La ciencia, la sociedad y la política

Entrevista con Fedro Carlos Guillén

La ciencia, para bien o para mal, ha perdido fuerza como la gran dictadora del conocimiento confiable. La gente está más dispuesta ahora que antes a creer en el poder de los astros, la cura del cáncer con zanahorias frotadas o los platillos voladores.

Fedro Carlos Guillén.

Una de las formas en las que se puede difundir la ciencia es presentar los diversos dilemas, problemas, sinsabores, trampas y falsificaciones que experimentan tanto sus practicantes como quienes, desde posturas fraudulentas, ejercen la anticiencia.

Pareciera que elementos como la dificultad de comunicar adecuadamente la tarea científica y el enorme valor de sus productos, así como el avance de diversas creencias y supercherías han llevado a una situación en la que “la ciencia, para bien o para mal, ha perdido fuerza como la gran dictadora del conocimiento confiable. La gente está más dispuesta ahora que antes a creer en el poder de los astros, la cura del cáncer con zanahorias frotadas o los platillos voladores”.

Quien escribe lo anterior es Fedro Carlos Guillén (Ciudad de México, 1959) en su más reciente libro, Ciencia, anticiencia y sus alrededores. Ensayos para alimentar la curiosidad (México: Debate, 2018), en el que el autor encara diversos asuntos “en un ejercicio que trata de liberar estos temas de las camisas de fuerza que a veces (y desgraciadamente) imponen los códigos científicos”.

Sobre esa aportación a la divulgación de la ciencia conversamos con Guillén, quien es doctor en Ciencias por la UNAM y egresado del Programa de Estudios Avanzados en Desarrollo Sustentable y Medio Ambiente de El Colegio de México. Ha colaborado en publicaciones como Nexos y etcétera y fue director de la Revista de Investigación Ambiental, además de responsable de la sección de ciencia del Instituto Mexicano de la Radio. Una treintena de libros son de su autoría, en los que ha desarrollado el ensayo, la novela, la divulgación y el libro de texto. Trabajó en dependencias como la Secretaría de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca y el Instituto Nacional de Ecología.

—¿Por qué hoy un libro como el suyo, esta reunión de ensayos que, como usted dice, “busca quitarle las camisas de fuerza que imponen los códigos científicos”?

—La percepción pública de la ciencia es equivocada por muchas razones; la primera es que es algo inaccesible, difícil, para iniciados. Sostengo que ello es erróneo, y además pienso que hay explicaciones para esa percepción, como la lejanía entre la comunidad científica y la sociedad, que son como ciudades diferentes. Los científicos, de una u otra manera, se han alejado de la sociedad; entonces me parece que tiene que haber un puente, uno que una ambos conceptos. Se trata de la divulgación, este ejercicio de traducción, de hacer legible algo que muchas veces no lo es por el armazón tan rígido que tienen los códigos científicos.

La percepción pública de la ciencia es equivocada por muchas razones; la primera es que es algo inaccesible, difícil, para iniciados. Sostengo que ello es erróneo, y además pienso que hay explicaciones para esa percepción, como la lejanía entre la comunidad científica y la sociedad.

Considero que buscar un lenguaje llano, ameno, popular (si se puede) para transmitir ideas científicas es un ejercicio que intenta acortar estas distancias entre la comunidad científica y el resto de la sociedad.

—También destaco el humor que expresa en los textos…

—El humor se tiene o no se tiene, no es algo para lo que se pueda hacer un esfuerzo. Durante mis ya largos años de escritor ha sido una constante; es algo que está presente casi siempre, ya sea en una novela, un cuento o un ensayo. Trato de ser juguetón, y no porque haga un esfuerzo para serlo sino porque así salen las cosas.

Además, creo que ayuda quitarle a la ciencia esa imagen de señora pomposa, rígida, victoriana, encorsetada. Hay que hacerla más dinámica; por ejemplo, hay un ensayo de economía muy serio que se hizo sobre la toma de decisiones, y que era analizar, en un momento determinado, qué es mejor: hacer algo o no hacerlo. Resultó que era mejor no hacerlo; el ejemplo asociado con esto es el futbol: se ha demostrado que si el portero no se lanza tiene más probabilidades de parar un penal que si se tira, y se avienta por no parecer timorato.

Me parece que jugar un poco es buena estrategia para quitarle la armadura de seriedad a la ciencia. No sé si vaya a funcionar, pero a mí me gusta y me divierte mucho burlarme, incluso abiertamente. Mi editor, que es un hombre muy serio, de pronto me decía sobre un pitorreo que hice de algo: “Esto está un poco pasado de lanza”.

