Ella es libre como el viento. Él la persigue dando tumbos. Luego se sienta en la acera a esperarla, como un pordiosero. Siente que regresará, como un remolino de viento que arrastra basurillas y hojas muertas.
Tentalea el fondo del armario y no la encuentra. Sus trajes brillan en la oscuridad, con sus emblemas y sus ideogramas. Acostumbrado a conocer el mundo con las manos, ella es un palpitante objeto sexual que ocasionalmente reposa a su lado. Para su amor que se despliega mediante el olfato, ella es un paciente animal, a veces turbulento, que lo olisquea y lo mordisquea y luego se marcha. Ella es el azar y el destino, la fortuna que se derrama como una cornucopia o se interrumpe de súbito. Pero regresa al día siguiente. En ella palpa lo rugoso y lo frío, lo húmedo y lo reptante, lo ácido y lo amargo, lo dulce, lo suave, lo huidizo. Ella es la caridad que se desmorona sobre sí misma como un dulce de almendras, que amasa entre los dedos como un manjar de dátiles.
Ella es libre como el viento. Él la persigue dando tumbos. Luego se sienta en la acera a esperarla, como un pordiosero. Siente que regresará, como un remolino de viento que arrastra basurillas y hojas muertas. Ella es la escultura de la vida que se sumerge íntegra sin derramar una gota de aire. Nunca sabe él cuándo se marcha, si llegará otra vez. La aguarda con una fe que es un obelisco oscuro plantado en medio del caos. Palpa su ropa interior, mientras ella le acerca a los labios una escudilla. Aunque juega a cambiarse de nombre, la reconoce por la voz, que no podría describir —¿con qué palabras?— pero que identifica infaliblemente. Guarda al ciego una loca fidelidad —basada en la palabra ahora—, inestable y sin promesas.
La aguarda con una fe que es un obelisco oscuro plantado en medio del caos. Palpa su ropa interior, mientras ella le acerca a los labios una escudilla. Aunque juega a cambiarse de nombre, la reconoce por la voz, que no podría describir —¿con qué palabras?— pero que identifica infaliblemente.
Él canta en una esquina, en los autobuses a los que logra trepar penosamente. Los pasajeros los han oído cantar al unísono y se asombran de su belleza, que se balancea en el tubo de descenso como si fuese el tubo de un salón de table dance. Su asombro dura unos segundos, pues reconoce la voz —y sobre todo porque no puede verla—. Tiene una cintura más estrecha que la de la guitarra descascarada que sostiene con las caderas. Sus cuerdas vocales son mucho más finas que los monótonos hilos del instrumento. Canta con la boca de su estómago, al que penosamente hace eco el vientre de la guitarra. Su cuerpo entero es la bocina de esa voz que el ciego reconoce en cualquier parte, puesto que es la voz de la vida.
Sobre sus desapariciones temporales, prefiere no hacerse preguntas. Al parecer, viaja con su guitarra —ambas son una sola criatura— hacia otras ciudades del interior. No sabe si sola o acompañada. Ella no acostumbra hacer confidencias, que en último caso pudieran resultar crueles. Su plática versa sobre minucias cotidianas, sobre la suma de detalles que componen cada día: sobre los reflejos del sol, verbigracia, que brotan del parabrisas de los autobuses, dejándola ciega por instantes, o sobre las corrientes de agua que corren por las veredas urbanas y le dificultan bajar de su escenario rodante, donde decenas de ojos pasajeros la devoran, en las tardes de lluvia.
(De la serie Un bestiario femenino)
El opus infinitum de Luis Non
Hacía mucho tiempo que Luis Non, poeta del pueblo, había rebasado la noción de libro. Inclusive el plan de unas obras completas, si acaso puede trazarse alguno. Se encontraba en el plano de la escritura infinita y ello no dejaba de causarle estupor. Se había colocado en el centro de ese círculo desde la primera vez que tomara la pluma. Y sin darse cuenta siquiera. Ahora la tarea se prolongaba hacia adelante y hacia atrás, hacia los lados, como un páramo de signos indelebles que él sólo debía copiar, pasar en limpio en un alfabeto humano. Seguramente los 24, los 26 signos serían insuficientes. Pero éste no era el problema más grave.
