus “deberes políticos”, dando paso a una era de libertad individual absoluta.

En este sentido, Hélène Rioux se apropia como nadie del género íntimo, pues su estilo no va con el feminismo decadente. Del “nosotras” militante pasa al “yo” introspectivo, no necesariamente político. De ahí que la realidad, los dramas sociales, así como los cambios históricos sean pasados por las armas riouxianas del análisis personal profundo. De ahí que en casi toda la obra de esta escritora y traductora las protagonistas sean escritoras o traductoras o personas que tienen que ver con el mundo literario, la traducción en sus diversas y a veces estrafalarias formas y la lengua francesa. Casi siempre estos protagonistas se caracterizan por no controlar su destino, por vivir una enorme crisis existencial provocada en gran medida por la pérdida de los viejos valores (la religión única, la occidental función de la familia típica, la sorprendente enajenación de la juventud, el matrimonio heterosexual tradicional, el masculino trabajo seguro con todos los derechos y prestaciones de ley implícitos, el modelo blanco y anglosajón de la belleza y el éxito…) y, en consecuencia, por la ausencia contemporánea de modelos a seguir. Esto por un lado. Por el otro, en sus novelas también se explora de forma particular el mundo de las relaciones entre los hombres y las mujeres, la identidad sexual y las nuevas formas amorosas de relacionarse. Así, el deseo y la pasión se tornan elementos importantes para armar estos caminos entrecruzados y vueltos a cruzar por donde quiere Hélène Rioux que obligadamente pasemos, nos perdamos y nos entrecrucemos con los otros también.

En el Canadá francófono la literatura guardó una relación muy íntima con el nacionalismo, con todas las penurias y los cambios importantes de la época moderna que buscaron incesantemente una identidad propia, una salida a los males y preocupaciones que provenían única y exclusivamente de la realidad quebequesa y de ninguna otra.

Tal vez a estas alturas podamos identificar, en esta descripción de la obra de Rioux, ciertos signos de lo que Guy Scarpetta identificaba como la posmodernidad en su obra L’impureté,13 donde analiza el mestizaje como un fenómeno en donde la indiferencia, el refrito, las baratijas, la telebasura, los nuevos y dirigidos comportamientos masivos, así como la manipulación mediática, sólo por mencionar algunos elementos, son el irremediable tema que tratarán muchas obras literarias posmodernas.

Desde esta perspectiva, obras posmodernas de Quebec, como las de Rioux, destrozan el contrato o pacto implícito que se da entre el escritor y el lector, por ejemplo, el que reza que debemos aceptar al relato mismo siempre con un único y pesado valor de verdad.

Así, el texto québécois se convierte en una pieza polisémica cuya interpretación representará más que un reto para el lector. Si a eso añadimos que ya los autores llamados néo–québécois (por no haber nacido en Quebec, pero que lo adoptaron como su país, su hogar, su lugar de residencia) de la talla de Alice Parizeau, Marco Micone, Émile Ollivier, Dany Laferrière, Ying Chen y Sergio Kokis, daban al traste con la famosa noción de identidad —recordemos que Quebec recibe a gente de todo el mundo y que ya han pasado varias generaciones que han puesto, cada una a su vez, su granito de arena en la construcción del modo de vida de esa parte francófona de Canadá—, tendremos pues no una literatura que analice y aborde la realidad quebequesa como tal en sí, sino una que nos sumergirá en la mirada y la realidad de las diversas comunidades culturales, étnicas, científicas, académicas, sexuales y sociales de Quebec, y, por qué no decirlo, dado lo ya descrito, de diferentes lugares del orbe concentrados en esa peculiar localidad de Norteamérica.

Si hemos de ser francos, con la literatura quebequesa contemporánea y de aquella época independentista uno se ve forzado a convertirse también en un ciudadano del complicado y atribulado mundo actual.

La joven tradición y enorme riqueza literarias quebequesas así planteadas revientan de una vez por todas aquello que muchos de mente cerrada o demasiado canónica aún siguen tomando como referencia para diferenciarse del otro: las fronteras nacionales con todos sus restringidos e inamovibles arquetipos.

La traducción del mal.

