El autor habla del poder de las palabras en dos acontecimientos que marcaron hitos extraordinarios en la historia de la humanidad: el viaje de circunnavegación de Magallanes–Elcano y la llegada del hombre a la Luna
Algunas palabras pueden ser seductoras y llegar a impulsar grandes hazañas, o pueden herir y, por despecho, motivar enormes esfuerzos, mover personas y sus creencias y con ellas arrastrar a las naciones. Un grupo de hombres, motivados por estas palabras, se enfrentaron a sus circunstancias y cruzaron las fronteras del mundo conocido, transformando la realidad.
Hubo dos viajes de exploración que consolidaron un imperio y un modelo socio–político y económico. En 1969 el hombre pisó la Luna y en 1519 navegó alrededor de la Tierra. Lejanos en el tiempo, estos viajes de exploración guardan mucho en común.
Hablar de la carrera espacial —en especial el viaje del hombre a la Luna— es también hablar de la Guerra Fría; de un enfrentamiento entre dos modelos políticos y económicos, antagónicos entre sí, liderados por la Unión Soviética y los Estados Unidos de América, en busca de la hegemonía geopolítica del planeta. Pero esa historia no era nueva. Quinientos años antes, España y Portugal, dos imperios nacientes, compitieron, en circunstancias muy parecidas, por el control de las rutas comerciales a Oriente. Su rivalidad los llevó a circunnavegar la Tierra, a ocupar un puñado de islas y a dominar el mundo conocido.
El viaje de circunnavegación de Magallanes–Elcano
“Usted es libre de ir a donde le plazca”, fueron las palabras del rey de Portugal, Manuel I el Afortunado, que hicieron a España y a Carlos I navegar por primera vez alrededor de la Tierra. Estas palabras —y la muerte de un caballo— motivaron el viaje más largo e importante realizado hasta el momento, y fueron el inicio de un imperio en cuyos dominios no se puso el sol.
Era septiembre de 1517. En Lisboa, Fernando de Magallanes se presentaba por cuarta vez ante el rey Manuel I. Esperaba recibir alguna recompensa por participar en las expediciones de Francisco de Almeida a las costas de África Oriental y la India, y de Diogo Lopes de Sequeira a Malaca y las Islas de las Especias. Magallanes pidió al rey un aumento a su pensión, otorgada por haber quedado lisiado de una pierna durante la expedición punitiva de Don Jaime I, duque de Braganza contra la ciudad de Azamor en Marruecos. Pero Don Manuel I el Afortunado lo rechazó como en las últimas tres ocasiones.
Magallanes, obstinado, le solicitó estar al mando de una expedición que, navegando al oeste, llegara a las Molucas o Islas de las Especias del Lejano Oriente, pero le fue definitivamente negado. Su caballo fue la gota que derramó el vaso. Éste había muerto a las afueras de Azamor, el mismo día que quedó lisiado. Como indemnización sólo había recibió 3,705 reis de los 13 mil que valía el animal. Arremetió contra el monarca y le exigió por lo menos el pago del animal. Pero nada le fue otorgado.
Exasperado, con todo perdido, Magallanes pidió a Don Manuel I permiso para ir a otra corte, a una donde valoraran mejor sus servicios. “Usted es libre de ir a donde le plazca”, le contestó el rey portugués. Y retirando su mano antes que Magallanes se despidiera, dio por terminada la entrevista.1
Fernando de Magallanes nació en 1480, probablemente en el puerto de Oporto, Portugal, de familia con cierta nobleza, en una época en la que las rutas marítimas a Oriente eran descubiertas por los exploradores portugueses. A los dieciocho años Fernando de Magallanes supo que Diego Cao había bordeado las costas del Congo en 1482; de Bartolomé Díaz y su paso por el Cabo de Buena Esperanza en 1488, y de Vasco da Gama y la circunnavegación del litoral africano hasta la India de 1498.
Estas historias le hicieron enrolarse como sobresaliente —soldado encargado de la defensa de un navío o de operaciones en tierra— en la flota del virrey Francisco de Almeida o Francisco el Grande. La expedición, con 22 barcos de guerra, enviada por el rey de Portugal, zarpó en 1505 para afianzar su dominio en la India e instaurar el futuro virreinato. Durante el viaje Fernando de Magallanes se enfrentó al sultán de Egipto y sus hombres, a venecianos y musulmanes, y al señor feudal o zamorín de Calicut, la ciudad de las especias. En los distintos casos Magallanes siempre se distinguió por su valentía.
