Italia 90

Futbol en la Unidad habitacional

En 1990 México no fue al Mundial de Italia, por el penoso asunto de los “cachirules”, pero eso no disminuyó la pasión futbolera. En la chilanga Unidad Habitacional El Rosario los partidos eran verdaderas batallas por el honor y el reconocimiento entre niños y jóvenes cábulas.

1: Preliminares

—¡Así como vas, de primera intención!

El balón se encuentra con el pie de Carlos en el aire, a unos cuantos centímetros del suelo, pero para él es como si hubiera logrado una chilena como la de Manuel Negrete contra Bulgaria aquel 15 de junio de 1986. Él siente haber alcanzado el vuelo del esférico a dos por encima del nivel de la cancha (“La cancha”: un área a la que los condóminos de la unidad habitacional le llaman “el cuadro” y que más bien es un rectángulo. Una planicie de concreto rodeada de edificios, donde las ventanas de los departamentos son las gradas y la ropa que cuelga secándose bajo los rayos del sol los banderines de apoyo a un equipo). En las paredes, pintada con aerosol negro, la firma de la banda de punks locales, Los Chacales, y en el suelo, trozos de vidrio, pequeñas piedras y cáscaras de naranja. Un estadio seco y gris, con un sonido local que reproduce tonadas populares nuevas y viejas, como ahora, que desde alguna ventana suena “La cumbia del sida”, de La Sonora Dinamita.

Las cuatro esquinas del cuadro desembocan en caminos que llevan a otras partes de la unidad habitacional. Son las áreas de paso por donde transitan quienes entre semana se dirigen al trabajo o la escuela y los sábados y domingos al mercado. Pero hoy no, aunque sea domingo, porque hoy hay partido y el paso queda restringido. En cada esquina se ubica una coladera pluvial redonda con seis agujeros por los que los niños hemos perdido incontables monedas y carritos de metal; coladeras que los adultos usan como ceniceros y los adictos de la unidad como vertedero de envases vacíos de solvente; fue de una de estas coladeras cuando un día los empleados de aguas, durante una jornada de desazolve, desenterraron tres carretillas de botes de solvente, toda una inversión en billetes de baja denominación y neuronas, también de baja denominación. Hoy, si acaso, tienen permitido el paso la señora del carrito de chicharrones con salsa y crema y el señor de los raspados, pero nadie más. El efecto de la hazaña le hace sentir a Carlos que acaba de volar por encima de los demás. Que ha podido ver sus cabezas desde el cielo (y eso que es uno de los más chaparros, no solo de su equipo, sino de los dos que ahora se enfrentan en la cancha improvisada).

Ilustraciones de Blumpi.

Hoy es día de Mundialito Bimbo, un campeonato en el que nadie gana nada. No hay premios ni trofeos, no se regalan refrescos ni cervezas. Estas últimas se las paga cada quién. Sólo se otorga la aprobación y el respeto de los demás, un premio más preciado que cualquier copa de aluminio mal pintado. Aquí el palmarés lo integran los más cabrones. Quienes no figuran se las verán negras el resto de sus días, por débiles. Su destino será la burla y los peores apodos, además de acaso el peor de los castigos: la indiferencia de los demás. No ser tomado en cuenta es no ser invitado, por ejemplo, a las expediciones a la inmensa jungla conocida como “la milpa”, una extensión repleta de hierbas, telarañas, alimañas, tubos de concreto y lagunas atravesada por las vías del tren. Un lugar de infinitas posibilidades lo mismo para la imaginación que para el desmadre puro y duro. No ser contemplado para asistir a esas aventuras es como desaparecer. Desaparecer en un mar de condominios, una ola de concreto que revuelca y arrastra sin piedad, qué clase de destino es ése.

* * *

A nadie se le ocurrió jamás comprar o prestar un pizarrón para ir anotando los resultados, con la memoria basta, y si falla, a ver quién la increpa. Se juega una variedad mutante de futbol soccer: los equipos se integran por más de once jugadores. Pueden llegar a ser trece o catorce, un mar de piernas. Es difícil tocar la pelota, las jugadas son muy reñidas. Esto provoca que el número de faltas aumente rápidamente, pero también que en un juego se repitan jugadores. Los dos equipos pueden tener un “Hugol” o dos “capitán Furia”, que asedian el arco de los “Pablo Larios”.