Ya lo dice Hélène Rioux de manera más precisa para defender lo extranjero o lo raro dentro de sus relatos, sus novelas, sus cuentos, sus nouvelles: “El deseo de salir a ver más allá es legítimo, pues una no está obligada a hablar sólo de su pueblito. Yo no siento la necesidad única o exclusiva de crear un personaje típico de Quebec desenvolviéndose solamente una realidad típica quebequesa. Es una cuestión de temperamento; a mí me gusta mucho escaparme a otros sitios”.14 Esto es lo que les da un toque casi inalcanzable a estas obras. La intertextualidad entre ellas mismas las enriquece, lo que permite, por ejemplo, en el caso de Rioux, poner en especial entredicho casi todo los modelos sociales de la actualidad al jugar con los clásicos papeles estereotipados de sus heroínas, sean rusas, quebequesas, mexicanas, españolas o dominicanas.

Otro elemento muy importante es la manera como Rioux pone en tela de juicio la lengua misma. En varias de sus novelas se aborda la reflexión sobre la traducción y la literatura desde lo íntimo: cómo hablan, de qué hablan o escriben, cómo escriben, qué traducen o relatan, cómo relatan o cuentan o reflexionan y qué quieren decir sus personajes a través de una muy peculiar y québécoise lengua francesa. Echa mano de la autorrepresentación para poner a esta lengua como una protagonista más que, en primera instancia, no lo es, hasta que nos sorprende revelándose como tal en sus historias. La lengua, a través de su escritura, se representa a sí misma al volverse el puente principal entre la realidad de afuera y la de adentro. La lengua pensada y reflexionada por un protagónico alter ego. Algunos critican esta forma de escribir al calificarla de narcisista en extremo. Una primera persona que ve lo mismo la realidad de afuera y de adentro. ¿Cuál será la de afuera y cuál la otra en medio de una confusa realidad mestiza y migratoria de alcances no sólo nacionales sino internacionales como la que experimentó Quebec hace treinta o cuarenta años y que ahora casi todo el planeta está experimentando con nuestra desbordada globalización?

Al ser así de importante la intertextualidad en sus obras literarias, Hélène Rioux no desaprovechó la idea de echar mano de ésta no sólo para un texto o algunos, sino que, debido a su ingenio curioso y explorador, ha creado un gran mosaico con la mayoría de sus últimas obras publicadas, pues no vio la necesidad de romper bruscamente con las tramas únicas e independientes de sus novelas. Todo lo contrario, halló fórmulas para conectarlas unas con otras para hacer, así lo veo, una obra de gran envergadura que se extiende a lo largo y ancho de toda su producción literaria.

Dice un viejo cliché que en el mundo de la literatura todo está dicho. Hélène Rioux lo destaza al afirmar: “Sí, todo está dicho: sobre el amor, la guerra, la paz. No obstante, yo escribo para crear estructuras únicas a través de las cuales hago pasar mi mensaje. El mío”.15

He ahí el valor de su obra, la cual, desde ese ángulo, aparece como explosiva, fragmentada, violentada en sí misma, lo que no deja de ser interesante a la hora de unir estos fragmentos de rompecabezas, los cuales pueden leerse casi como si fueran cuentos o nouvelles totalmente independientes.

Una obra desde donde podemos observar a los personajes a pesar de ellos mismos desde diferentes perspectivas; apreciarlos casi a la fuerza de múltiples maneras, pero nunca jamás de una sola.

Es como si la literatura quebequesa, concentrada cual gota en la pluma de Rioux, se hubiese adelantado años luz a su tiempo, a su muy enmarcado territorio y a su casi natural circunstancia. Como si hubiese vaticinado la vida contemporánea del mundo al proponer a destiempo su rareza, su peculiar y caótica mezcla, su cosmopolitismo estrafalario y, lo más cruel desde su violenta gestación, su aparentemente desangelada falta de rumbo y su carencia de certezas.

Hasta aquí he podido acercarme a Hélène Rioux en su literaria y cruda esencia. ¿Cómo di con su ética de traductora?