En esa época el principal motivo de las expediciones era llegar a las islas Molucas y ganar el control de especias como el clavo, la pimienta, la nuez moscada, la canela, el azafrán, el cardamomo y otras que eran fundamentales en Europa para conservar y darle sabor a los alimentos.
Ya en la India, en 1509, fue capitán de uno de los cinco barcos en la expedición de Diogo Lopes de Sequeira para llegar al puerto de Malaca y explorar las Islas de las Especias. Ahí, además de ganar conocimientos y experiencia sobre las islas, alertó a la expedición de una emboscada preparada por el sultán de Malaca.
En esa época el principal motivo de las expediciones era llegar a las islas Molucas y ganar el control de especias como el clavo, la pimienta, la nuez moscada, la canela, el azafrán, el cardamomo y otras que eran fundamentales en Europa para conservar y darle sabor a los alimentos. Desde la Antigüedad las especias, las sedas, las perlas y otros artículos habían llegado al continente por vía terrestre, por rutas que conectaban el Lejano Oriente con los puertos en la costa este del Mediterráneo y del Mar Negro. Ahí se embarcaban junto al incienso, la mirra y las maderas preciosas provenientes de la India, Egipto y Arabia Saudita a la mayor parte de Europa.
Alrededor del año 1000 los turcos y los árabes tomaron el control de las rutas terrestres, y Génova y Venecia de las rutas marítimas del Mediterráneo. Marco Polo (Venecia, 1254–1324) en El Libro de las Maravillas (c. 1299) narró los viajes que realizó junto a su padre Nicolás y su tío Mateo. Estos relatos, y muchos otros, despertaron entre las personas y las naciones el deseo de viajar y la ambición por descubrir y poseer las riquezas de Oriente. Los reinos de España y Portugal en el siglo XV compitieron con dos estrategias diferentes por el control marítimo de las rutas a las Molucas.
En Portugal, el infante Enrique el Navegante propuso en 1415 una ruta marítima alrededor del litoral africano para encontrar un paso que conectara el Atlántico con el Índico. Así, navegando al este, se llegaría a la India y las Islas de las Especias en Indonesia. La ruta se construyó en etapas. Conquistaron el puerto de Ceuta, en el estrecho de Gibraltar; descubrieron las islas de Madeira2 y las Azores, y navegaron alrededor de África, más al sur del Cabo Bojador. Cuando Enrique el Navegante murió Portugal había llegado hasta Sierra Leona.
Bartolomé Díaz, en el reinado de Juan II de Portugal o Juan II de Avís, alcanzó y dobló en 1488 el Cabo de Buena Esperanza. Diez años después Vasco da Gama, con Don Manuel I El Afortunado como rey de Portugal, hizo la ruta de Bartolomé Díaz y alcanzó el Océano Índico hasta la India.
Por su parte, desde 1403 España financió expediciones en el Atlántico. Lo más relevante que consiguieron, antes de 1492, fue la conquista de las Islas Canarias entre 1478 y 1496 frente a las costas africanas. En realidad España consolidó su imperio y su poder naval gracias a los proyectos rechazados por Portugal. El viaje de descubrimiento de América y la circunnavegación de la Tierra, los proyectos de exploración y colonización que hicieron de España el imperio más importante de su tiempo, se deben a un genovés y a un portugués. Cristóbal Colón y su idea de alcanzar el Extremo Oriente navegando al oeste —rechazados en 1484 por Juan II de Portugal— dieron América a Fernando II de Aragón e Isabel de Castilla. Cuando Don Manuel I expulsó a Magallanes y su plan de alcanzar las Islas de las Especias a través de un paso entre el Atlántico y el Mar del Sur cedió el Pacífico a Carlos I.
Las dos lógicas expansionistas generaron disputas entre los reinos de España y Portugal. En parte se zanjaron por el Tratado de Tordesillas3 de 1494 que trazó una línea o meridiano del Polo Norte al Polo Sur, a 370 leguas al oeste de las Islas de Cabo Verde, dividiendo al mundo en dos. Portugal ejercería su dominio al este de la línea y España al oeste.
Con 35 años de edad, Fernando de Magallanes, poco valorado, sin reconocimiento, desilusionado frente a un mundo lleno de riquezas por descubrir y expulsado de la corte portuguesa, se dirigió a la corte española. Antes hizo una escala en el Archivo Real de Lisboa y se hizo con cartas de navegación, mapas y un invaluable globo terráqueo de Martin Behaim, o Martín de Bohemia, en el que se describía un supuesto paso, en la costa sur de América, que conectaba el océano Atlántico con el recién descubierto Mar del Sur.4 Antes de su viaje a España contactó a otros disidentes del rey portugués, la mayoría marinos, y a un destacado astrónomo, Rui Faleiro o Falero.