La chilena de Carlos es certera. El balón sale disparado hacia la portería, donde el guardameta del “Cruz Azul” (ellos son “el América”), que paraba casi todas, no logra adivinar la trayectoria de su disparo. Gol. Goooooool. Golazooooooo.

Ser hincha de esos partidos significa asomar la cabeza para fumar, lanzar algún escupitajo o simplemente mirar el cielo azul, pensando que hoy es domingo y mañana lunes, mientras suena de fondo el ruido del tren a la distancia o los sonidos tropicales que arroja un estéreo.

—¡Vientos, “Zaguiño”, te la sacaste! —le dice una voz al anotador, mientras éste dirige sus pasos a un altar de aluminio dorado y vidrio habitado por una Virgen de Guadalupe para vitorear su gol, derraparse, arrodillarse, persignarse y esperar a que sus compañeros le hagan bolita.

“Zaguiño” es Carlos, que ahora voltea a confirmar que su papá o su hermano sigan asomados por la ventana de su departamento, pero no. Ninguno de los dos pudo ver que, finalmente, luego de tres partidos, por fin ha logrado meter el balón en la portería. No tendrá modo de demostrarles que no es el inútil que creen que es, que sí mete goles y es reconocido. Quienes sí miran desde sus ventanas dejan caer desinteresadamente la ceniza de sus cigarros, que se esparce por la calurosa nata dominical. Ser hincha de esos partidos significa asomar la cabeza para fumar, lanzar algún escupitajo o simplemente mirar el cielo azul, pensando que hoy es domingo y mañana lunes, mientras suena de fondo el ruido del tren a la distancia o los sonidos tropicales que arroja un estéreo.

2: Octavos de final

—¿Va a venir el negrito a tu cumpleaños?

Carlos abre la puerta del congelador para cerciorarse de que los treinta Gansitos Marinela siguen allí. Y allí están, bien formaditos y ordenados los paquetes color naranja, ya endurecidos por el efecto del hielo. En dos días es su cumpleaños y los Gansitos serán el regalo de bienvenida para sus invitados, un grupo de niños y niñas de la primaria. Los que le hablan, porque Carlos es un pocosamigos. En dos días el pequeño departamento de interés social estará repleto, igual que el congelador en este momento. Carlos y sus amigos —o mejor dicho, compañeros; o mejor dicho, conocidos— serán treinta Gansitos congelados retacados en el pequeño departamento, amontonados pero felices, con ropas coloridas, como el naranja de esos empaques. Será la última vez que festeje de esa forma infantil, porque a partir de los doce años los pequeños simios deben salir a explorar la jungla por su cuenta y no hay vuelta atrás, ya no hay espacio para niñerías. Los LPs dejarán de ser exclusivos de los adultos. A la chingada sus Serrats, Chicagos y Disco Sambas, el futuro depara rock en español, dance y rap. Pero todo a su tiempo.

* * *

Sin dejar de contar y con la mirada puesta en los paquetes de azúcar compacta congelada, Carlos corrige a su madre:

—No es negrito, amá.

El mejor amigo de su hijo se llama Miguel, pero cuando la mamá de Carlos lo menciona se refiere a él como “el negrito”: “¿Vas a ir a casa del negrito?”, “¿Ya no has salido con el negrito?”

—Bueno, el morenito.

Siempre en diminutivo. La gente era enana: el negrito, el gordito, la putita.

—Hablando del rey de Roma, ahí te habla el negrito.

Miguel le chiflaba a Carlos desde abajo del edificio.

Tacho era el negrito, que era Miguel. Miguel era cuatro cosas a la vez, si se contaba que era el mejor defensa del “América”.

Ilustraciones de Blumpi.

En lo que baja su amigo Tacho practica sus tiros a balón parado, se echa unas dominadas, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, el balón rueda por el suelo. Los tiempos muertos de la vida se cubren dando balonazos en una práctica continua que se puede constatar en el blanco de las paredes, manchadas una y otra vez con marcas redondas, negras.