Una manera de tratar que los procesos anticientíficos no permeen es ridiculizándolos. Es de verdad ridículo que alguien crea que su futuro depende de lo que soñó, o que por el día que nació tiene un destino determinado. Lo que hace la ciencia es dudar: es su atributo. Y hay gente que tiene una fe ciega, casi tanto como la que tienen los simpatizantes de López Obrador: no hay un cuestionamiento.

A mí me interesa que la gente cuestione, y eso es parte importante de este proyecto.

—En uno de los primeros textos usted comenta que el hombre moderno ha dispuesto que la ciencia tenga un peso equivalente al Espíritu Santo, por lo que también tiene sus dogmas. ¿Cuál ha sido la consecuencia de esta concepción ortodoxa de la ciencia?

—Es como ser cristiano pero al revés; es decir, tan no es cierto que Dios nos creó el primer día como que la ciencia sea una verdad inmutable. Hay gente que dice: “esto es un hecho científico”, y parecería que eso debería bastar para que uno lo dé por bueno. Pero no: un buen científico es el que duda, que cuestiona, que tiene un escepticismo razonado. En ese sentido, apreciar también a la ciencia como un monolito infalible es un error. Pero hay gente que así la ve.

Hay hechos científicos que se han modificado, aunque hay gente idiota que, por ejemplo, cree que la Tierra es plana cuando ya se demostró claramente que no lo es. En ese sentido sí creo que es tan peligroso un extremo como el otro.

—Hay algunas parte del libro en las que habla de que hay cierto descrédito de la ciencia, e incluso hay un ensayo sobre los científicos que han incurrido en engaño, como Mendel, Lamarck y Teilhard de Chardin. ¿Cómo ha afectado esto a la ciencia?

—Hay dos factores: a finales del siglo XX la gente atribuía a la ciencia parte de las catástrofes que se estaban percibiendo, como el cambio climático, la nuclearización, etcétera, y eso abrió una brecha para muchas doctrinas milenaristas y alternativas (unas más respetables que otras). Me parece que hubo un juicio muy duro contra la ciencia.

Ciencia, anticiencia…

Por otro lado, considero que, en efecto, los investigadores, en su afán por producir y ser los primeros en la vanidad científica, en muchos casos cometen trampas, y si éstas se descubren viene su defenestración total. Hay de trampas a trampas; en el libro digo que la que hizo Mendel lo es, pero no es tan grave porque el efecto que quería demostrar lo perfeccionó maquillando los números. Pero la trampa que hicieron con el hombre de Piltdown fue tan monstruosa que llevó a que durante cuarenta años en los libros de texto hubiera un fósil que no lo era.

Como ésos ha habido muchos casos: el mayor científico coreano del sur, quien era como un crack del futbol, muy famoso y muy conocido, que trabajaba en clonación, fue descubierto al hacer fraude. Por supuesto fue expulsado de la universidad y se le retiraron los premios que había obtenido.

Son casos de fraude, pero hay gente que está dispuesta a cometerlo.

—Hoy se habla de grandes avances científicos y tecnológicos; pero, dice usted, también es una época de confusión milenarista con algo de posmodernidad. En ese sentido, ¿cuáles son los principales retos que hoy tiene la ciencia frente a la anticiencia?

—Primero, el acercamiento a la sociedad, que no lo observo: veo una distancia hasta deliberada con la ciencia. Otro reto es la necesidad de inculcar, desde casa y en la escuela, un valor educativo esencial: la duda razonada. Es uno de los valores más importantes socialmente, aunque la ciencia tiene un montón de ellos que son muy útiles para el científico y para el no científico: el escepticismo razonado, la curiosidad, la honestidad.

En este sentido también hay que inculcar que no porque lo leas es cierto. He dicho en veces anteriores que no sé cuánta gente sostuvo durante horas y, en algunos casos, hasta días, que Enrique Peña Nieto había privatizado el agua mientras jugaba México. ¿Qué nos dice este fenómeno? Que la gente, primero, está dispuesta a creer, que no tiene el hábito de profundizar en la información. Si logramos que lo haga, formaremos una sociedad infinitamente mejor.

Otro reto es la necesidad de inculcar, desde casa y en la escuela, un valor educativo esencial: la duda razonada. Es uno de los valores más importantes socialmente, aunque la ciencia tiene un montón de ellos que son muy útiles para el científico y para el no científico.