Faleiro, como Magallanes, fue menospreciado y relegado de la corte en Lisboa. Su carácter apasionado y difícil le cerró la posición de Astrónomo Real y le atrajo muchos problemas. Los cortesanos, quienes lo consideraban un arrogante y un orgulloso majadero, lo acusaron ante la Inquisición de usar poderes sobrenaturales para realizar sus trabajos.
El astrónomo y el marinero pronto se entendieron y concretaron para España una propuesta de exploración. Navegarían el Atlántico hacia el oeste, hasta la costa americana, después hacia el sur, al hipotético paso que conectaba el Atlántico con el Mar del Sur; lo cruzarían y tomarían al noroeste para llegar a las Islas de las Especias.
En realidad su propuesta no tenía novedad. Por lo menos doce años antes existían evidencias suficientes para creer que las tierras descubiertas en 1492 eran un nuevo continente. El mismo Cristóbal Colón, en su tercer viaje (1498), expresó sus dudas al contemplar la desembocadura del Orinoco. En 1505 Fernando el Católico propuso explorar las costas americanas para encontrar un paso entre los océanos Atlántico y el Índico.5 Su plan se concretó en 1507 con la expedición de Vicente Yáñez Pinzón y Juan Díaz de Solís. Éstos navegaron desde España hasta Venezuela, bordearon la costa con dirección norte y recorrieron el litoral colombiano y toda América Central, en busca del paso.
Gracias a sus contactos y amistades en la corte española, Fernando de Magallanes y Rui Faleiro presentaron su proyecto a Carlos I a finales de 1517, quien quedó convencido gracias a tres elementos decisivos.
El primero fue el amplio conocimiento que Fernando de Magallanes mostró sobre las Islas de las Especias. Ante la corte desplegó innumerables detalles y precisiones, los que apuntaló con la correspondencia sostenida con Francisco Serrano, uno de sus más cercanos amigos, que vivía en Ternate, una isla Moluca.
El segundo elemento fue la absoluta seguridad con la que Rui Faleiro y Magallanes afirmaron la existencia de un paso entre los océanos, y ello no fueron sólo palabras. Magallanes llevó a la corte la más reciente y confiable información que en el mundo entero existía hasta el momento: el globo terráqueo y cartas de navegación de Martín de Bohemia y un mapamundi de Pedro Reinel, todo conseguido en el Archivo Real de Lisboa. Fray Bartolomé de las Casas estuvo presente en la exposición y contó que todos, incluidos él y su majestad, quedaron sorprendidos ante tales objetos. Narró que Magallanes, para evitar que otros se le adelantaran a su empresa, cubrió en el globo el lugar donde se encontraría el supuesto paso que conectaba los océanos. Fray Bartolomé le preguntó sobre el rumbo que tomaría y Magallanes respondió que navegaría hasta el Cabo de Santa María —actualmente la desembocadura del Rio de la Plata6—; de no encontrar ahí el paso iría al este, hasta las costas africanas y tomaría la ruta portuguesa hasta las Islas de las Especias.
El tercer elemento fue el mismo Carlos I. Los reyes católicos habían pasado a la historia como los grandes descubridores de un nuevo mundo. Carlos I fue seducido, pero sobre todo obligado, a realizar una hazaña que lo pusiera a la par, a la altura de sus abuelos, aun a costa de un conflicto con el reino de Portugal.
Convencido del proyecto, el monarca otorgó cinco navíos —Trinidad, San Antonio, Concepción, Santa María de la Victoria o simplemente la Victoria, y Santiago— totalmente equipados y con sus tripulaciones. Al mando de la flota estarían Fernando de Magallanes y Rui Faleiro. Pronto el astrónomo mostró que lo suyo eran los cielos y no los mares, y meses antes de partir fue sustituido por el capitán Juan de Cartagena.
Los problemas de la expedición empezaron mucho antes de partir. Uno de cada cinco tripulantes era luso, lo que despertó temor, envidia y desconfianza entre los marineros españoles. La corte restringió a Fernando de Magallanes la cantidad de portugueses que se contratarían, incluidos capitanes, pilotos y oficiales. Las tripulaciones se completaron con genoveses, napolitanos, flamencos, sicilianos, un inglés, griegos, moros, franceses, alemanes, neerlandeses y esclavos de África, Malasia y América.