No recuerdo la fecha exactamente, pero sí el tema. La música y la traducción. ¡Qué nombre para una ponencia! ¿En dónde? En un Encuentro Internacional de Traductores Literarios en la Ciudad de México. Subrepticiamente, Rioux introdujo la cuestión de la ética. Casi de inmediato pensé que abordaría muy sesudamente el famoso binomio popular aún indisociable “traduttore–traditore” y que, como siempre sucede cuando tal binomio es siquiera pronunciado, se haría hincapié en llevar a cabo la tarea del traductor… ya saben: serle lo más fiel posible al texto original, so pena de involucrarse en serios problemas éticos en caso de no hacerlo.

Así, la curiosidad me envolvió al saber que la autora de aquella ponencia sería una quebequesa y no una autora francesa, primera sorpresa de varias del mundo de esta mujer que me irían atrapando, pues durante el acto fui descubriendo cosas que me afianzaban cada vez más en él: que aparte de ser traductora literaria era escritora, al igual que yo; que se daba licencias interesantes para jugar con la lengua francesa; que se posicionaba en un universo canadiense desde donde hay que recrearse en todo momento —otro gran guiño para mí—; que hay textos que, aunque no nos gusten, nos plantean el problema de su traducción desde la conciencia ética: ¿Quién decide cuáles textos traducir y cuáles no? ¿Cómo se llega a esa situación? ¿Por qué la traducción, a veces, no es un proceso gozoso? ¿Debe un traductor tomar seriamente el trabajo de traducir las ideas de un neonazi, por ejemplo? ¿El programa completo de un nuevo partido político de ultraderecha? ¿La autobiografía de un asesino serial?

Todas estas preguntas me llevaron a reflexionar sobre otras: ¿Se debe traducir un método que explique cómo asesinar a un semejante prolongando su dolor? ¿Se pueden traducir realidades que a uno le parecen abominables? ¿Debe un homófobo traducir un manifiesto de liberación homosexual? ¿Puede una traductora “corregir” un texto sobre la familia típica anteponiendo su ideología feminista? ¿Puede un traductor esnob obviar todo el campo semántico de palabras soeces de un cuento que describa la forma de hablar en un barrio popular? ¿Puede un traductor musulmán practicante traducir un comunicado que vaya en contra de su propia religión? ¿Puede un traductor colombiano simpatizante del SÍ traducir textos para ciertos políticos, que le pagarán bastante bien, sobre estrategias del shock para inducir el voto popular por el NO?

La ponencia me siguió maravillando hasta que llegó a su fin. Hélène Rioux dejaba ahí el tema para seguir reflexionando sobre la ética como acompañante inseparable del proceso de traducir, sobre todo en cuanto a la fina frontera que separa lo objetivo de lo subjetivo en nuestra visión del mundo y sus férreos paradigmas. Para entonces, aquella menudita mujer, cuyo español no dejaba de tener un cierto toque japonés, me había cautivado.

Traducir los sentimientos…

Hélène había mencionado un libro en su ponencia, Traductrice de sentiments, el cual englobaba su idea apenas sugerida sobre la ética y la traducción. Después de haber intercambiado impresiones y puntos de vista y de mostrarle mi interés por su Traductrice, me regaló un ejemplar de ese libro. Su lectura me noqueó. Sencillamente me fascinó. Cuando terminé de leer Traductrice de sentiments no cabía ya ninguna duda: tenía que traducir esa novela y, si podía, convertirme en su traductor al español mexicano.

Quebec, como buena cultura encerrada en otra, como sucede con las Antillas, con el mestizaje mexicano y sus internos, antiquísimos e independientes pueblos en cuanto a prehispánicos usos y costumbres, con las nuevas naciones surgidas en muchas partes del orbe, con todas las culturas mal llamadas “menores”, es un espacio desde donde se puede pensar y repensar el complejo fenómeno de la traducción, y por ende, pensar y repensar también la ética que le es inherente.

Esta ética de la traducción riouxiana está irremediable e inevitablemente empapada de sus orígenes geográficos, sus antecedentes históricos, sus actos, personajes e ideas políticos y sus avatares íntimamente personales.