Los programas educativos (conozco el de Biología en lo particular) están tratando de provocar esto: profundizar, no todo es Wikipedia, Google y redes sociales. El problema de éstas es que le dieron un amplificador a asuntos que en otro momento no trascenderían.

—Usted habla de la educación ambiental, y al respecto afirma que no existe una cultura científica básica. ¿Cuál es la situación de ambos temas actualmente?

—No muy saludable. La ciencia, desgraciadamente, nunca ha sido una prioridad gubernamental: somos el país de la OCDE que destina menos presupuesto como porcentaje del PIB a ciencia y tecnología.

En la escuela los chavos normalmente le tienen temor a las ciencias y a las matemáticas. Hay un error de transmisión, de legibilidad, de elección de contenidos. Pero creo que hay avances: antes los programas eran muy enciclopedistas, de memoria. A nadie le interesa saber los nombres de los huesos del cuerpo humano o memorizar los elementos de la tabla periódica; tiene mucho más sentido saber qué pasa cuando interactúan o saber qué función tiene el sistema óseo en nuestro cuerpo.

Cambiar a ese paradigma de aprender la ciencia por conceptos legibles, pertinentes, sensatos, es la mejor forma para acercarnos a ella. Considero que hay un esfuerzo en esa dirección pero, insisto, no veo muy sólida la cultura científica en el país.

—Otro asunto es el de la comunicación. En un par de ensayos recuerda, por ejemplo, sus experiencias con los eucaliptos y con un tiradero de residuos sólidos, en los que el gobierno no logró transmitir sus mensajes. ¿Qué pasa con la comunicación de la ciencia por parte del gobierno?

—Es muy difícil cuando la gente no está preparada ni capacitada para analizar las cosas, porque ponen el no por delante. Hay un síndrome: el de no en mi patio trasero. Queremos escuelas, que se depositen los desechos adecuadamente, pero no cerca de mí. Es una especie de egoísmo social muy importante.

También está la ignorancia, que es una fuente para ganar adeptos. El ejemplo es el del eucalipto, que es un árbol absolutamente inadecuado para la ciudad, una plaga: inhibe el crecimiento de otras plantas, se cae, demanda mucho agua… Hay que sacarlo, y para ello se hizo un programa, se realizó un convenio con Crisoba para llevarse la madera a Michoacán y hacer papel para que a la ciudad no le costara. Se hizo una paleta vegetal con la Conabio para saber qué árboles eran mejores para la ciudad. Era un proyecto redondo por todos lados y no le costaba a la ciudad: sacábamos una plaga y reforestaríamos con especies adecuadas. Pero explicar esto nos fue muy difícil porque la gente tiene un escepticismo —a veces fundamentado— contra el gobierno; dice “no me está diciendo la verdad este señor y se está robando el dinero”. Por otra parte es ignorante, lo cual es una pena porque entre ellos están los abajofirmantes, que ven una raja allí y se suman de inmediato para armar un mitote.

Cuando me tocó renovar Chapultepec en 2004, cuando cerramos al público la primera sección, la gente decía: ¿cuántos árboles van a sembrar? Explicarle que de los 50 mil que había 25 mil estaban plagados o muertos por la sobredensidad y que íbamos a tirar 12 mil, fue casi imposible. La gente no entiende que lo que produce esta sobredensidad es debilidad: los árboles son seres vivos que compiten por agua, oxígeno, y si están a un metro uno de otro, van a morir.

Yo vivía muy cerca del Metrobús, y me acuerdo que explicarle a las señoras de la colonia Florida que era un proyecto ambientalmente muy positivo fue una tarea de titanes. Y no es que sea difícil entender que es mejor que vayan sesenta personas en un transporte que una sola en otro. Esto es complejo por varias razones: el escepticismo hacia el gobierno, la ignorancia y nuestra falta de capacidad para trasmitir un mensaje de manera que quede claro que no hay problema, aunque en cualquier proyecto siempre va a haber opositores.

—En estas cuestiones también ha habido una utilización política, y usted llega a decir que la prioridad política mata a la ambiental. ¿En qué situación nos encontramos al respecto con nuestros políticos y nuestros partidos? Por ejemplo, se ha criticado a la titular del Conacyt por sus dichos anteriores respecto a los transgénicos.

—Creo que todos tenemos un lado político, lo cual me parece bien. Pero hay un riesgo cuando tus ideas políticas se mezclan con hechos científicos. María Elena Álvarez–Buylla, no tengo duda, es una mujer supercapaz (estuve en la escuela con ella, y era de las listas), muy sistemática, muy bien hecha, una investigadora connotada en el Instituto de Ecología de la UNAM. Conoce cómo se aplican las políticas científicas en este país, que se aplican muy mal.