La corte restringió a Fernando de Magallanes la cantidad de portugueses que se contratarían, incluidos capitanes, pilotos y oficiales. Las tripulaciones se completaron con genoveses, napolitanos, flamencos, sicilianos, un inglés, griegos, moros, franceses, alemanes, neerlandeses y esclavos de África, Malasia y América.
Antonio de Pigafetta, un diplomático de la corte del papa León X, registró los pormenores del viaje; detalló los lugares descubiertos, la vida en el mar, las costumbres de los marineros, los eventos sociales y religiosos, las vicisitudes, los enfrentamientos e intrigas entre los tripulantes. Sin embargo, en su Relación del primer viaje alrededor del mundo (1524) no mencionó las decisiones prepotentes, unilaterales y arbitrarias que en ocasiones tomó Magallanes. Pigafetta —o Antonio el Lombardo— omitió la arrogancia, la soberbia y el desprecio que Magallanes mostró a los capitanes españoles, prueba de ello fue la enorme cantidad de altercados entre los mandos de la expedición. Mucho antes de descubrir el estrecho ya se habían presentado insultos, arrestos, motines, deserciones, encarcelamientos, ejecuciones, suicidios, abandonos y hambrunas. Esos detalles se conocieron años después gracias a Juan Sebastián Elcano y otros sobrevivientes de la expedición.
La escuadra salió de Sevilla el 10 de agosto de 1519 y recorrió el Guadalquivir hasta el puerto de Sanlúcar de Barrameda. Estuvieron seis semanas abasteciéndose y, por fin, el 20 de septiembre de 1519 la flota se hizo a la mar. Navegó el norte del litoral africano y se adentró en el Atlántico con rumbo al este. Llegó a las costas de Brasil y tomó al sur. Después de algunas paradas para reabastecerse de alimentos llegó a finales de 1519 a la desembocadura del Río de la Plata o Cabo de Santa María. La enorme desembocadura se exploró durante dos semanas hasta que Magallanes se convenció de que era un río. Esto mermó la moral de la flota y del mismo Magallanes. La realidad se presentó de frente: la información del globo terráqueo, de sus mapas y las especulaciones de Rui Faleiro eran falsas.
Ante esos hechos Fernando de Magallanes tomó una decisión que provocó descontento y amotinamiento, además de hambre, muerte y hasta el naufragio y la deserción, pero que fue el punto de inflexión de toda la expedición y llevó su nombre a la historia. Con un férreo control sobre sus hombres y las provisiones los hizo navegar hacia el sur, hasta que el crudo invierno austral los obligó a acampar sobre la costa. En su camino observaron hombres de pies y estatura enormes, a los que llamaron patagones. La Santiago naufragó en agosto al ser arrojada por una tormenta contra los arrecifes de la costa.
El 21 de octubre de 1520, cuando el clima mejoró, las cuatro naves entraron en un enorme canal con acantilados a sus lados, al que llamaron Cabo de las Once Mil Vírgenes. Mientras exploraban el litoral del Cabo una tormenta obligó a la San Antonio y a la Concepción a entrar en él y se perdieron de vista. Todo apuntaba a una desgracia. Pero tres días después las naves aparecieron disparando salvas de cañón. Los vientos y las corrientes las habían llevado por una serie de bahías y estrechos que renovaban la esperanza de una conexión con el Mar del Sur.
Inmediatamente Magallanes ordenó avanzar por el estrecho. Las naves pasaron más de un mes explorando los innumerables ramales y bifurcaciones del mar en aquellas tierras. Por las noches la tripulación observaba, sobre los picos de las montañas a su alrededor, infinidad de luces que se prendían y apagaban, posiblemente fogatas hechas por los habitantes. Por ello la región se llamó Tierra del Fuego. Hubo un motín en la San Antonio y los sediciosos, cansados de tanto buscar, tomaron el control y regresaron a España.
La tarde del 28 de noviembre de 1520 le mostró a la Concepción, a la Victoria y a la Trinidad la salida al Mar del Sur. Fernando de Magallanes lloró como un niño al verla. Lloró por los años llenos de sueños y el sabor de las glorias hechas realidad; lloró junto al sol, calmo y lleno de color, en un océano azul, inmenso y suave, bautizado ahí, en ese momento, como el Pacífico. El estrecho fue nombrado por la tripulación “de los Patagones”, pero Magallanes le puso Estrecho de Todos los Santos; el Tiempo y la Historia le pusieron Estrecho de Magallanes.
