Ningún lugar, alguno

Los menesteres del ocio, XVIII

El tiempo perdido es tiempo muerto, tiempo vacío, que no sucede. Entre el pasado y el futuro, el tiempo se prolonga como un fluido poroso, lleno de burbujas.

Esfimógrafo, inventado a fines del siglo XIX por Étienne–Jules Marey para medir el pulso y representarlo en una gráfica.

Desde la banca del parque no siento que alguien me observe desde alguno de los ventanales de esta calle. Nadie se da cuenta de que observo desde esta cortina a la persona que se encuentra sentada en la banca del parque. El diagrama de este paraje es abstracto. Todas las calles de todas las ciudades de este país tienen el mismo nombre. Las casas de diseño industrial tienen el mismo tipo y están hechos de los mismos materiales, cual si la imaginación hubiese renunciado a sí misma en estos paisajes cubistas. Todos hablamos el mismo idioma, el de la televisión. Cuando decidimos hablar, pues esa monótona alharaca es del todo parecida al silencio.

La bruma del cristal está compuesta de polvo de sol y polvo de lluvia. Su dureza es la distancia materializada. Todo está a la mano a la vez que se fuga. Esto no es una pipa. Es la misma persona la que se borra a uno y otro lado del humo del tabaco. El parque está en todas partes y en ninguna. No hubo acuerdo alguno para que se encontraran, ni cita previa. Simplemente, si uno llega el otro se va y viceversa. Al filo del instante se reconocen y luego se olvidan para siempre. Hasta el próximo encuentro. El sitio público está vacío, por cierto, cada vez que esto sucede. Como si los relojes se hubiesen sincronizado y los distraídos transeúntes puesto de acuerdo para no perturbar esta ceremonia. El puente colgante del tiempo queda suspendido en este enclave: por un momento incalculable queda suspendida toda continuidad. En este vórtice inesperado, en esta rotura anfractuosa, un viento que no es de este mundo yergue su trémolo.

Guardo silencio y escucho el rumor de tu pensamiento; lo percibo aun sin comprenderlo. Lo palpo, lo pruebo, lo miro correr como un río que experimento, lo cual es mejor que comprenderlo.

Ambos pierden la memoria al llegar a este punto: sólo bajo esta condición pueden arribar. Estamos acostumbrados a concebir el tiempo como una sucesión. Imaginamos un porvenir, lo damos por sentado, aunque en sentido estricto éste nunca acontezca. Pensamos que él, aún más que el pasado, nos dará identidad; que es el nudo gordiano que atará nuestras imágenes y recuerdos en un todo insoluble. En este caso, el uno es el porvenir del otro, sin que signifique necesariamente su muerte. No hay aquí un heraldo, un heredero ni un sucesor: sólo dos perfiles contrapuestos que se encuentran y penetran el uno en el otro, ajustándose, confundiéndose, asimilándose.

¿Quién eras antes de que yo llegase aquí? ¿Quién soy ahora que estás siendo? No es el sol sino el rayo oblicuo de un sol que no conocía el cae en este momento interminable. Guardo silencio y escucho el rumor de tu pensamiento; lo percibo aun sin comprenderlo. Lo palpo, lo pruebo, lo miro correr como un río que experimento, lo cual es mejor que comprenderlo. Sé que me escuchas, aunque tu rostro parezca absorto en otra luz, en otro cristal. Nuestras identidades encontradas palpan un espejo sin revés y sin fondo, sin superficie reflejante; nuestros cuerpos sólidos podrían embestirse sin fracturarse y ocupar simultáneamente el mismo espacio.

Objetos perdidos

Perdemos mucho tiempo buscando objetos perdidos: una llave, una carta, una fotografía. El tiempo perdido es tiempo muerto, tiempo vacío, que no sucede. Entre el pasado y el futuro, el tiempo se prolonga como un fluido poroso, lleno de burbujas. Como los cuerpos, el tiempo tiene agujeros. Acaso el vacío sea más frecuente en el tiempo que en el espacio.

¿Cuánto mide el tiempo que tarda un objeto en aparecer? ¿El vacío tiene medida? ¿Tiene un contorno medible y una profundidad insondable? Una plenitud del tiempo es una corriente desbordando esos agujeros. O una sola gota colmando el ojo de una aguja.

Como los esqueletos, el tiempo tiene hoyos. Como una red. El 70 por ciento de la vida está compuesto de estas celdas vacías, de esta escoria impalpable, de esta espuma seca. Hablo del tiempo del tedio, del tiempo del ocio, del tiempo de espera en una sala de espera, del tiempo que tardan en aparecer los objetos perdidos.

La repetición de un suceso en el tiempo, con intervalos muy próximos, genera el vacío. Una cosa que se repite se desrealiza: la segunda vez es su sombra, la tercera su reflejo, la cuarta su recuerdo, la quinta su proyección hacia el futuro, la sexta una presencia espectral, la séptima el olvido de la cosa.

¿Quién desea, por lo demás, recuperar el tiempo vacío, sobre todo considerando que el vacío retorna por sí mismo, que nunca se va del todo?

Por ello, puede decirse que la rutina es la forma sistemática que toma el vacío temporal. Es la forma socializada de la ausencia de tiempo. Es el esqueleto, ay, de nuestra vida individual y social. Ruta de la nada en el tiempo, ruta hacia la nada. Los objetos marchan hacia su disolución, no hacia su consolidación en el tiempo.

Cuando encontramos, por fin, el objeto, el tiempo se reanuda, recobra el sentido. Pero esa charca, esa ola muerta, esa vegetación estéril del tiempo pesa en la memoria y es irrescatable. ¿Quién desea, por lo demás, recuperar el tiempo vacío, sobre todo considerando que el vacío retorna por sí mismo, que nunca se va del todo?

La porosidad del tiempo en los objetos hace que éstos se muestren incompletos, con una incapacidad congénita para la plenitud. Un 70 por ciento de vacío vuelve todas las cosas finitas, mortales. Un 30 por ciento de plenitud es suficiente para imaginar la eternidad, o para suponer al menos que el tiempo marcha en ese sentido. La eternidad como el país de los objetos perdidos, vislumbrada desde aquí cuando encontramos uno de ellos, cuando salvamos a uno de ellos, al menos temporalmente, de su completa disolución. ®

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Publicado en: Narrativa

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