Hace unas semanas escuché una ponencia de Annie Brisset, francesa avecindada en Toronto y especialista en sociocrítica de la traducción, en la cual nos acercó a un fenómeno harto interesante: la poca representatividad teatral que tuvieron las obras de Shakespeare justo en la época álgida de la lucha política que ya he mencionado. Y sí, me surgieron preguntas éticas al respecto: a pesar de lo que ahora someramente sabemos de la historia de Quebec, ¿su lucha independentista justificó el hecho de que Shakespeare, más allá de las cifras concretas, casi no haya tenido difusión en su universo teatral? ¿De que, en ese sentido, la población québécoise no haya tenido acceso en ese periodo a un clásico de la literatura universal sólo porque, quiero pensar, era el representante mundial por excelencia de la lengua inglesa, es decir, la enemiga “natural”? ¿Hamlet habría sido sumamente dañino para el combatiente Quebec? ¿Las poquísimas adaptaciones realizadas en donde el yugo del autoritario rey oprime tanto a ese pueblito raro y lejano, de lengua extranjera incluso, que a éste no le queda más camino que rebelarse, romper sus cadenas e ir en pos de su independencia fue la mejor manera de digerir al clásico inglés?

Debe ser tremendamente duro para una comunidad enorme abarcada por otra aún más enorme, gigantesca, intentar siquiera ir en pos de su identidad, sobre todo cuando los valores nacionales que en teoría tiene que respetar, plasmados con sangre y fuego en una Carta Magna, le resultan completamente ajenos. En ese sentido, el reforzamiento de actitudes regionales, el contar historias familiares, la escritura de autobiografías y el uso interno de fuertes herramientas como la lengua común se convierten en poderosas y explosivas armas culturales, esas armas que irremediablemente restauran la dignidad, fortalecen los lazos, proyectan el futuro y refuerzan el orgullo.

Hablando de armas, sociedades cercadas como la de Quebec hacen de su cerca una de doble filo. La imagen de la cerca, de la muralla, de la franja fronteriza o del muro nos habla casi siempre de separación, de sana, prudente, inteligente y lógica ubicación de su cada quien con su cada cual.

Pero, una y otra vez —el ser humano nunca aprende— la historia nos ha demostrado que detrás de esa idílica imagen que, en una primera instancia, da la sensación de mucha seguridad, casi siempre se esconden otras realidades que, de mantener la ceguera, tarde o temprano explotan violentas justo en el patio de nuestra casa.

En la película Priscila, la reina del desierto, en algún diálogo entre un transexual y un homosexual que hacen shows travestis de medio pelo, camino hacia un casino en medio del desierto australiano, hablan de Sidney, la capital del país. Luego de haber vivido un episodio violento, uno más en su contra, el transexual habla sobre las contradicciones y la soledad que experimentan en la ciudad y sobre esa frontera invisible que rodea Sydney. Dice el trans: “Sé que nos quejamos mucho de él, pero a veces no sé si ese muro está ahí para asfixiarnos o en realidad está para protegernos”.

Invisibles o tangibles, los muros son grandes paradojas que a veces uno no termina de asimilar. Las lenguas no son sólo lenguas, son visiones complejas y diferentes del mundo. Las lenguas y los muros son paradojas que aparecen en donde uno menos las espera.

La traducción literaria es también una paradoja de las luchas independentistas.

Quebec no logró su independencia, pero su lucha le brindó muchos beneficios sin dejar de ser parte del pacto federalista canadiense. Quebec tiene hoy una autonomía envidiable en aspectos que ya quisieran otras regiones similares en el mundo. Tiene su propio gobierno y fue factor clave para transformar al país en un gigante bicultural y bilingüe.

Rioux, como dije, en algún punto de su vida hizo de la traducción su modus vivendi. ¿Por qué pudo hacerlo? Porque Canadá, acogiéndose en todo momento a su ley bicultural, traduce casi toda su producción literaria, administrativa, técnica, tecnológica y demás del francés al inglés y viceversa. Las lenguas oficiales son el inglés y el francés. El traductor es clave para la vida cotidiana de Canadá —si a eso le añadimos las constantes solicitudes de asilo y residencia que recibe en cientos de lenguas, aún más.