Pasado el estrecho la expedición se creyó a tres o cuatro días de las Islas de las Especias. En realidad les tomó tres meses y medio ver tierra de nuevo. Fernando de Magallanes no llegó a las Islas de las Especias. Murió en las Filipinas, sobre las arenas de la isla Mactán, en una misión que resultó ser todo un desastre. Fue traicionado por los nativos y por su propia soberbia y su falta de estrategia militar. Al arribar a la isla de Cebú, Magallanes y su tripulación consiguieron el apoyo de Humabón y Zula, unos reyes locales que mantenían un conflicto con su vecino Cilapulapu, rey de la isla de Mactán. Para mostrar su poderío Magallanes decidió intervenir a favor de sus nuevos aliados. No escuchó las advertencias y consejos de su tripulación y de los mismos reyes locales, y creyó que sesenta hombres en tres botes serían suficientes para someter a lo que pensaba que sería un puñado de salvajes.
Lloró por los años llenos de sueños y el sabor de las glorias hechas realidad; lloró junto al sol, calmo y lleno de color, en un océano azul, inmenso y suave, bautizado ahí, en ese momento, como el Pacífico.
Fue el amanecer del 27 de abril de 1521. Los botes se acercaron a la playa pero la marea baja les impidió llegar a la orilla. Los tripulantes caminaron cerca de cien metros en el agua, con sus pesadas armaduras y sus armas arriba, para evitar mojar la pólvora, hasta la playa. Ahí fueron recibidos por una lluvia de flechas y lanzas con sus puntas envenenadas arrojadas por más de 1,500 nativos escondidos entre la vegetación. Los soldados abrieron fuego y dispararon sus ballestas. Pero los nativos estaban tan lejos que los disparos, si los alcanzaban, rebotaban contra sus escudos. Para distraerlos, Fernando de Magallanes dividió sus tropas y mandó un grupo al poblado nativo a prenderle fuego, lo que encolerizó aún más a los isleños, que se arrojaron contra los invasores haciéndolos retroceder de nuevo al mar. Ante la derrota, Magallanes ordenó retirarse a los botes mientras él y otros intentaban contener el avance enemigo. La huida fue un desorden. El veneno de las puntas hizo efecto, inmovilizando y haciendo perder el sentido a los heridos, entre ellos Magallanes, quien, inmóvil, recibió un tajo de cimitarra en la pierna izquierda y cayó al agua, bocabajo. Los nativos lo rodearon y lo lancearon incesantemente, acabando por descuartizarlo. Junto a él murieron otros seis tripulantes, y de los que escaparon muchos quedaron heridos.
Empero, la expedición continuó. La nave Concepción fue abandonada y quemada debido a sus malas condiciones. El 8 de noviembre de 1521 la Trinidad y la Victoria por fin llegaron a Tidoro, en las Molucas. Las naves llenaron sus bodegas con clavo y decidieron separarse para regresar por diferentes rutas. La Trinidad regresó por el camino andado, pero no llegó muy lejos debido al clima y a la poca pericia de su capitán. La nave fue capturada por los portugueses, quienes habían puesto precio a la cabeza de Magallanes y su tripulación.
Por otro lado, la Victoria mantuvo su rumbo al oeste. Su tripulación aún pasaría por muchas peripecias y aventuras. En los diez meses de viaje restantes fueron comerciantes, piratas y fugitivos; se perdieron vidas y el mando de la flota pasó por varias manos. Juan Sebastián Elcano, piloto de La Victoria, fue el último capitán de la expedición y el único en llevar su nave de regreso al puerto de Sanlúcar. El 6 de septiembre de 1522, de los 239 tripulantes que formaron la expedición, tan sólo un puñado regresaba a España. Sobre el número de sobrevivientes hay discrepancias, algunas fuentes dicen 21, otros 18.
La circunnavegación de Magallanes–Elcano —como el viaje de descubrimiento de Cristóbal Colón— fue inesperado. La vuelta a la Tierra fue un accidente. El plan original era encontrar una ruta que permitiera a España ir y venir a las Islas de las Especias evitando los dominios portugueses. Si Fernando de Magallanes hubiera sobrevivido, paradójicamente habría regresado por el camino andado sin realizar la circunnavegación.
