Robin Matus: el artista más allá del arte

Vuela, Robin, vuela…

Pocos artistas en Xalapa y aun en México merecen el epíteto de “vanguardista”, excepto Robin Matus. Artista xalapeño, uno de los primeros posmodernos avant la lettre en nuestra América, no sólo en esta Xalapa mortecina y proclive al Alzheimer, murió el pasado miércoles 13 de octubre.

Robin Matus, «Azul».

Desconocido fuera de Xalapa, este creador multidisciplinario llamó la atención de sus pares, como Felipe Ehrenberg —que escribió encomiásticamente sobre él en los años ochenta—, Carla Rippey o Adolfo Patiño. Ofrecemos esta semblanza de un creador que continúa aguardando el reconocimiento que amerita.

En la concepción de vanguardia, el único arte posible es el que está al borde de no ser arte. Esta posición, que privilegia el acto creador, el movimiento más que la obra, subyace en la actitud que durante casi cuatro décadas enarboló Robin Matus (1943–2021).

Para él, crear fue moverse. El arte es movimiento, no ruptura, sino búsqueda incesante de caminos que exploren maneras, materiales soslayados. En el curso de esta trayectoria, que describe parábolas, pero no predica, Matus recibió frecuentes acusaciones: los cuadros no están concluidos, carecen de acabado formal —acusaciones, debo decirlo, las más de las veces de xalapeños—. Poco, sin embargo, le interesaron estas formalidades; prefirió arrostrar el vértigo creativo, surfear entre los escollos. En su producción se imbrican las formas sensuales y el arrobo, no exento de fascinación, por los lenguajes de los media. Sin exageraciones, fue uno de los primeros posmodernos avant la lettre en nuestra América, no sólo en esta Xalapa mortecina y proclive al Alzheimer.

Robin Matus.

Entre el olvido y el Alka Seltzer, la solidez del sodio. Que se disuelve en olas líquidas sofrenando los reflujos. Esta muestra —Conversaciones, 2012, una selección del trabajo del artista—, que obliga a Robin a detenerse, a mostrar una pose extraña de congelado gesto, se debe a Rafael Villar, quien, convertido en comisario, busca el reconocimiento para una obra que ajena a los galardones se ha desarrollado casi subterráneamente en Xalapa, ciudad de túneles y socavones. Mirar hacia atrás es también verse. Para quienes con pasmo hemos atestiguado esta febril producción, cuyo impulso principal es explorar nuevos derroteros expresivos, retomar los productos de desecho, acercarse a los discursos de los media y asumir cierta tradición brut, ciertos elementos del feísmo, del experimentalismo último de los sesenta —por eso en este estilo confluyen el vanguardista tardío y el posmoderno precoz—, esta selección apenas si consigue mostrar algunos de los abigarrados rostros, extraños, molestos para aquellos que confunden cuadros con reglas —y no hablo de los marcos de referencia de Patiño, amigo querido que en paz descanse—. Y no por culpa de los organizadores sino por la falta de registro. Matus borra sus cuadros, ejerce el palimpsesto, los olvida, les permite reintegrarse a su condición matérica.

Matus encontró que su búsqueda, su necesidad diríamos física, había sido planteada y emprendida antes por los maestros de la vanguardia. El arte como actitud, como un gesto que trasciende el producto y se solaza en el movimiento de la producción.

Pocos artistas en Xalapa y aun en México merecen el epíteto de “vanguardista”, excepto Robin Matus. No me refiero al uso de ciertas estrategias para adecuarse o aclimatarse a una corriente estética —caso digamos de un Diego Rivera—. No. Matus encontró que su búsqueda, su necesidad diríamos física, había sido planteada y emprendida antes por los maestros de la vanguardia. El arte como actitud, como un gesto que trasciende el producto y se solaza en el movimiento de la producción. Una forma de éxtasis, según acuñara Georges Lapassade.

Robin Matus, «Vaqueros».

Matus, quien incursionara, en su particular y único devenir, en varias corrientes, y oficiado diversos estilos, sin perder nunca su impronta, su poética del instante genésico, fue de la abstracción al figurativismo, del figurativismo a la representación, de la representación a la negación del color —una auténtica renuncia para un creador colorido como pocos—, y en este último tramo —la primera década de los dosmil— ha recuperado el placer primigenio de chorrear colores, casi en estado puro, ajeno a teorías y formatos compositivos.

De los años noventa queda un legado magistral: un conjunto de cuadros, apenas un puñado, que sobrevivió al furor y frenesí del artista, cultor del palimpsesto. Son pinturas resueltas al acrílico y al pastel —sus técnicas predilectas—, a las que acompaña un par de óleos de excepción. El elemento común: monigotes o garabatos que recuerdan al galán de noche, criaturas con botones y brazos de palote que parecen confrontarnos. Nuevo arte del retrato, es también una exploración de la disonancia cromática. Matus, maestro de la textura, adopta un credo minimalista, una especie de suite con colores primarios y lisos en abierto antagonismo, que recuerda al de las historietas. Si hubiera un elemento que pudiera soliviantar una interpretación de una obra renuente a las lecturas “unitarias”, destacaría la preferencia por las figuras, más que humanas, antropomorfas.