Como traductora literaria, Hélène se sumerge de lleno del material con el que habrá de enfrentarse los siguientes meses, o años. El cuarto, la lejana casa, el aislamiento. Fue precisamente así, en uno de esos prolongados aislamientos como apareció la idea. Mientras traducía en Almuñécar, en sus salidas al café o a la tienda para comprar comida y cigarros, o en sus caminatas por la playa, Rioux se entera de una noticia que en 1993 conmocionó a toda Europa. Habían encontrado por fin los cuerpos de tres muchachitas adolescentes en medio de un pantano vuelto fosa. El famoso “crimen de Alcácer”, como se lo conoció, sacudió las conciencias no sólo por el hallazgo en sí, sino por las investigaciones posteriores en donde salieron a la luz las bestiales vejaciones y las indescriptibles torturas que habrían sufrido las muchachitas antes de ser asesinadas.

Esta vez el reto era descomunal. La historia de un traslado dolorosamente obligado. La traducción literaria no deseada pero íntimamente necesaria para seguir adelante, la sorpresiva transformación, la paradoja del muro, el intento de comprensión, el mundo del amor y el de las ilusiones tomado de la mano de uno totalmente desconocido, ajeno, y para este creativo caso, cruel y torturador.

Hélène vuelve a su aislamiento a traducir, pero al mismo tiempo sabe que ha llegado la hora: “Es tiempo de escribir”. Esa novela que había estado acariciando durante largo tiempo pero que no llegaba por fin da sus primeras señales de vida. Éléonore, su alter ego y gran presencia en algunas de sus obras, tenía nuevamente algo que decir. Pero esta vez no era nada suave o evocador, ni tampoco personalmente tan íntimo ni tan revelador. Esta vez el título, engañosamente dulce, no diría mucho de lo que el contenido sería, de lo aterrador. Desde ahí daba comienzo su personal salto al vacío, quizás.

El reto que se habría impuesto era descomunal. De ahí los avatares éticos que el esbozo mismo de la escritura de esa novela ya implicaba. Toda la complejidad plasmada en el estilo de Rioux tendría en esa historia que ser vertida. Esta vez el reto era descomunal. La historia de un traslado dolorosamente obligado. La traducción literaria no deseada pero íntimamente necesaria para seguir adelante, la sorpresiva transformación, la paradoja del muro, el intento de comprensión, el mundo del amor y el de las ilusiones tomado de la mano de uno totalmente desconocido, ajeno, y para este creativo caso, cruel y torturador.

Leer con detalle todo lo que había sucedido con aquellas niñas le dio el pretexto para expresar lo que quería literariamente. Así que, por primera vez decidió que su alter ego sería escritora y traductora al mismo tiempo, más traductora que escritora. El reto la atemoriza, no sabe si lo va a lograr, pues esta vez intentará hacer lo que ha querido desde hace mucho tiempo: una extraordinaria ficción sobre el traslado de la tortuosa actividad traductora hacia un mundo muy peculiar, sublime y brutal al mismo tiempo, el de las personas y el de los sentimientos.

La empresa era titánica. Se trataba de una traducción creativa en donde la escritura de Rioux echó mano de una gramática no tradicional. La trama principal recae en una traducción literaria que debe hacer una traductora que también escribe para una idílica colección de novelas rosas. ¿De qué va la traducción? Tiene que traducir la autobiografía de Leonard Ming, un asesino serial cuyas víctimas son lindas e ingenuas jovencitas, quienes le han provocado un gran morbo y placer sexual casi desde que era niño.

Luego de una larga cadena de atroces asesinatos, Ming ha sido capturado, formalmente sentenciado y encerrado, pero, ¡increíblemente!, su historia —la cual ha escrito en la cárcel, ha sido publicada y ha alcanzando un récord de ventas hasta convertirse en un best seller—, le ha fascinado no sólo a una editorial trasnacional, que ha comprado los derechos y ya ha contratado a Éléonore para la traducción, sino también a varios estudios de cine en Hollywood, que, ansiosos, esperan ser los elegidos para llevar esta sangrienta historia a la pantalla.