El viaje fue de los primeros eslabones en una larga cadena de exploraciones oceanográficas. Su hazaña, casi de manera inmediata, inspiró las exploraciones de fray García Jofré de Loaisa y Álvaro de Saavedra Cerón; Ruy López de Villalobos; Miguel López de Legazpi y fray Andrés de Urdaneta y Ceráin, entre otras. Esto detonó el comercio transcontinental a una escala jamás vista y la exploración marítima, en especial la del Océano Pacífico, con fines científicos. La ambición y el deseo de otras naciones, como Inglaterra, Holanda y Francia, se despertó. Éstas, cien años después, tenían a Francis Drake, Thomas Cavendish, Simon de Cordes y Olivier van Noort, entre otros, saqueando las posesiones españolas y portuguesas por los mares del mundo entero.
El hombre en la Luna
“Yo creo que esta nación debería proponerse la meta, antes de que termine la década, de llevar un hombre a la Luna y regresarlo a salvo a la Tierra. Ningún proyecto espacial en este periodo será más impresionante para la humanidad o más importante para la exploración espacial a largo plazo, y ninguno tan difícil o costoso de realizar.” Estas palabras fueron la obertura que consolidaron un proyecto científico, económico y político de toda una nación. El 25 de mayo de 1961 John F. Kennedy dirigió al Congreso uno de sus más famosos e inspiradores discursos. En él mostraba el estado crítico que guardaba la carrera espacial estadounidense.
Los soviéticos y su programa espacial liderado por Sergei Koroliov encabezaban los mayores éxitos en la carrera aeroespacial: el primer satélite y el primer ser vivo enviado al espacio, el primer hombre en órbita alrededor de la Tierra, la primera nave en llegar a la Luna y la primera mujer cosmonauta.
Kennedy, que en un principio había sido muy crítico del programa aeroespacial de Estados Unidos, reconoció la importancia, pero sobre todo el peligro, de dejar en manos soviéticas el espacio. Fue consciente de que los logros aeroespaciales eran un reflejo de la capacidad militar de la URSS. El lanzamiento del Sputnik 1, el 4 de octubre de 1957, y del Sputnik 2, con la perrita Laika adentro, el 3 de noviembre, habían sido un divertimento, una concesión que los militares soviéticos y Nikita Kruschev le habían dado a Sergei Koroliov por el éxito obtenido en el desarrollo de misiles. Consciente del potencial propagandístico, Kruschev presionó para que la tecnología, en un principio desarrollada con fines militares, estuviera ahora al servicio de la carrera espacial y con ello alinear más naciones al bloque comunista. Por ejemplo, Yuri Gagarin se convirtió en una celebridad mundial cuando el 12 de abril de 1961 un misil intercontinental modificado lo puso en órbita y lo volvió el primer humano en el espacio.
Esto sería decisivo en el papel que los Estados Unidos tendrían frente al mundo. Poner un hombre a la Luna en menos de una década y regresarlo sano y salvo sería el proyecto más grande, más importante, más complicado, más peligroso y más costoso que la humanidad había realizado en toda su existencia.
Era imperativo para Kennedy proponer y realizar un proyecto, no solamente del grado alcanzado por los soviéticos, sino uno tan espectacular que opacara sus logros conseguidos. Parafraseando sus palabras ante el congreso, era necesario dejar de estar dos pasos atrás y arrebatarles a los soviéticos el liderazgo de la carrera aeroespacial. Esto sería decisivo en el papel que los Estados Unidos tendrían frente al mundo. Poner un hombre a la Luna en menos de una década y regresarlo sano y salvo sería el proyecto más grande, más importante, más complicado, más peligroso y más costoso que la humanidad había realizado en toda su existencia.
Los fondos para una empresa de esa envergadura no sólo financiarían un viaje de ida y vuelta a la Luna, se trataba de todo un proyecto nacional, en el que varios sectores productivos, especialmente los relacionados con la defensa, experimentarían avances muy significativos. Kennedy explícitamente dijo ante el congreso que poner un hombre en la Luna implicaría desarrollar nuevos combustibles, mayores y más potentes motores y el posible uso de la energía nuclear en ellos; sería continuar la exploración no tripulada del espacio; construir y fomentar el uso de una red de satélites de comunicaciones y monitoreo del clima a escala mundial. Esto último era una cuestión estratégica. Muchas de las misiones militares durante la Segunda Guerra Mundial —por ejemplo el desembarco en Normandía o Día D— estuvieron determinadas por el clima y la fase lunar.7
Poco más de un año después, el 12 de septiembre de 1962, John F. Kennedy pronunció en la universidad Rice en Texas una obra maestra de la retórica: “Nosotros decidimos ir a la Luna en esta década y hacer otras cosas, no porque sean sencillas, sino porque son difíciles, porque esa meta nos servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras fuerzas y capacidades; porque es un reto que deseamos aceptar, uno que no queremos posponer y el cual nosotros intentamos ganar, como también los otros”.
