Steiner vio el abismo. Fue su mensajero. Hijo parisino de una familia vienesa de entreguerras, que conoció el exilio en Nueva York, en 1940, no vivió el infierno de la misma manera que Paul Celan ni que Primo Levi, pero supo arrojar luz sobre su tiempo, que es también éste.
Hay libros —luego autores— que cambian la vida. Como el encuentro con el hombre o con la mujer. Esta verdad, tan grande de tan sencilla, la afirma un gran lector de quien lo mismo puede ser dicho: encontrarse con George Steiner es, como en el cuento de Borges, hallarse frente a la apertura de un camino que una vez tomado no permite vuelta atrás. Imposible ser el mismo.
“Los libros son nuestra contraseña para llegar a ser lo que somos”, dice Steiner, un autodefinido bookman por antonomasia genética, por el solo hecho —el hecho clave— de ser judío y por tanto un obseso de la escritura: “Nuestra verdadera patria ha sido siempre, es y será un texto”, escribe en El pueblo del libro.
Hombre de letras, de lenguaje, de lenguas —ocho al habla—, Steiner es pródigo pensador y traductor de aquellos que desplegaron el logos y pensaron su tiempo, los que como él se han alimentado del pneuma, el aliento, el espíritu de la palabra. Generoso y lumínico, comparte sus tesoros: nos aproxima a Homero, Benjamin, Celan; al monumental Heidegger, cuyos claroscuros disecta con agudeza y sin conceder —como Celan— el silencio que éste guardó sobre su postura a favor del nacionalsocialismo. También fue crítico de Derrida, los postestructuralistas y deconstruccionistas a los que la filosofía del alemán abriera el paso.
Un lector como Steiner es necesariamente un lector paciente. Tan paciente como lo es la página escrita, cuya existencia —siempre superior a la vida de cualquier autor— posee una singular capacidad de hibernación, según advierte el filósofo y crítico literario en un breve escrito titulado Los libros nos necesitan. “Un libro auténtico nunca es impaciente. Puede aguardar siglos para despertar un eco vivificador. Puede estar en venta a mitad de precio en una estación de ferrocarril, como estaba el primer Celan que descubrí por azar y abrí”.
Así sucede con sus propios textos. Los logócratas y su indispensable Heidegger, ambos editados en español por Siruela y el Fondo de Cultura Económica, son joyas de 50 pesos a la espera —aún lo están en los estantes del Fondo— de un lector al que confirmarle lo que sostiene su autor: que “el libro nos lee a nosotros”.
“Un libro auténtico nunca es impaciente. Puede aguardar siglos para despertar un eco vivificador. Puede estar en venta a mitad de precio en una estación de ferrocarril, como estaba el primer Celan que descubrí por azar y abrí”.
Desde el volumen impreso, pero también del periodismo de alto vuelo o las aulas más connotadas de Norteamérica (incluso el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, donde en 1997 dictó una conferencia), Steiner ilumina para los demás sus obsesiones; la poesía, el ser, el arte, la lingüística, el psicoanálisis o la tragedia entretejen su corpus ensayístico en títulos obligados como Lenguaje y silencio (1966), Nostalgia del absoluto (1974), Después de Babel (1975) o Una idea de Europa (2005).
El último gran humanista
El pasado 3 de febrero, en Cambridge, Reino Unido, a George Steiner se le agotó esa condición del ser que es el tiempo. Su muerte, a los noventa años, selló una mirada —quizá la última— profundamente judía, del humanismo. Y es imposible hablar del humanismo del siglo XX sin hablar del judaísmo. De la huella ignominiosa que marca la memoria de Occidente.
Steiner vio el abismo. Fue su mensajero. Tenía que serlo. Hijo parisino de una familia vienesa de entreguerras, que conoció el exilio en Nueva York, en 1940, no vivió el infierno de la misma manera que Paul Celan ni que Primo Levi, pero supo arrojar luz sobre su tiempo, que es también éste.Y selló su vida con una advertencia: el abismo continúa resquebrajando el suelo bajo los pies del hombre.
Con insuperable vigencia Steiner avizora los peligros que traería para el ejercicio del pensamiento esa otra forma de escritura y de lectura que entraña la pantalla.
Advierte la dificultad de ejercer, en tiempos de la compulsión propia de las redes y de una industria editorial cada vez más proclive a la banalidad, del “acto clásico de la lectura”.
Para él leer era una práctica excluyente —como lo ha sido siempre la alta cultura— que hoy día requiere ser algo así como un freak y gozar, además, de ciertos privilegios cada vez más inasequibles: el silencio, que “se ha convertido en un lujo” y es condición indispensable para la concentración, y lo más caro, pues demanda una enorme inversión de tiempo, gusto y autoexigencia: cultura literaria.
“La intimidad, la soledad que permite un encuentro en profundidad entre el texto y su recepción, entre la letra y el espíritu, es ya singularidad excéntrica, que resulta psicológica y socialmente sospechosa”, escribe en Los que queman libros.
Este habitante de la letra —la morada en la riqueza del lenguaje— denuncia la rareza del ocio concentrado: “Se mata el tiempo en lugar de aprovechar la casa propia”.
El abandono de esta casa trae visibles consecuencias: “Las fracturas, ya grandes en nuestra cultura y en nuestras letras (alfabetismos), se harán más hondas”. Lo estamos viendo.
Steiner nos lee a nosotros. Hablar de este lector inmortal exige siempre hablar en presente; su palabra —su ser— resuena con más urgencia que cuando la escribió. ¿Quién sabrá escucharla? ®
Este texto se publicó originalmente en el diario El Financiero.