A la traducción literaria plasmada en Traductrice de sentiments no le interesa aparentemente la apegada comprensión sintáctica ni la fidelidad gramatical, ni la del sentido ni la del ritmo. Los procesos de traducción que plasmará Rioux en ese sentido son muy peculiares. Más allá de rozar una vaga idea de profesionalismo al mencionar un par de veces la presencia de un diccionario, tal parece que para la gran novela riouxiana lo esencial para este gran reto es la tragedia, la enorme tensión y el contradictorio y angustiante mundo de los sentimientos, lleno de preguntas y de dudas en ocasiones recalcitrantes.

Y es que Éléonore se había estado desempeñando como una exitosa escritora de novelas de amor para jovencitas inocentes y puras, en las que utilizaba invariablemente el clásico cliché amoroso heterosexual, aquel del príncipe que rescata a la princesa, el amante amoroso que en todo momento protege a su amada doncella, en todas sus variantes; se ha convertido en la autora estrella de la colección “Sentimientos” de la editorial transnacional y sus obras son la delicia de miles de jovencitas que sueñan con encontrar algún día en el hombre ideal el más puro y bello amor que este mundo haya dado jamás.

Un día una linda y hermosa adolescente, muy importante para Éléonore, desaparece. Tan sólo diré que en medio de la zozobra de no saber absolutamente nada sobre ella, la protagonista cae en una terrible depresión, cuestionando todo y a todos, al mundo entero, incluyéndose a ella misma y a su profesión.

“El mundo es complejo, es colosal, está lleno de maldad y es vertiginoso, todo el tiempo está cambiando. Y mientras eso pasaba, yo estaba aquí, cómodamente encerrada, escribiendo historias falsas que sólo están en mi mente y en mi alma tonta y estúpidamente románticas, sin salir nunca de mi cuarto. El amor no existe en este mundo horrible, pero yo con mis historias les hice creer a muchas jovencitas todo lo contrario, y no sólo eso, sino además, que es hermoso y que vale la pena ir a buscarlo a cualquier lugar, así sea en el infierno”. Tal parece ser el torturador pensamiento que invade a nuestra protagonista.

Cuando se entera de que su editorial ha comprado los derechos de la exitosa autobiografía, ella se propone para traducirla porque, según sus palabras, “quiere entender”. Ha permanecido tanto tiempo en su propio mundo romántico que ahora desea irse al otro extremo, acercarse a lo oscuro, al mundo de lo terrorífico y de la maldad encarnadas en primera persona. Ming. En ese sentido, el proceso de traducción de Éléonore va más allá de su formación profesional o de lo puramente académico, implicando otro gigantesco salto más.

Es algo extraordinario pero sumamente arriesgado. La traducción literaria es también una paradoja respecto de la traducción de sentimientos, pues contrario a la primera impresión que suele surgir al leer la palabra, no todos los sentimientos implican luz, amor, cariño, solidaridad, calidez o bondad.

Su traducción literaria será en realidad la traducción de sí misma hacia todo aquello que desconoce pero que intuye, aunque no comprende: el alma del monstruo, la esencia misma de la maldad humana.

Su proyecto de traducción, así planteado, implica una muy particular transformación que raya en la transexualidad, pero no en una transexualidad requerida, deseada, y por lo mismo gozosa y de realización plena. No. Esta, por el contrario, parece ser una transexualidad obligada, terrorífica y, antes bien, originariamente repulsiva.

De mi Traductora de sentimientos extraigo algunos ejemplos de ese peculiar método traductológico.

“Y ahora, heme aquí, desnuda por completo, escondida entre las rocas. Completamente desnuda, completamente sola. A veces llegan del mar olores muy violentos. Peces muertos, algunos descompuestos, mariscos. Olores que asaltan. Se diría que vienen del estómago mismo del mar. Trastornan y ponen patas p’arriba la cabeza. Así hablaba Leonard Ming. Leonard Ming, el Hombre de Hong Kong, el asesino. El mar que me tranquiliza alimentaba su furor. El olor a muerte le recordaba aquel que se estanca en los alrededores de los puertos, por la mañana, al regresar de pescar”.

Un día una linda y hermosa adolescente, muy importante para Éléonore, desaparece. Tan sólo diré que en medio de la zozobra de no saber absolutamente nada sobre ella, la protagonista cae en una terrible depresión, cuestionando todo y a todos, al mundo entero, incluyéndose a ella misma y a su profesión.