En síntesis, su mensaje era: si pretendemos liderar al mundo no podemos quedarnos atrás en la carrera espacial. Sin embargo, la estrategia de promoción había cambiado. Ahora Kennedy condenaba el uso militar del espacio y promovía el viaje a la Luna haciendo hincapié en los fines científicos y pacíficos del proyecto.
Presumió los logros alcanzados: los científicos en el país crecían tres veces más rápido que la población; la potencia desarrollada por los nuevos motores era ocho veces superior que los utilizados hasta el momento en los cohetes Saturno; cuarenta de los cerca de cuarenta y cinco satélites que circunvolaban la Tierra eran estadounidenses y habían generado más conocimientos y descubrimientos que los soviéticos; la precisión y complejidad del satélite Mariner, utilizado en el estudio de Venus, era inigualable; decenas de miles de trabajos generados —muchos de ellos de altísima especialización—, creación de numerosas compañías e industrias y una cantidad enorme de recursos invertidos en aras de la investigación y el desarrollo aeroespacial.
Kennedy también enlistó algunos de los muchísimos pasos que aún debían darse: generar los sistemas de control y comunicación necesarios para lanzar un cohete de cien metros de alto a 386 mil km de distancia; producir aleaciones capaces de soportar esfuerzos y temperaturas semejantes a las existentes en la superficie solar o instalar a bordo de una nave espacial los elementos de supervivencia necesarios para llevar a un hombre de ida y vuelta a la Luna.
Hasta ese momento el desarrollo aeroespacial había obedecido a razones militares. Cuando el Sputnik 1 fue lanzado en 1957 el presidente estadounidense en turno, Dwight David Eisenhower ni se inmutó.8 Para él era sólo un instrumento científico sin ningún valor militar. Al año siguiente, ya con los Sputnik 2 y 3 en órbita, la postura de Dwight Eisenhower, de la cúpula política y de los medios de comunicación era muy diferente. Los éxitos soviéticos eran una amenaza directa a la seguridad y al liderazgo estadounidense. Como consecuencia el presupuesto de Defensa se elevó, se restableció el Programa Explorer9 y se creó la National Aeronautics and Space Administration (NASA).
La NASA nació como una institución civil que a finales de 1958 absorbió al Jet Propulsion Laboratory (JPL), pero la lógica del desarrollo aeroespacial estadounidense formalmente cambió hasta el proyecto del viaje a la Luna. La tecnología para conseguirlo no se generaría en el ámbito militar y luego emigraría al ámbito civil o científico, como había ocurrido. Ahora la industria aeroespacial se desarrollaría en instituciones civiles y sus frutos nutrirían la industria militar. Lo mismo ocurrió con las personas involucradas en los proyectos aeroespaciales. Enamoradas de la astronomía, seducidas por la idea de vuelos espaciales, viajes a la Luna y la posibilidad de llegar y habitar otros planetas, la mayoría de ellas terminaron en la industria militar buscando realizar sus sueños.
Por ejemplo, Konstantin Tsiolkovsky, fundador de la cosmonáutica en Rusia y la Unión Soviética, creía que la colonización del espacio podría hacer a la raza humana perfecta e inmortal y darle una existencia sin preocupaciones. Al igual queHermann Julius Oberth, pionero de la cohetería alemana, y Wernher von Braun, el genio que llevó al hombre a la Luna, se inspiró en obras como De la Tierra a la Luna (1865) de Julio Verne. Hermann Julius Oberth incluso memorizó esta obra y su secuela, Alrededor de la Luna (1869), del mismo escritor. Tsiolkovsky y Oberth incluso creían en la vida extraterrestre.
Otro ejemplo fue Robert Goddard, uno de los primeros estadounidenses en fabricar cohetes y el primer hombre en hacer uno de combustible líquido. Asiduo lector —como Wernher von Braun— de Herbert George Wells, La guerra de los mundos (1898) le dio suficientes motivos para interesarse en los viajes espaciales. Incluso Goddard en su juventud mantuvo correspondencia con H. G. Wells.