Eso está muy bien, pero me preocupa su cuestionamiento a los transgénicos porque es una posición política. La Organización Mundial de la Salud ya declaró que no hay riesgo probado en ellos, y diariamente los estamos consumiendo. En ese sentido sí la veo más cercana a Greenpeace que a la ciencia. Confío en que no anteponga estas ideas personales con la construcción de política científica, que muchas falta nos hace.

—También me llamó la atención el estudio que menciona acerca de las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Recupera usted una frase de Mencken: “La democracia es una creencia patética en la sabiduría colectiva de la ignorancia individual”. Usted se pronuncia contra la democracia participativa. ¿Cuál puede ser la relación de la ciencia con la democracia?

—Sería un sueño que fuéramos ciudadanos más informados y más formados, porque el riesgo de la democracia participativa es que Cuauhtémoc Blanco gane una votación. Me parece increíble, pero así ocurrió: Trump ganó una elección. ¿Qué quiere decir eso? Nos habla muy pobremente de los votantes: si tienen ese nivel intelectual, nos habla del sistema educativo, de formación de las personas.

Pienso que hay un problemón ahí, y sé que es políticamente incorrectísimo decir que la democracia participativa es un retroceso, pero es verdad. Que gane el que más votos tenga, aunque provengan de ciudadanos con intereses e información diferente. No es que yo me considere muy informado, pero soy un ser que participa, que analiza, que lee periódicos, y no entiendo por qué ese voto vale lo mismo que el de alguien al que le ofrecieron cien pesos por sufragar por alguien. No deberían pesar igual pero así es.

El único antídoto contra eso es producir ciudadanos más informados en lo que es la democracia y sus consecuencias. A ver cómo nos va ahora. Yo dije que López Obrador ganó, y todo lo que haga bien lo voy a apoyar; me conviene que le vaya bien, como me convenía que le fuera bien a Peña Nieto. Y en todo lo que no esté de acuerdo lo voy a cuestionar porque no soy su fan sino un ciudadano. Lo que tiene López Obrador, en gran medida, son fans, seguidores incondicionales, y la incondicionalidad es un peligro brutal para la democracia.

Sería un sueño que fuéramos ciudadanos más informados y más formados, porque el riesgo de la democracia participativa es que Cuauhtémoc Blanco gane una votación. Me parece increíble, pero así ocurrió: Trump ganó una elección.

—Otro problema planteado en el libro es el de la relación de los medios de comunicación con la ciencia. Usted menciona dos problemas fundamentales: la inmediatez, la prioridad a la primicia a como dé lugar, así como las soluciones binarias, escoger entre lo bueno y lo malo, lo negro y lo blanco, lo que no permite una mayor comprensión. ¿Cuáles son los problemas de la prensa, especialmente en México, respecto de los temas científicos?

—Primero, no comprenderla a cabalidad, por lo que no está transmitiendo lo que es realmente interesante. Me parece que hay información científica infinitamente más interesante que la que se publica, que es la que ponen las agencias y que a veces es impenetrable para todos: “Se fabricó un acelerador de neutrones en Oklahoma”. ¿A mí qué me importa? Me interesan mucho más otros temas.

Veo un problema en que las fuentes, en muchos casos, no son especializadas, sino gente a la que le tocó estar allí como antes había estado en policiacas o en sociales, y que no necesariamente elige los temas ni el formato ni el lenguaje para transmitirlos. Es difícil, pero debe haber un esfuerzo.

Veo en la prensa una prisa, un enorme maniqueísmo y una gran presión por la primicia. En muchos casos —y me ha aterrado cuando lo he visto— hay medios que se nutren de las redes sociales para dar noticias, lo cual me parece inconcebible porque debería ser exactamente al revés. Creer una noticia que aparece en Twitter me parece un riesgo brutal porque hay mucha gente dispuesta a creer.

—¿Qué responsabilidad tienen los científicos en esa dificultad para comunicar la ciencia? Usted dice que es su tarea; pero a veces ya están tan especializados, cubren un ámbito muy pequeño y a veces están muy divorciados del contexto.

—Creo que no tienen incentivos ni interés. A un científico lo que le conviene es publicar en revistas especializadas arbitradas, porque para quienes lo evalúan esto tiene un valor muy alto, y uno muy bajo que se dediquen a divulgar ideas, lo que no cuenta porque se ve como algo blando y poco riguroso.

La bobina de Nikola Tesla en Colorado Springs, fotografía de doble exposición, 1901.