Escultor y fotógrafo, en su faceta representativa, Matus privilegió los humanoides de trazos bastos y apenas insinuados. Hay una condición de maniquí, aunque no maniqueísta, a la que no escapan estas “caricaturas”, inspiradas por la serie Animaniacs, hoy nuevamente expuestas. Quienes lo tratamos sabíamos cuán renuente era a la charla, a la conversación intrascendente. Diríase que, fuera de su creación, nada le interesaba. Ese aire de solipsismo se filtra en muchas de sus creaciones que interrogan, escrutan a los códigos de los mass media para entregarnos un retrato fiel.

Diez mil colores: negro

Diríase que el derrotero gradual de un artista, si no se afinca voluntariamente en un recodo del camino a vender quesos disimulados de cuadros, deriva hacia un ámbito distinto al de sus comienzos: el abstracto descubrirá la sencillez del figurativismo; el realista, las exigencias de la abstracción; el barroco las complejidades de los tonos puros. Y el distinguido por su cromatismo desemboca en el negro.

En el largo camino hacia la negritud, Robin Matus, un pintor de monos y de colores planos, contrastantes y abigarrados, con guiños a la publicidad, al tiempo y a los mitos de la juvenalia, descubrió, con antelación, el figurativismo. Y mientras voluntariamente se sometía a un aprendizaje, se le revelaron las posibilidades del accidente. Nada extraño: si algo ha guiado la actuación, la experiencia estética de Robin —que en él es más que nunca eso, experiencia—, ha sido el cambio y el sometimiento de materias deleznables, hostiles por ello a la dimensión estética. De ahí que más que robiniana, su construcción devenga más bien robinsoniana.

Robin Matus, «X».

Nuestro artista alado ha perseguido a través de la mudanza una vivencia. Esa vivencia es ahora en negro. A condición de que el negro no sea plano sino vibrante. Matices que logra a través de la textura. Matus aspira a la presencia. Por eso es escultor y hacedor de obras intermedias, que redescubren el concepto “resaltar”. En la vereda de la con/figuración se topó con la trama: textiles, tejidos, desechos, que otorgan otro relieve al lienzo. El pincel se acompaña de la geometría. Y los productos fabricados —así los alfileres, así las tramas de mantel, las mallas ciclónicas— se encuentran con el aerosol o el acrílico. Materia incrustada y grandes capaz de pigmentos que coexisten con salpicaduras, manchas y emborronamientos deliberados cuya extensión va incluso más allá del marco.

Robin Matus. Fotografía cortesía de Robin Matus hijo.

Considero Cuarto oscuro (2009) la mejor exposición de Matus. Robin ha aprendido a componer, a establecer un orden de contrastes y de ángulos, donde inusitadamente, como una brizna de hierba entre los bloques del asfalto, asoma una coloración, una suerte de luz, como es perceptible en su serie de “tiempos”.

Hay al menos tres obras maestras aquí: “Tiempos vaqueros”, con su secuencia tonal de grises, que me recuerdan a esa suerte de suite electrónica que es Radio Activity de Kraftwerk y que insinúa las composiciones abstractas del grabado; “Tiempos eclipsados”, que evoca a Robert Motherwell a condición de que Motherwell no hubiera depositado tanta expresión en el negro soslayando cierto lirismo que Matus sí aporta mediante líneas y frotaduras. Y claro está: “Personaje luminoso”, que de pronto sugiere a Irma Palacios o a Estrella Carmona pero que, no obstante los precedentes, es Matus puro, con sus trazos sinuosos, sus volúmenes y contrastes de color y su discreta pero ya magistral composición para mejor resaltar las formas a través de la oposición de amarillos, naranjas, negros, blancos y grises.

Reacio a las modas, ajeno a las estrategias de legitimación artística mediante esa ahijada de la política que suplanta la virtud estética, esta serie nos devuelve un gran momento de un artista que aún espera el reconocimiento que merece.

Los esquimales y los pueblos túndricos poseen una gama verbal para distinguir la variedad de tonos del hielo y de la nieve. Matus, poeta él mismo, nos ofrece un vocabulario inédito para nombrar el negro, para acercarnos a una obra matérica: palpitante. El arcoíris del negro.

Reacio a las modas, ajeno a las estrategias de legitimación artística mediante esa ahijada de la política que suplanta la virtud estética, esta serie nos devuelve un gran momento de un artista que aún espera el reconocimiento que merece.

Matus fue una obra en sí. Lo recuerdo escuchando a Kraftwerk en los ochenta y a NIN en los noventa. Con un walkman y obsesionado por los maniquíes. Rojo el cabello, peladas las sienes, donaire socarrón. Experimentó con herramientas tecnológicas, innovadoras en su coyuntura. Y bordeó la actitud que sabe que en el riesgo, más que en el aprendizaje, es donde se produce el auténtico encuentro. Así, fue fotógrafo, escultor, pintor, gráfico que compraba manteles de plástico, que reutilizaba celofanes, morrales, láminas litográficas, negativos. Todo el revés de la trama y los residuos de la prensa. Y también escritor de insólitas piruetas. Piraustas no, porque devinieron travestis. Robin fue muchos artistas, al punto de que los profanos se preguntaban si no era una marca. No, es un sello de óleo. Y de acrílico. Mientras la mayoría buscamos un refugio donde pernoctar, Robin prefirió siempre la intemperie.

Desde aquí abajo, sólo nos queda animar: Vuela, Robin, vuela. ®

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Publicado en: Arte

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