“No he entrado en la muerte, aún no. Me quedé en la superficie de las palabras por traducir, de una lengua a otra. Aún no he penetrado su esencia”.

“Después de haber leído a Leonard Ming, después de que acepté traducir su historia, siento en mí mucha culpa, me da la impresión de tener un secreto y de no poder revelarlo. Me da la impresión de que, si hablo, voy a traicionarme, una luz en mi mirada, un titubeo en mi voz van a traicionarme. ¿Sabrá que yo sé algo que él ignora?”

“A veces intento imaginar algo dulce, como si la muerte pudiera ser dulce. Pero la mayor parte del tiempo las imágenes que me vienen son violentas, son sangrientas. Por eso acepté traducir a Leonard Ming. Porque él raptó niños, los violó, torturó, mutiló, cortó en pedazos y los aventó a la basura”.

“Durante la noche traduje este capítulo. No le propuse a Lukas que subiera a tomar una última copa, no experimenté ningún momento tórrido con él. Me regresé sola y me instalé en la mesa con una botella de agua mineral, un vaso, cigarrillos, el libro, el diccionario, mi cuaderno de espiral, la pluma azul. Prendí la radio y estaba Chopin. Piano ligero, melancólico, espontáneo. ¿Cómo leer horrores, traducir atrocidades escuchando a Chopin?”

“Usted piensa en esos ojos aterrorizados, usted se imagina un perro a punto de ensañarse con ella. Usted desea imaginarse lo peor, por eso aceptó traducir ese libro”.

“Lo más difícil es escribir en ‘yo’. Utilizar la primera persona, prestar mi voz a Leonard Ming, encontrar las palabras en mi lengua para traducir las suyas, esto equivale a llevar a cuestas una parte de sus actos. Me encuentro forzada a abrazar su pensamiento. Ya no puedo permanecer en la superficie. Entro en él, nuestras identidades se mezclan. Se crea entre él muerto y yo viva una terrorífica intimidad”.

“Yo digo que entro en él pero, ¿no es más bien él quien entra en mí y quien, poco a poco, subrepticiamente, viene a ocupar todo el lugar? Porque incluso muerto conserva su poder horrible y, muerto, aún vive por sus palabras, son las mías que le infunden vida. No quiero ceder a la fascinación del horror. El mismo poder de destruir, de asolar, dejó eso detrás de él; las palabras son sus huellas y su testamento. Pasó como un cataclismo. Y yo, en los escombros, cuento a las víctimas, me tambaleo en el decorado devastado”.

Con estos ejemplos basta. No sé si lo notaron, pero, incluso con algunas piruetas mortales, ya hemos ejecutado el gran salto a principios de este texto prometido.

Traductrice de sentiments no fue bien vista por la mayor parte de la crítica literaria canadiense. A sus ojos, omitiendo el resto de los temas planteados en la novela, el de la extrema violencia resultó el acaparador de algo así como un morboso atrevimiento de muy mal gusto. Además, el hecho de que una mujer fuera la autora de esta “cruel” historia la hacía aún más despreciable y polémica. Ante esta avalancha de descrédito la autora parece lanzar nuevamente un conjunto de preguntas éticas, no sin antes reflexionar.

“He leído historias más o menos similares, incluso más crueles y explícitas, en donde la misma crítica que me cuestiona hace de ellas unas verdaderas obras de arte, novelas que han revolucionado la literatura canadiense contemporánea, escritos excelsos en donde se nos plasma una realidad finamente contada, por muy dura, cruel y brutal que pueda ser. ¿Y quiénes han escrito estas joyas? Pues los escritores, los hombres, por supuesto.

”Así que yo me pregunto, ¿sólo a través de la propuesta y visión masculina se puede escribir sobre la violencia, el terror, el horror, la guerra, el asesinato y la tortura? Si esto es así, luego entonces, ¿la calidad de la obra sólo bajo esa circunstancia es atrevida, arriesgada, excelsa, revolucionaria, inédita, única, impactante y extraordinaria? ¿Una escritora no puede permitirse escribir sobre el amor, la esperanza, el terror y el horror al mismo tiempo? ¿A qué tiene derecho a escribir entonces? ¿A qué mundos puede acceder y, en ese sentido, a qué tipo de premios puede aspirar? Dada esta cruel y sangrienta dicotomía, ¿las mujeres, debo entender, sólo podemos escribir única y exclusivamente sobre la fraternidad, el amor, el cariño, lo extremadamente íntimo, la maternidad, la paz, los bellos alumbramientos, la fragilidad, los detalles cotidianos y lo bonito de la vida?”