Así, el incentivo para que un científico se tome el tiempo de hacer algo en términos de divulgación es muy poco. Se pasan el día entero llenando informes y haciendo experimentos; viven en ese mundo de presión que la política científica de este país les ha generado porque, si no publican, truenan. Los salarios de los científicos no son necesariamente muy altos y se vuelven razonables cuando se complementan con apoyos como los del Conacyt y los del Sistema Nacional de Investigadores. Esos apoyos sólo se obtienen si publican, dan clases y tienen alumnos. No tienen ningún incentivo para que se dediquen a la divulgación.

—También hay textos en los que se critican asuntos morales, como el del genoma. ¿Cuáles considera los principales asuntos éticos que debe enfrentar la ciencia?

—Hay asuntos que son muy evidentes, como el tema de la manipulación genética sin una base sólida; es decir, no se puede jugar al aprendiz de brujo. A mí me parece que es un tema emergente y que está a discusión entre la comunidad científica.

Otro tiene que ver con la producción de conocimiento científico que, sin ser redituable económicamente, le sea útil a la gente. Las farmacéuticas, por ejemplo, no investigan en temas de enfermedades de pobreza porque no les interesa. Allí hay un tema ético porque no se está produciendo la medicina para enfermedades de pobres.

Otro tema tiene que ver con la vanidad. Hay un artículo allí que me divierte mucho: un fotógrafo de Playboy que subasta óvulos de modelos guapísimas para implantarlos en señoras que no están guapísimas, y esperan a que nazca una niña guapísima, sin entender que las leyes de Mendel determinan que pudiera salir con los genes del papá y ser un monstruo.

Ese tipo de detalles asociados a hechos científicos como la implantación de óvulos también tiene sus consecuencias. Entonces creo que la agenda va por allí.

—En la ciencia, como menciona en el libro, usted advierte un creciente perfil empresarial que se guía, justamente, por el mercado. ¿Cuáles han sido las consecuencias de esta política?

—Son las reglas del mercado. ¿Qué le conviene más a un científico: publicar una secuencia de genes o patentarla? Se trata de los valores intrínsecos de cada uno: hay quien decide patentarla, y al hacerlo puede hacer muchísimo dinero, y hay quien decide publicarla y compartirla. Eso tiene que ver con los valores en los que están formados los científicos y no son universales: hay quien hace una cosa y hay quien hace la otra.

Creo que es legítimo el deseo de una persona de que su descubrimiento le reditúe algún beneficio económico, pero también pienso que si está en un centro de investigación que le provee de todo lo necesario para hacer su trabajo, esa institución también debe obtener un beneficio.

Observo esa tensión: producir para el beneficio económico o para el bienestar de la sociedad.

—Hay una frase suya que dice que estamos en el marco de un modelo de civilización agotado; hay crisis, deshumanización, preeminencia de lo económico y un deterioro de los recursos naturales. ¿Cuál es la ciencia deseable en este contexto?

—Es un modelo civilizatorio en el que hay valores y antivalores. Detecto muchos de éstos: la competencia como sinónimo de mayor eficacia. Se dice que la competencia nos ayuda, pero resulta que, en una especie de darwinismo social, no es parejo que compita una persona que nació en Valle de Chalco, con condiciones económicas de mucha desventaja, con alguien que nació en alguna zona rica de la Ciudad de México. No es una competencia equitativa. No estamos ponderando esas diferencias.

Un segundo elemento es el individualismo. Hay que hacer escuelas y depósitos de basura, pero no cerca de mí: no quiero que me afecten en nada. A cualquier obra, como el bajopuente de Mixcoac, la gente se opuso y ahora está muy contenta. Pero lo primero es decir no.

Un tercer elemento es que el indicador de éxito de esta sociedad es el consumo. Mientras más consumo, te demuestro que soy más exitoso. Hay absurdos como que una pluma que vale dos pesos pueda valer 50 mil; entonces ya no es para escribir sino para mandarte un mensaje: “Mira lo exitoso que soy”.

Ése es el valor clave: el consumo. Pero el planeta no da para sostener esos patrones de consumo: si todos consumiéramos la energía que consume un estadounidense promedio se necesitarían siete planetas Tierra para abastecernos.

La clave para trascender a otro modelo civilizatorio tiene que ver con reorientar nuestros patrones de consumo, hacerlos más sensatos y ambientalmente amigables. Si no lo hacemos, vamos a seguir en esta compulsión de consumo que tiene al planeta de rodillas. ®

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Publicado en: Ciencia y tecnología

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