Desde niño al jefe del programa espacial soviético y responsable del Sputnik 1,Serguéi Koroliov, le atrajo la aviación. Koroliov entró al ejército de la Unión Soviética para intentar realizar sus proyectos. Ahí se mantuvo a pesar las pugnas estalinistas, que le costaron meses en un gulag de Siberia, años trabajando como esclavo para el gobierno y graves consecuencias para su salud.
John F. Kennedy, como Fernando de Magallanes, murió antes de ver concluido su proyecto. El alunizaje del 20 de julio de 1969 lo cosechó Richard Nixon. Fue lo más grande y notorio realizado por la humanidad hasta el momento. El éxito estadounidense obligó a los soviéticos, acostumbrados a ser los primeros, a abandonar su programa lunar; un segundo lugar les sabría muy insípido. Al Apolo 11 le siguieron otras seis misiones, pero ninguna tan mediática como la primera. La segunda, el Apolo 12, sólo cuatro meses después, demostró que el logro no era una casualidad.
La Guerra Fría y las batallas tecnológicas siguieron su curso. Cada superpotencia se especializó en diferentes áreas: estaciones espaciales, transbordadores, misiones de exploración planetaria, telescopios espaciales… y la tecnología desarrollada siguió nutriendo directa o indirectamente la industria militar. La Propuesta de Defensa Estratégica estadounidense, conocida como Star Wars, de 1983, es uno de tantos ejemplos.10
Los múltiples éxitos alcanzados en la exploración espacial no evitaron que la capacidad de asombro de la gente se erosionara o se perdiera. Desgraciadamente muchos descubrimientos y avances ni siquiera han sido percibidos por el común denominador de la población.
Dos capítulos de la misma historia
Hace cincuenta años Estados Unidos y la Unión Soviética compitieron por enviar el primer hombre a la Luna. Quinientos años antes España y Portugal trataron de alcanzar las Islas de las Especias. Ambas disputas fueron los más ambiciosos proyectos de exploración jamás realizados, cuyas razones de fondo fueron el avance tecnológico, el poderío económico–militar y la exploración de nuevos mundos. Los personajes y el escenario cambiaron de una época a otra, pero las circunstancias centrales y su argumento son un mismo y recurrente tema en la humanidad.
Las dos aventuras fueron dirigidas técnicamente por inmigrantes, quienes, por diferentes motivos, salieron de sus sociedades y fueron aceptados en naciones consideradas enemigas en sus países de origen. John F. Kennedy y Carlos I de España enfrentaron las circunstancias inspirados en logros pasados y lideraron hazañas que posicionaron a sus naciones en la vanguardia de su tiempo.
El 12 de septiembre de 1962 Kennedy concluyó su discurso con estas palabras: “Muchos años antes a un gran explorador británico, George Mallory, quien murió en el Monte Everest, se le preguntó por qué lo quería escalar. Él contestó: Porque está ahí. Pues el espacio está ahí y nosotros lo vamos a escalar, y la Luna y los planetas están ahí, y nuevas esperanzas de conocimiento y de paz están ahí. Y entonces, al empezar a navegar, le pedimos a Dios su bendición en la más riesgosa y peligrosa y grandiosa aventura en la que el hombre jamás se ha embarcado”.
Las palabras son capaces de trazar rutas e iniciar viajes, de construir o de tirar imperios. A veces las palabras son el grano de mostaza que se convierte en el árbol donde las aves del cielo hacen su nido,11 o pueden esconder el nombre del dios en la piel del jaguar, esperando hacer todopoderoso aquel hombre que llegue a descubrirlas.12 ®
Este texto es el de la conferencia que el autor leerá en la Semana de la Astronomía ITESO 2020. Más información aquí.
Bibliografía y lecturas recomendadas
Astronómica. Una introducción a la Astronomía, México: Diana, 2006.
Edward Brooke–Hitching, El Atlas Fantasma. Grandes mitos, mentiras y errores de los mapas, Barcelona: Blume, 2017.
Jerry Brotton, A History of the World in 12 Maps, Nueva York: Viking, 2012.
Robin Hanbury–Tenison, Los setenta grandes viajes de la historia, Barcelona: Blume, 2009.
Mario Hernández Sánchez–Barba, “En busca de nuevos espacios oceánicos” en Magallanes y Elcano, El océano sin fin. Barcelona: Planeta–Agostini, 1992.
Mario Guillermo Huacuja, El viaje más largo, México: Fondo de Cultura Económica, 1996.
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Notas