* * *

—Cada vez me salen más estampas repetidas, ayer, de tres sobres que compré, ninguno traía ni una que no tuviera ya —le explica Carlos a Tacho una vez que baja los cuatro pisos de su casa al cuadro, a la vez que le muestra el bonche de estampas de jugadores de las selecciones de diferentes países. Ya casi es el Italia 90 y falta poco para que dejen de vender las estampas, hay que apurarse o el álbum quedará incompleto. Los cromos más difíciles de conseguir son aquellos de jugadores mexicanos del pasado, como Leonardo Cuéllar.

—Pero, qué, ¿primero nos echamos unos tiros?

—Órale.

Y eso hacen: después de poner sus álbumes sobre el suelo y de colocar una piedra encima de ellos para que no se vuelen con las corrientes de aire se colocan en sus posiciones. Uno es el portero y otro el tirador, que dribla a un contrincante invisible y luego tira a la portería. La portería es una coladera de reja, alargada, de metro y medio, o unos cinco pasos, la medida reglamentaria. Al que le toca ser portero se puede lanzar por el balón y toda la cosa. Lo único malo son dos detalles: que las caídas terminan en sendos costalazos sobre el duro concreto, y que como no hay postes, es difícil determinar cuando un balón se vuela. Eso se decide a criterio del más alto.

—Mira, si brinco sí alcanzo la pelota. Sí fue gol.

—Pero si yo brinco, no. Se fue volado.

Y sigue una discusión que sólo se zanja cuando uno de los dos se sale con la suya, arbitrariamente.

Luego de los tiros llega, ahora sí, la hora de revisar cómo van con el álbum de estampas del Mundial. Algunas niñas del salón han logrado conseguir las estampas más codiciadas a base de un modelo de negocio que ha probado ser exitoso: si les llevas una que necesiten, ellas a cambio se levantan la falda y te permiten mirarles los calzones por unos segundos. Así lograron completar el de Tú y yo. Carlos y Tacho no tienen ninguna que las mocosas anden buscando ni tampoco tienen una moneda de cambio como la que poseen ellas como para conseguir las que les faltan, así que sólo les queda de una: todos los días, después del toque de salida de la primaria, se dirigen hacia la hilera de puestos hasta llegar a la papelería, donde compran sobres de estampas y chicles. Les sale más cara la afición, pero eso es lo de menos. Tacho pega sus estampas con Pritt, para que no se arruguen; Carlos usa resistol blanco, del líquido. Todas las estampas se le arrugan, pero le gusta cómo se ven, como con relieve. Ambos van avanzados en el álbum, seguro lo completan un día de éstos.

Después pasan a otro de sus pasatiempos favoritos: dibujar. Más bien copiar. Tacho saca su libro de reglas del futbol y se disponen a trazar canchas con las medidas oficiales y a ubicar a once jugadores de cada lado. De tanto copiar las mismas canchas una y otra vez ya saben hacerlas de memoria, lo cual les sirve para lucirse en la escuela con su tema de conversación. Pocos saben que la longitud y la anchura de una cancha varía, que no es siempre la misma. Pero eso no importa, lo que sí importa es tener el dato a la mano, recitar de memoria que una cancha de futbol debe medir 120 metros de largo por 90 de ancho, que el radio del círculo central es de 9.15 metros y que la mancha de penalti se encuentra a 11 metros de distancia de la portería.

Luego, con ayuda del pesadísimo Larousse Ilustrado, copian las banderas de los veinticuatro países que van a estar en el Mundial. Incluso añaden la de México, que no irá a Italia por el asunto ese de los cachirules. México es México, no lo van a dejar fuera.

—Cada vez me sale mejor el águila del escudo —presume Tacho mostrándole a Carlos su dibujo de la bandera nacional.

—La que mejor te sale es la bandera de Italia —se burla Carlos.

Y sigue una tanda de empujones, zapes y pericazos.

Ilustraciones de Blumpi.

—¿Vamos al Camino de San Blas?

El Camino de San Blas no existe, es simplemente el sendero que rodea el perímetro entero de la unidad habitacional, entre la gran reja que la envuelve y los edificios. Así lo bautizaron ellos recientemente, pero en realidad es conocido como “el caminito”. Porque es eso y nada más. Aquí se vive sin nombres en las calles, sólo caminos, veredas, rumbos. El lugar donde se encuentra la puerta principal de la unidad es “la entrada”, la punta opuesta es “el fondo”, no se necesita más norte aquí.