Traductora de sentimientos fue bien recibida por una pequeñísima parte de la crítica literaria en México. Al ser producto de una beca, el traductor–autor se convirtió en un agente cultural que tuvo que ver con todo su proceso editorial hasta su nacimiento, incluyendo la propia difusión de la obra terminada.

José Luis Justes, en una nota publicada en el diario La Jornada, lo dice todo: “si Traductora de sentimientos hubiera sido publicada por Anagrama, Alfaguara o Planeta (pues la editorial Jus, que tuvo cierto auge en el pasado, en realidad es una muy pequeña), sería uno de los libros más vendidos y más comentados del año”.

¡Qué contraste! Cosas, pues, del emisor y el receptor, del autor y el traductor, de la fuente y de la meta, de los géneros que a veces nos confunden, pero que nos sorprenden.

El vasto universo de la traducción. ®

Conferencia magistral pronunciada el 20 de octubre de 2016 en el marco de la Cantera de Traductores Literarios —organizada por la Asociación Colombiana de Traductores, Terminólogos e Intérpretes (ACTTI) y la Asociación Mexicana de Traductores Literarios (Ametli) en el Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, Colombia.

Notas

1 Hélène Rioux en Hervé Guay. « Hélène Rioux. Du ressort et de la volonté », Le Devoir, 14 de mayo de 1994, p. D–7.

2 Hélène Rioux, J’elle, Montreal, Stanké, 1978, p. 76.

3 Suite pour un visage, poema, Montreal, Editions du Carré Saint–Louis, 1970.

4 Finitudes, poemas, Montreal, Editions d’Orphée, 1972.

5 Yes, monsieur, novela, Montreal, Editions La Presse, 1975.

6 J’elle, novela, Montreal, Editions Stanké, 1978.

7 Hélène Rioux, como fuente viva y en contacto directo con quien esto escribe.

8 El gusto por el español es algo que no se aclara del todo en lo que al mundo de Hélène Rioux concierne. De hecho, ni ella misma quiere expresar cómo se dio esa transición entre el francés, su lengua, el gusto por el ruso y después por el español.

9 Le 5 octobre à 8h20, le diplomate James Richard Cross est enlevé par la cellule Libération du Front de libération du Quebec, à son domicile du 1297, rue Redpath Crescent, à Westmount. L’une des conditions exigées par la cellule est la diffusion dans les médias de leur Manifeste; en www.google.ca

10 Le 8 octobre 1970, la lecture du Manifeste du FLQ est la seule concession que le gouvernement est disposé à accorder au FLQ. À 22h30, le lecteur de nouvelles Gaétan Montreuil en effectue la lecture sur les ondes de la télévision et de la radio de Radio-Canada. Le Manifeste avait aussi été lu la veille à la radio de CKAC. Manifiesto redactado por André Roy y actualizado por Jacques Lanctôt.

11 Le 20 mai 1980, les Québécois se sont prononcés à 59,6 % contre la souveraineté–association. Bien que la majorité de la population ait opté à l’époque pour la fédération canadienne, la tenue de ce référendum a profondément changé les rapports entre le Quebec et le reste du Canada ; en www.radio–canada.ca/nouvelles/47/47960.htm

12 Bourneuf, Roland, « Formes littéraires et réalités sociales dans le roman québécois », en Livres et auteurs québécois, Jumonville, Montréal, 1970, p. 265.

13 Guy Scarpeta, L’impureté, París, Grasset et Fasquelle, 1985, p. 386.

14 Hélène Rioux en Alexandra Jarque, « Hélène Rioux. La survenante », Nuit blanche, n. 44, junio–agosto de 1991, p. 30.

15 Idem, p. 28.

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Publicado en: Ensayo

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