Sobre la delicada línea del arte y el activismo se balancea Somos todas (Coreografía en seis cuadros), obra con la que Aldo Siles, a la cabeza de un equipo mayoritariamente femenino, transita con prevalecientes aciertos gracias a un oficio enraizado, a un modo propio de construir estructuras dancísticas.
Regresamos a las salas teatrales con la resaca de la pandemia, desde una pesadilla global que nos mantuvo a prudente distancia de nuestros congéneres, así globalmente atemorizados durante tres perturbadores años. Poco a poco nos volvemos a instalar en nuestro entorno social, a juntarnos ya sin aquel pánico del confinamiento, sólo para ratificar que la vida nunca se detuvo, que los creadores escénicos permanecieron en hibernación y que tanto la belleza del teatro como los ángulos más rudos de la realidad que a veces lo inspiran siguieron su curso, indetenibles.
Porque la tragedia se sigue respirando en una nación donde la violencia no deja de reinar, lo mismo en zonas de virtual guerra civil que al interior del entramado familiar. Y la mujer como víctima favorita del terror, del crimen, del usual atropello. Muy lejos aún de resolverse un problema de Estado tan voluminoso mediante la política o las leyes, le toca al arte, de nueva cuenta, intentar el llamado de atención, la visualización, la sacudida a las mentes a menudo adormecidas, cuando no simplemente resignadas, del ciudadano promedio.
Sobre la delicada línea del arte y el activismo se balancea Somos Todas (Coreografía en seis cuadros), obra con la que el maestro Aldo Siles, a la cabeza de un equipo mayoritariamente femenino, transita con prevalecientes aciertos gracias a un oficio enraizado, a un modo propio de construir estructuras dancísticas que, en una trayectoria de varias décadas, jamás ha perdido solidez, profundidad o belleza formal.
Según la presentación en off previa a la tercera llamada, el germen del proyecto tiene lugar en los Talleres Artísticos de la Casa de la Cultura de Sonora. Esto nos remite a la idea de que la danza sigue llevando el pulso de la modernidad y la vanguardia en el estado, haciéndonos desear que alguna vez los resultados estéticos en las demás áreas de esa institución resulten tan profesionales, tan elaborados y completos como este reciente estreno. Con todo y la diversidad de cuerpos, la relativa disparidad de niveles técnicos, el elenco —ya posicionado como una compañía más de la región— defiende su producto escénico con garra, serenidad y, lo mejor, con un balance energético grupal que los ayuda a sostener con éxito lo que parece ser la espina dorsal del concepto: la búsqueda de la integración, de la unión entre las mujeres ante los embates implacables del entorno.
En su última parte el montaje cambia el tono de manera drástica, va disminuyendo la carga corporal para dar espacio a un discurso verbal mucho más directo. El primer plano es tomado por historias de mujeres abusadas, por monólogos que refieren experiencias de abusos sexuales, de ataques definidos por el determinismo de género.
El volumen principal de la coreografía recrea, metáfora tras metáfora, la ensoñación gestual colectiva de un mundo inseguro para las mujeres, desde una posible alusión al secuestro y asesinato de Debanhi Escobar en el kilómetro 15 de la carretera Monterrey–Nuevo Laredo, con la recreación de humo y claroscuros de un cuerpo ya icónico para la historia de la violencia en México, hasta los más diversos cuadros de opresión, miedo, encierro, escapismos, todo concebido con diseños corporales, desplazamientos y composiciones grupales armónicas, de una intensidad emocional capaz de mostrar al horror mismo como poesía, como parábola plástica de un contexto brutal.
Ante esto el espectador es libre de escoger si los vestidos suspendidos sobre las cabezas de los personajes son los personajes mismos —vistos a través de la cultura criminal que casi hizo costumbre a los ejecutados colgantes—, o si son el amargo recuerdo de prendas en el clóset de mujeres que ya no van a usarlas nunca más. La pared al fondo, contra la que se proyectan insistentemente estas criaturas atormentadas, aporta por igual un catálogo de polisemias en torno a la necesidad de liberación y el permanente temor a no poder escapar, no al menos sin el riesgo de quebrar cristales y a sí mismas.
El discurso como recurso
A partir de ahí la coreografía corre un riesgo, acaso audaz. En su última parte el montaje cambia el tono de manera drástica, va disminuyendo la carga corporal para dar espacio a un discurso verbal mucho más directo. El primer plano es tomado por historias de mujeres abusadas, por monólogos que refieren experiencias de abusos sexuales, de ataques definidos por el determinismo de género. Es de suponer que el director y su equipo considerasen que la metaforización del problema no era suficiente, que el espectador necesitaba algo más que imágenes insinuantes del problema, que era imprescindible establecer un llamado de atención más directo y legible.
Éste era un riesgo que al parecer fue tomado con toda intención, quizás partiendo de algún referente o motivación social relacionados con la lucha de grupos feministas o de apoyo a la mujer, quedando por el momento pendiente un cierre más acorde con el estilo general de la puesta en escena, para dar paso franco al alegato activista, como un desenlace entregado a la obviedad de la palabra.
Los textos, testimoniales o no, de las mujeres abusadas cumplían, aun en otro plano de la realidad —a través de parlamentos de tono y gestualidad cotidianos— con el objetivo dramático, en tanto el monólogo final se separaba por completo de la convención escénica hasta refugiarse en un manifiesto directo, dejándonos la sensación de que la composición, la parábola, los movimientos por sí solos no resultarían suficientes en la encomienda de trasmitir una postura, un posicionamiento respecto del problema social en sí.
Es posible que el clímax verbal, político y definitivamente diluido en una especie de vacío emocional —bloqueando el cierre clásico de diseños corporales apoteósicos— desinflase en parte el vuelo poético que la obra lució en su metraje mayor, no obstante, éste parece ser exactamente el objetivo del proyecto. Es decir, gente, despierten de una vez, lo que ocurre en el país no es sólo una metáfora, es un problema muy serio que deberíamos afrontar sin titubeos. En tal caso dejaríamos en un limbo la frontera entre dramaturgia y activismo, aceptando la posibilidad de que no siempre el arte significa interpretación alegórica, sino que a veces, y por razones de fuerza mayor, tiene licencia para derivar —al menos parcialmente— en un llamado de atención más directo, más agitador.
Tratándose de una decisión consciente y no de una ruptura accidental que se transfigura en tribuna o mitin, podríamos quizás replantearnos la pertinencia de tales licencias estilísticas, siempre que el tema lo amerite y la pericia del creador garantice un balance en favor de la función reformadora del arte. ®