Rousseau resulta moderno por su crítica al autoritarismo de los poderosos: el príncipe no es el propietario del Estado sino su servidor. ¿Le convierte esto en un demócrata? En realidad, no.
Acostumbramos a pensar en los ilustrados como gentes progresistas, enfrentados al rancio y feroz absolutismo monárquico. Eso es verdad, aunque no toda la verdad. Los intelectuales del Siglo de las Luces también se distinguieron, en líneas generales, por su elitismo brutal hacia las clases populares, lo mismo que por su desprecio hacia todo lo que no fuera Europa. Su proyecto puede parecer subversivo según con qué se compare, pero… Rousseau, uno de los pensadores más radicales del momento, comienza su Contrato social con una afirmación de principio: el orden social es un “derecho sagrado” que sirve de base a todos los demás. Su libro transmite de los sistemas políticos una concepción utilitaria: el mejor es el que más favorece el crecimiento demográfico y económico de un país.
Rousseau resulta moderno por su crítica al autoritarismo de los poderosos: el príncipe no es el propietario del Estado sino su servidor. ¿Le convierte esto en un demócrata? En realidad, no. La democracia, como mucho, le parece idónea para pequeños Estados, pero le produce más aprehensión que confianza. Afirma que, si nos ponemos estrictos, un sistema de esta naturaleza nunca ha existido ni nunca existirá, “pues es contrario al orden natural que el mayor número gobierne y el pequeño sea gobernado”.
La democracia, para nuestro filósofo, está bien sobre el papel, pero presupone un grado de virtud en la ciudadanía que no se da nunca en la vida real. Sería algo más propio de dioses que de seres humanos de carne y hueso. En la práctica no es el pueblo el que debe ejercer la autoridad sino la elite de los espíritus más preparados. Han de ser los sabios los que manden a la multitud, siempre que lo hagan al servicio del colectivo y no del interés propio. Este punto depende, claro está, de un salto de fe. Hay que suponer que en los más preparados brilla no solamente la inteligencia, también el más supremo desinterés.
La democracia, para nuestro filósofo, está bien sobre el papel, pero presupone un grado de virtud en la ciudadanía que no se da nunca en la vida real. Sería algo más propio de dioses que de seres humanos de carne y hueso. En la práctica no es el pueblo el que debe ejercer la autoridad sino la elite de los espíritus más preparados.
Rousseau teoriza, pero lleva sus ideas a un extremo de intransigencia peligroso. Puesto que la Libertad es lo que define a los hombres, renunciar a ella equivale a una abdicación de la propia humanidad. ¿No se abre así el paso a una concepción integrista de la democracia, en la que unos obligan a otros seguir sus particulares ideas sobre el bien común? Si un gobierno dado representa a la Libertad, el disidente se convierte, ipso facto, en liberticida. El colectivo debe conminarlo a no apartarse del camino correcto: “quienquiera se niegue a obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo”.
El Estado, como encarnación de la voluntad general, debe prevalecer ante los intereses particulares. Por eso es legítimo que el poder público obligue a los ciudadanos a morir en defensa de la patria. Si el individuo existe es porque el Estado, y no sólo la naturaleza, le otorga ese derecho a la vida. En el momento en que este derecho colisiona con la seguridad del Estado éste tiene derecho a decretar la muerte de los causantes del peligro.
Por otra parte, Rousseau no cree que la democracia pueda ser disfrutada por toda la humanidad. Eso es lo que proclama en el Contrato social de una manera tajante: “No siendo la libertad un fruto de todos los climas, no se encuentra al alcance de todos los pueblos”. Convencido de que las formas de gobierno deben adaptarse a las distintas circunstancias, el ginebrino piensa que determinados países no están preparados para un régimen de libertades. Éste habría sido el caso, a su juicio, de la Rusia de Pedro el Grande. El zar se equivocó al no darse cuenta de que su pueblo, inmerso en la barbarie, no estaba maduro para la civilización.
La Libertad, para Rousseau, se subordina a la supervivencia de la patria. Es por eso que defiende, al estilo de los antiguos romanos, la aplicación de una dictadura en momentos de máxima amenaza. También está de acuerdo con la censura, en la que ve un instrumento pedagógico: si corregimos las opiniones de la gente, corregiremos también sus costumbres.
Nos hallamos ante un pensamiento lo bastante complejo y ambiguo como para ser susceptible de unos desarrollos opuestos entre sí. El Contrato social es compatible con la Revolución, pero también con un conservadurismo autoritario. De hecho, ésta es una dualidad propia de todo el Siglo de las Luces. ®