Este silencio lleno de voces inconexas es un reto para cualquier sintaxis. Sabe que nunca podrá escribir a su calce, como un fécit: Luis Non, autor del todo. Y sin embargo ese fenómeno aparece cada madrugada en su mesa de trabajo, como un poco de arena que dejó la noche antes de marcharse. Arena que a veces se cuela hasta sus párpados desde en antes, cuando aún no se define el despertar. Como si fuese el serrín de un bloque de mármol que él hubiese estado aserrando buena parte de la noche. Las palabras se juntan de distintas maneras, convirtiendo las sílabas en un remolino que no parece tener fin, principio ni cuenta. ¿Esto es un endecasílabo, un cuento o un cuento en endecasílabos? Lo único seguro es que es el fragmento de una novela que nunca habrá de concluir. ¿Cuántas páginas escribió en las cantinas del pueblo en los últimos treinta años? Arena que se llevó el viento del desierto, después de haberla traído hasta su mesa, hasta la confusa página de su conciencia, plagada de hipótesis, de recuerdos, de borradores.
La obra infinita tampoco tiene principio. De modo que sólo podrá escribir un segmento de ella, aunque la tenga toda en su mente. Cada fragmento que ensaya, empero, altera la totalidad: no la disminuye ni la aumenta, la vuelve otra. Enciende el primer cigarrillo, como quien se conecta a un tubo de oxígeno. O el último de la noche anterior. Las cabezas de turco se acumulan en lo que parece el cenicero de un sastre. Cada tarde de éxtasis era un Lepanto y cada cantina una venta. Escritas o no, las páginas acumuladas son un remolino que gira en todas direcciones. A los catorce años ya tenía tres o cuatro cajas de cartón debajo de la cama, llenas de cuadernos de raya estampados de letras desde la primera hasta la última página. Luego llegaron los años de escritura mental, donde la pantalla de su mente fosforecía con signos que se apagaban, sustituidos por otros que eran los mismos pero que decían otras cosas, alfabeto desplegado en todas las formas del orden.
Luis Non es sólo un poeta de pueblo. Y para un escritor total no hay un lector total: ni siquiera una suma de lectores que en una secuencia de tiempo lean, cada uno por su cuenta y sin conocerse entre ellos, una obra que nunca termina de desplegarse.
Es irrelevante que el opus infinitum llegue a la imprenta. De todas maneras nadie lo leería. No es Alfonso Reyes, no es Lope de Vega: Luis Non es sólo un poeta de pueblo. Y para un escritor total no hay un lector total: ni siquiera una suma de lectores que en una secuencia de tiempo lean, cada uno por su cuenta y sin conocerse entre ellos, una obra que nunca termina de desplegarse. Habita en el imperio de las posibilidades, que diseñara Aristóteles. Una de ellas, la de ser inmortal, aunque está a la mano, nunca le ha interesado. Por más que le agrade el acto de escribir, de arrastrar la pluma sobre la página en blanco, que nunca se repite, interminable. La llama de los caracteres arde toda la noche, como un zigurat de máscaras, de personalidades, de crónicas. Es sólo un poeta de pueblo y prefiere la llama, honesta y sin mancilla, del anonimato.
De todas maneras, los cuadernos se acumulan como fragmentos y borradores de un Topos Urano. De un mundo donde hay un insecto arquetípico para cada uno de los millones de insectos que se arrastran, pululan o vuelan. Donde hay un momento perfecto que nos resarce de todos los momentos estériles de la vida. Un orden definido para cada una de las enumeraciones caóticas. Un número que por fin es un número y no el intento o el recuerdo de un número. Una mujer que es todas las mujeres, sin que ninguna sienta envidia ni celos de la otra. Un reloj que marca el tiempo en todas direcciones, sin la superstición del antes ni el después. Un crimen a punto de cometerse, que conjunta los detalles de muchos crímenes olvidados o sobreseídos en los archivos judiciales. Un grano de polvo irregular como un planeta y una rosa simétrica respecto de otras cosas, pero no respecto de sí misma. Un rostro de facciones fijas, como talladas en piedra. Un pueblo inhóspito donde Luis Non está condenado a habitar por la eternidad.
—Aunque parezca ser nadie, mi nombre es Luis Non, poeta de pueblo —solía decir, en las escasas ocasiones en que alguien le requería su identidad, su seña o su costumbre en las cantinas del pueblo. Era persona decente, y de fama probada, por lo que muy pocos se atrevían a interpelarlo de tal manera. Era hombre de pocos amigos, en suma, o para decirlo pronto, no tenía amigos: a tal punto su honestidad era acendrada y resplandeciente. Y aunque ya casi ha desaparecido, escribe. Escribe, mientras tanto. Su escritura es más real que él mismo, y más abundante y preciosa que su pobre existencia. ®
(10 de enero de 2021)