—Sale, pero deja traigo mi Avalancha.

—¿Sí la recuperaste?

—Simón. Mis jefes me pusieron una regañiza pero al final me la devolvió el wey al que se la cambié.

—Pues sí, pendejo, la intercambiaste por un pinche bolillo, cómo se te ocurre. Tráetela y vamos a rolar.

* * *

Como buen hormiguero, la unidad habitacional tiene cientos y cientos de hormigas obreras que viven en él y, al ser una construcción tan grande, es una pequeña ciudad en sí misma. Una miniatura del Distrito Federal. Aquí también hay un “Polanco”, es decir, la parte donde viven los de mayor poder adquisitivo, aquellos que tienen en su casa no sólo una televisión a color en la sala, sino incluso una o dos más, aunque ésas sí en blanco y negro y de menor tamaño. Tamaño velador. También son quienes poseen una videocasetera y van de compras a los grandes almacenes del Centro. Por ejemplo, en “Polanco” viven “Las Liverpool”, unas hermanas que siempre llegan con bolsas y cajas de esa tienda, güeras Clairol con su pelo rubio artificial que mantienen en su lugar gracias a varias capas de aerosol Super Punk.

Por ejemplo, en “Polanco” viven “Las Liverpool”, unas hermanas que siempre llegan con bolsas y cajas de esa tienda, güeras Clairol con su pelo rubio artificial que mantienen en su lugar gracias a varias capas de aerosol Super Punk.

Pero también hay un “Neza”, la parte más salvaje y olvidada, donde crece la mala hierba, y no solamente esos brotes que nacen en el concreto, abriéndose camino por donde no se supone que deban hacerlo, sino también la banda pesada, los más gandallas de la unidad a los que hay que sacarles la vuelta si no se quiere acabar todo madreado.

3: Cuartos de final

El partido estuvo fácil. El “Cruz Azul” trae a un delantero que se dedicó a fallar una y otra vez. Cada que tenía el balón a sus pies volteaba hacia la portería, apuntaba con la mirada, y lanzaba un trallazo que, todas las veces, se iba muy por encima de la cabeza del portero. En este caso no había nada qué disputar, estaba clarísimo que el balón viajaba hacia el cielo. En un par de ocasiones alguien se echó el clásico “¡Goool… de campo”, hasta que el chiste dejó de hacerles gracia. De haber tenido más puntería les habría metido ocho goles. No se explicaban por qué los de su equipo no se decidían de una buena vez a sacarlo y cambiarlo por alguien que sí la supiera meter. Tal vez mantenían la esperanza de que empezaran a caer los goles en algún momento. Todas las jugadas eran magníficas, pero el pobre tonto no podía concretar ni una. El ambiente se había relajado. Había espacio hasta para hacerse bromas y alburearse:

—¡Échame tu centro!

Y las risas explotaban.

Al final, el “Cruz Azul” les ganó sólo por 1–0. Un marcador mediocre. Si se piensa bien, parecía un partido de futbol profesional mexicano.

Sentados en una orilla de la banqueta con refrescos en bolsas de plástico de las cuales sobresalía un popote y una bolsa de papas bañadas en salsa y jugo de limón, era momento de discutir sobre el partido, analizar las jugadas, regañar a los que jugaron mal, alabar los goles y las jugadas de fantasía y planear el partido siguiente. Como siempre, la información viajaba de boca en boca y les avisaban cuál sería el partido de la semana que entra.

—A ver, muchachas —interrumpió la carrilla y el análisis deportivo uno de los más grandes del grupo y también el del récord delictivo más amplio—, tengo algo importante que decirles. Por favor, dejen de echar desmadre y escuchen o se la pelan.

