Más allá de su relevancia para el presente político y poético de México, los mejores ensayos de Malversaciones logran el cometido más alto de la crítica literaria: provocar, incentivar o iluminar la lectura. Mientras dura el asedio y el aislamiento se agradece no leer solo.
Por ejemplo, yo escribí un libro de ensayos sobre poesía mexicana que va a tener, bueno, que tuvo, yo creo, unos dieciocho o diecinueve lectores. Porque a quién le importa, ya no digo la poesía mexicana, sino la poesía mexicana reciente. Y a quién le importa un libro que es una colección de ensayos acerca de poesía mexicana reciente. Pues nos interesa como a unos veinte cuates.
—Julián Herbert
No sé si éste sea el mejor momento para reseñar un libro de ensayos sobre poesía. Miro a mi alrededor y todo parece más urgente. “Allá afuera debe estar variando el tiempo”, le dice Juan Preciado a Dorotea, acurrucado entre sus brazos, bajo tierra, mientras le cuenta nimiedades que ya no importan. Allá afuera. Pero bueno, ¿alguna vez ha sido un buen momento para hablar de poesía en México? Que es otra forma de preguntar: ¿a quién le importa, a quién jamás le ha importado la poesía en México?
Estas preguntas pulsan el fondo de los ensayos recopilados en Malversaciones. Sobre poesía, literatura y otros fraudes (Almadía, 2019) de Hernán Bravo Varela. Escritos entre 2009 y 2017, son una especie de autorretrato en clave. La identidad que se construye a partir de lo múltiple y se transforma con las lecturas —las que uno hace y de las que es objeto— y la historia que nos transforma y se transforma al ser leída, son algunas de las ideas que se repiten e hilan las partes del libro.
Tal vez en otro contexto las ansiedades que subyacen en estos ensayos pasarían a segundo plano o serían una nota para académicos. Pero hoy, a finales de marzo de 2020, mientras comienza la fase más cruenta de la pandemia de covid–19 en México y la 4T aprovecha para tragarse los fideicomisos que han financiado buena parte de la producción artística nacional de este siglo, bueno, citando a Margolles, “¿de qué otra cosa podríamos hablar?”
Malversaciones tiene cuatro secciones. La primera trata de poetas mexicanos del siglo XX. Aunque las lecturas que hace Bravo Varela son profundamente personales, todas tienen una vocación política y vindicativa —sin llegar a la polémica—: quieren cambiar la historia de la poesía mexicana. Este tono, a medio camino entre el intimismo y la reivindicación, alcanza su mayor filo y claridad en el ensayo sobre Guillermo Fernández, poeta asesinado hacia el final del sexenio de Calderón: “Junto a su tumba, al pie del volcán Xinantécatl que tanto amaba, los amigos esperamos que se le haga justicia, tanto por el conjunto de su obra como por su muerte”.
De ahí, por cierto, que la mayor parte de la crítica sobre poesía mexicana la escriban los poetas mismos: Herbert, Rivera Garza, Fabre… Bravo Varela forma parte de este último grupo y lo sabe. Por eso lamenta que “la poesía mexicana no ha sabido corromperse” y propone “que los buenos servidores de la lírica acepten el soborno de la realidad”.
Las secciones segunda y tercera, las mejores del libro, reúnen textos que sólo puedo describir como minuciosas escenas de lectura. Aquí aparece Hernán Bravo Varela el traductor de Dickinson y Wilde, el crítico de arte, el futurólogo y el lingüista pop, pero también el chilango que escribía en la Cafebrería El Péndulo, que caminó por Buenos Aires con los editores de Eloísa Cartonera y que estuvo a punto de boicotear una lectura de Sabines en 1997.
La última sección consta sólo de un ensayo, “Malversaciones”, el más ambicioso del libro. A partir de la polémica de 2009 entre la crítica reaccionaria y performer clown Avelina Lésper y la artista conceptual Teresa Margolles, divide la poesía nacional en dos bandos: lesperinos–conservadores y margollianos–liberales. Los primeros exigen la pureza de la lírica, los segundos defienden el derecho a “corromper” sus obras con experimentación y presente. Bravo Varela aboga por la alta traición como estrategia de las bellas artes: los mejores soldados, dice, son los que cambian indistintamente de bando, los que se venden al mejor postor un día sí y al otro también, con tal de perfeccionar su obra. Es el dictum de Faulkner: el poeta está dispuesto a ser un canalla hasta con su madre para hacer su trabajo.
A pesar de su retórica criminal y bélica, Malversaciones es un libro escrito en tiempos de paz. Bravo Varela se alía con los corruptos margollianos porque escribe sobre un fenómeno debatido pero bien documentado en la poesía mexicana de este siglo: el circuito cerrado de poetas que escriben poesía que sólo será leída por otros poetas, con la esperanza de recibir de estos últimos una beca gubernamental que les permita malvivir —pero vivir al fin— de la escritura, circuito que en consecuencia produce poesía poetosa —el término, creo, es de Antonio Ramos Revillas—: lírica pura que no interesa a nadie más que a otros poetas. De ahí, por cierto, que la mayor parte de la crítica sobre poesía mexicana la escriban los poetas mismos: Herbert, Rivera Garza, Fabre… Bravo Varela forma parte de este último grupo y lo sabe. Por eso lamenta que “la poesía mexicana no ha sabido corromperse” y propone “que los buenos servidores de la lírica acepten el soborno de la realidad”.
Pero hoy la autonomía del Fonca es un recuerdo —por más que políticos y optimistas digan lo contrario— y las becas están a punto de convertirse realmente en sobornos. Malversaciones es víctima de uno de los efectos más desconcertantes de estos días febriles: cosas que ayer sonaban a descripción realista del presente hoy suenan a drama de época.
Más allá de su relevancia para el presente político y poético de México, los mejores ensayos de Malversaciones —sobre Bonifaz Nuño, Dickinson, Eliot, Lezama Lima o Williams— logran el cometido más alto de la crítica literaria: provocar, incentivar o iluminar la lectura. Acompañarla. Mientras dura el asedio y el aislamiento, se agradece no leer solo. ®