La que suena es la voz de mando de el Pájaro, un joven larguirucho y alto, con el ceño fruncido eternamente y una postura desganada pero imponente, la del líder que sabe que es la mamá de todos esos pollitos pero que finge no importarle. Desde el departamento donde vive Carlos se alcanza a ver el del Pájaro. Todas las tardes lo mira entrar y salir como emputado, como con prisa, como con un arma blanca bien escondida en alguna parte. Siempre bien peinado, con gel que hace que su cabello brille y le dé esa apariencia de recién salido de la regadera. A la hora en que todos los niños de once y doce años como él y Tacho están resguardados en sus casas haciendo la tarea, el Pájaro sale a la calle, con rumbo a las peores partes de la unidad. Atrás de “la ballena” o en la zona de “la pirámide”, ambas estructuras de piedra volcánica que imitan esas formas y que sirven de punto de encuentro para los más salvajes. Allí se trafica la peor mercancía que se pueda imaginar: mota y tarjetas de los Garbage Pail Kids. Carlos nunca ha podido estar en ese lugar a la hora del trueque y las transacciones; tampoco ha visto la marihuana ni tenido una tarjeta de los Garbage en sus manos. Están prohibidas, porque tienen LSD, o eso dicen. Qué ganas de tener una en sus manos, pero aún está “muy chico”, así que no le toca. Lo que sí le toca es poder acercarse al viejo de los View—Masters: un señor canoso y de sombrero de campesino que algunas tardes recorre la unidad con dos palos cruzados de los que cuelgan visores color anaranjado y decenas de discos de todas las caricaturas y programas de tele que hay, el Hombre Araña, Superman, los Muppets. De a diez pesos la renta para ver los tres discos por programa. Ese viejo los tiene todos pero sale muy caro.

Carlos nunca ha podido estar en ese lugar a la hora del trueque y las transacciones; tampoco ha visto la marihuana ni tenido una tarjeta de los Garbage en sus manos. Están prohibidas, porque tienen LSD, o eso dicen. Qué ganas de tener una en sus manos, pero aún está “muy chico”, así que no le toca.

 —Me acaba de avisar el Juan que ya van a empezar los partidos en serio. Se van a hacer equipos chicos para jugar contra los de otros lados.

Con equipos chicos el Pájaro se refiere a equipos reales, de once jugadores. Los de otros lados son los equipos de las unidades habitacionales aledañas y colonias cercanas. Iban a pasar del futbol multitudinario al futbol llanero. Un paso adelante en el camino hacia la profesionalización. ¿Quién de ellos llegaría a jugar en un equipo de a deveras? ¿Quién dejaría los pinches campos que no eran campos sino terrenos baldíos o terregales y llegaría a conocer el pasto sintético que era un símbolo de abandono de la pobreza? ¿Quién acabaría en prisión?

—Namás que la onda es que esto sí es ya en serio. Vienen los equipos de Tlane y Azcapo, pero también hay un equipo del reclusorio.

—¿Y los van a dejar salir? —preguntó el Makiko, y provocó que todos se carcajearan.

—¿Cómo crees, güey? Nel, nos llevan a jugar allá. Pero sólo podemos entrar los de mayor edad, así que al equipo nomás entramos los más grandes.

Carlos y Tacho se voltearon a ver. Eso los descartaba automáticamente porque a ellos los separan dos o tres años de los demás. En sus caras se dibujó la desilusión. Por fin una oportunidad de destacar en el futbol y se veía opacada por su edad. En su esfuerzo por ser aceptado por los de la unidad, Carlos se había acostumbrado a juntarse con los más grandes. Eso le había costado aprender a aguantar las bromas pesadas, a entender a qué se referían cuando hablaban entre ellos y, sobre todo, a dejarse golpear como una demostración de valentía y coraje. “Aguántese, ¿qué no es machín?” era una frase común.

—¿Y nosotros qué, no vamos a poder jugar? —le preguntó Tacho al Pájaro.

—Ni modo, no la hagan de pedo, cuando se puede se puede, cuando no, no.

Con desilusión, se dedicaron a patear la pelota con desgano. La verdad era que las posibilidades se habían esfumado. Vino a la mente de Carlos el caso de los cachirules de la selección juvenil del 88. Carlos y Tacho no eran cachirules, no había manera de colarse a los grandes partidos, para eso habría que dejar que el pasto de la milpa creciera y las coladeras se llenaran nuevamente de botes de solvente, dos procesos naturales que toman su tiempo, porque la naturaleza posee sus propio ritmo y no sabe de torneos. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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